Tesis para la clarificación del concepto de ciudadanía en la educación

 

 

 

I) La educación ciudadana se ha visto dañada en el contexto de la escuela a causa de distintos desórdenes de funcionamiento de la propia institución escolar

 

1. Desorden educativo legislativo en el Estado

 

Ha habido excesivas leyes de educación en la España de la Constitución de 1978. A su exceso numérico hay que añadir, como agravante, la falta de concertación mínima entre los dos principales partidos políticos que se han alternado en el gobierno. Un tercer agravante: «nadie» desea más leyes, sin embargo muchos entienden que los problemas educativos no están bien cerrados y que, por tanto, se vuelven necesarias, paradójicamente, nuevas legislaciones.

 

2. Desgaste de la función docente

 

El exceso de legislación educativa, y la correspondiente inestabilidad que ha ido arrastrando, ha perjudicado de modo directo al profesorado, en la forma de un desgaste: 1º) porque la inestabilidad genera falta de credibilidad en el sistema que se pisa; 2º)  porque ha aumentado el trabajo burocrático no ligado directamente a la función esencial de la educación, y por tanto, indirectamente, se ha podido dañar el esfuerzo dirigido a mejorar e intensificar metodologías más correctas en el aula y contenidos mejor proporcionados.

 

3. Pedagogía paternalista equivocada. Paternalismo intervencionista de Estado en la escuela

 

Las leyes de educación, determinadas directrices de las consejerías y actuaciones políticas muy concretas han creado un clima de «paternalismo» de Estado con el fin de mejorar la calidad de la enseñanza. La administración educativa ha tomado partido por los derechos de los alumnos en detrimento de los instrumentos de control del proceso evaluador de los profesores. Esto habría de ser aplaudido cuando atajaba excesos o injusticias pero no cuando se ejercía bajo una mecánica proteccionista del «derecho a aprobar». Subyacía más que el afán de mejorar las prácticas pedagógicas, el intervencionismo para mejorar desde arriba la «calidad de la enseñanza», es decir, para corregir el fracaso escolar. Pero el camino para superar el fracaso escolar no se halla aquí sino en la selección y preparación de mejor profesorado y en la potenciación de los medios del sistema educativo.

 

4. Confusionismo sin superar en el litigio de la separación Iglesia/Estado

 

En un Estado aconfesional ninguna Iglesia tiene derecho a sentar plaza en la escuela de todos, ni siquiera la mayoritaria: ¿por qué educación religiosa confesional en el horario escolar? Mucho menos aquellas confesiones minoritarias, que tienen todo el derecho moral de existir (siempre que no contravengan las leyes del Estado) pero sobre las que la administración educativa no debería aplicar proteccionismo político-económico directo alguno. Quienes sí tienen derechos son los ciudadanos y las familias. Por eso, sólo en calidad de derecho adquirido históricamente, y en la medida en que siga actualmente existente, aquella confesión mayoritaria de una sociedad podría seguir haciendo uso del entramado de instituciones siempre que no involucrara a los demás imponiéndoles su esquema de valores. Si durante siglos se ha dado educación católica en la escuela, podrá seguir dándose cuando sea el resultado de una demanda social pero habrá de hacerse en un horario específico. El resto de confesiones religiosas no tienen este derecho adquirido (lo tendrán en su propio círculo cultural del que proceden) y, por tanto, ya tienen sus lugares de culto propios sin que vengan a demandar un servicio político para unos fines partidistas estrictamente morales, interfiriendo así con los principios de una educación general, basada en las necesidades educativas que son denominador común. Ésta es la función del Estado: no ser un paternalista protector de derechos morales, sino ser árbitro legal en medio de las discordantes fuerzas ideológicas para asegurar ese territorio en que coinciden las necesidades del conjunto de la población. La Constitución de 1978 debería cambiarse en estos puntos, para enfocar bien la relación del poder público con los derechos que se derivan del pluralismo religioso y de creencias.

 

Una prueba de oro de que el tema  no está bien enfocado, es decir, de que el horario escolar de todos no es el lugar para confesionalismos religiosos partidistas, es que la asignatura de Religión, de hecho, en la mayor parte de los casos, ni siquiera se imparte correctamente: los temarios están «laicizados», no se trata tanto de Noé, Abraham, Moisés, Cristo, María, san Pablo, los concilios, las virtudes teologales y los mandamientos de la ley de Dios cuanto de ver películas —las mismas que se analizan en otras materias— y de realizar trabajos que se centran en lo humano en lugar de en lo divino («mi reino no es de este mundo»). Pero sobre esto nadie ejerce ningún control, ¿es que el obispado puede hacerlo a distancia, sin canales efectivos que conecten con la administración educativa?, ¿es que puede la inspección educativa inmiscuirse en lo que no tiene entera competencia? Este es el grado de racionalidad alcanzado en la organización de esta materia: se pretende que funcione en lo posible como una más, pero el profesorado no es nombrado por la autoridad política sino por la religiosa —en cumplimiento del concordato Iglesia-Estado, todo muy legal, ¿acaso legítimo?—

 

Si se quiere una educación religiosa particular, téngase: particular. Si se quiere educación religiosa, téngase: general, una asignatura de información y de reflexión crítica, para todos.

 

5. Un ordenamiento de asignaturas muy fraccionado y poco estable

 

La gran mayoría de las materias curriculares se mantienen o nacen en función de las expectativas laborales. Las exigencias procedentes del mundo del trabajo se ocupan de marcar los surcos por donde han de discurrir un buen número de asignaturas. Se hace preciso una competencia lingüística, matemática, tecnológica, científica, etc., y de este modo se busca una efectividad y una utilidad reconocida por todos. Pero estos objetivos, para ser tales, han de entrar en consonancia con los países del entorno cultural, y, entonces, para homologar estos resultados viene a hablarse de calidad de la enseñanza. La calidad, una vez alcanzada la universalidad, parece que puede medirse bien sobre todo en el contraste con otros países. El primer elemento que pasa a tenerse en cuenta es el llamado fracaso escolar, ya que por su carácter cuantitativo es fácilmente observable y contrastable. Algunas de las vías utilizadas para mejorar la calidad de la enseñanza han sido, dentro del buen tino, la aparición de desdobles, los grupos flexibles y de diversificación y las adaptaciones curriculares. Al lado de esto, se han visto proliferar también asignaturas de libre disposición, al lado de optativas que no son demandadas pero que vienen obligadas por las circunstancias ideológico-políticas. Todo ello se resuelve en un conjunto de asignaturas estables y serias al lado de un cúmulo de ellas que son poco importantes académicamente y fáciles de aprobar (como corolario necesario de lo anterior) y, en esta medida, cooperadoras de la mejora de la «calidad» de la enseñanza en la medida en que aumentan el número de aprobados.  Pero esto es un efecto de superficie engañador. Lo que sucede en realidad es que se deteriora la seriedad de la enseñanza, al mezclarse en ella lo trascendente con lo aparente, y al provocar una jerarquía, tan indeseable como lógica, en la que dos o tres asignaturas son las más importantes (por resolución administrativa: lengua, matemáticas e ¿inglés?), de modo que, en consonancia con ello, los profesionales de quien dependen deciden traducir esta importancia como procede, es decir con el incremento de la exigencia, o sea con un número de suspensos superior. A estas asignaturas primordiales le siguen otras que aunque también importantes quedan estratégicamente algo relegadas, para favorecer a las primeras. Tras de éstas vienen un cúmulo de asignaturas florecidas como ornato o complemento, y llamadas al aprobado general, y que suelen tener como rasgos distintivos el ser de dos horas (incluso menos), el ser volubles respecto de si han de ser optativas o comunes (depende de los bandazos legislativos), el no tener adscripción abierta o el ser optativas en función de un nudo administrativo que casi nunca sigue las demandas de los alumnos, porque depende de que sea ofertada y de que lo sea al lado de otras (cuyo número puede variar), de que se formen grupos y de que todo esto encaje con las plantillas y horarios de los centros. Este sistema da como resultado un grado de opcionalidad más teórico-aparente que práctico-real, y, en todo caso, con un bajo significado curricular para el alumno. Se produce, así, un síndrome por el que los profesores y los alumnos se saben en situación de estar rellenando puramente el expediente.

 

Un sistema curricular debe ser estable, con asignaturas de similar peso (en cada curso) y también con horario similar. Parecen circunstancias externas y superficiales, pero son en realidad las condiciones que las hacen valer y que pasarán a influir en la propia seriedad de sus contenidos y de su validez. Todas las asignaturas ornato o pompas deberían ser eliminadas y sustituidas para ampliar primero el horario de las otras y después, si es preciso, sustituidas por actividades de estudio o de tutorías reducidas (ahí estarían las horas comodín). Es mejor que una materia se concentre en unos cursos de forma digna que no que ande dispersa en más cursos, con menos horas y sin apenas valor. (Una excepción pudiera constituirla la educación física, que muy bien podría completarse hasta 3º o 4º de ESO con actividades deportivas curriculares por la tarde).

 

Cumplidos estos criterios habríamos conseguido asegurar una formación seria y coherente en aquellos contenidos positivos (saber aritmética, saber geografía, etc.) referidos a la competencia del mundo del trabajo, pero todavía habríamos dejado abandonado a la suerte, a la ósmosis o a la buena voluntad del barniz la educación de la persona y del ciudadano. Sólo apostando con suficiente fuerza por aquellas materias que se cuidan más específicamente de la vertiente crítico formativa podría la escuela aquí cumplir con su función transmisora de valores.

 

 

II) La educación ciudadana se ve en la actualidad dañada por el modo confuso de concebir las materias que han de hacerse cargo de un doble objetivo:

       1º) instruir para el mundo del trabajo y

       2º) formar para la madurez personal y para la actividad ciudadana

 

6. Educación para la ciudadanía no es una asignatura seria, por su diseño administrativo

 

Cualquier asignatura a la que se quiera dar importancia y estabilidad precisa desarrollarse en el marco de una concertación política. Éste no ha sido el caso de EpC. Precisa, además, configurarse administrativamente bajo condiciones de existencia que la hagan realmente viable como materia escolar, con un mínimo de tres horas en aquellos cursos en que se implante. Precisa ser adscrita a un departamento concreto y no dejarla abierta a encajes horarios o a circunstancias indefinidas; ningún departamento puede preparar materiales sobre EpC para el año siguiente con conocimiento seguro de tenerla bajo su responsabilidad; vale, por consiguiente, aquí, lo de «responsabilidad de varios, entonces de ninguno». Si, como parece, ha de ser una asignatura no estrictamente informativa (Constitución española, etc.) sino además de carácter reflexivo y valorativo, y sometida a la natural polémica y crítica de las ideologías, con el departamento en el que cuajaría mejor sería el de Filosofía. Sea como fuere, por qué el Ministerio la deja abierta. Porque parte de una concepción de asignatura decorativo-democrático-europea y porque las asignaturas comodines son útiles en la organización de los centros, cuando se trata de encajar los horarios y las plantillas.

 

Por otra parte, contra aquellos que esgrimen que el Estado no debe formar en materia moral, decirles que viene haciéndose desde siempre en cualquier sociedad (que es imposible que no sea así) y que algunas décadas atrás no se discutía en España, por algunos de los que hoy se oponen a la EpC, que la educación moral ejemplar fuera la que dimanaba del catolicismo sociológicamente más o menos mayoritario. De lo que tiene que cuidarse el Estado democrático es de que una determinada tendencia ideológica venga a imponerse como la única o la ejemplar. Ahora bien, la sociedad ha de partir de una serie de valores morales históricamente fijados y compartidos, aunque no por ello consagrados como valores dogmáticos y absolutos sino expuestos a la continua reflexión crítica: será en ese contexto crítico donde muestre su consistencia. Pero para existir han de darse las condiciones de existencia, de existencia digna. Esto todavía no ha sucedido.

 

7. Es preciso que el sistema eduque en valores

 

La vida social transmite valores, aun cuando no lo pretendiera. El sistema educativo canaliza una buena parte de estos valores. La transmisión de los valores en la escuela puede dejarse al azar, siempre actuante, o, además, puede imprimírsele algún esquema racional.

 

Una civilización se caracteriza por su potencia para irradiar valores. No es posible la perduración de una civilización basada en los valores ciudadanos sin que una masa crítica elevada de ciudadanos se halle comprometida en ellos. El problema viene dado porque de manera creciente los valores ciudadanos son más y más plurales, y, entonces, puede dar la impresión de que ya no procede un centro irradiador responsable de centrifugar estos valores. Pero no nos engañemos, cuanto más plurales son los valores tanto más también ha de solidificar un mínimo común denominador en el cual continuar un proyecto civilizador. Para ello son precisas las energías vivas de la sociedad, de abajo arriba; pero, en los casos de conflicto, el único árbitro legítimo es el Estado en cuanto puede y debe aplicar normas igualadoras en aquellas circunstancias en las que es obligada la convivencia.

 

No se puede dejar la educación en valores sólo dependiendo de la familia (primer educador fundamental) o sólo dependiendo del ambiente, porque aunque es aquí donde se establecen las capas básicas que conforman la sensibilidad personal, una buena parte de valores precisan ser afianzados dentro del nivel reflexivo, y no exclusivamente emotivo. Por ello algunas materias como literatura o historia (entre otras) pueden aportar aquí una contribución estimable; así como, en el bachillerato, algunas optativas. Pero la educación en valores, que no puede entenderse en una sociedad democrática como educación doctrinal acrítica, no ha de depender de una incierta transversalidad ni de meras aportaciones sino que ha de estar dotada de un eje configurador. Este eje ya está inventado desde hace siglos. Es la filosofía, cuyo problema ha de consistir en todo caso, en una inteligente y estable organización de los currículos apropiados con la edad y en la idónea selección de profesorado capacitado para la enseñanza. No se trataría, por ejemplo, de impartir Ética, Educación para la ciudadanía, Filosofía e Historia de la filosofía, sino siempre sólo Filosofía (reflexión crítica sobre contenidos diversos de nuestra cultura, nuestro presente y nuestra historia), reparando algún curso más en las cuestiones ético-político-morales, otro en las antropológicas, ontológicas o lógicas y otro en la historicidad de las ideas, pero filosofía al cabo, o sea búsqueda de un saber que pueda aumentar la prudencia y con ella, la fortaleza y la justicia y todos los demás valores.

 

 

8. Sentimiento y razón

 

La instrucción racional interesada en objetivos positivos cumple un cometido necesario e importante. La educación que tiende a la formación racional (reflexiva y crítica) acaba de redondear aquella mitad más instrumental. Además de un futuro trabajador se ha cuidado la formación de una persona. Pero la educación puramente racional no podrá conseguir por sí misma el objetivo principal de educar a personas; se hará precisa una participación de la sensibilidad y del desarrollo equilibrado de los sentimientos. Además de estrategias, metodologías, preparación y sensibilización del profesorado tendentes a una sana sensibilización de los alumnos, aquí, mas que en ninguna otra esfera, se depende de la educación familiar y del contexto social. Por tanto, profundizar en esta vertiente va siempre muy ligado al propio perfeccionamiento del funcionamiento de la sociedad: la estabilidad de un alumno podrá depender de que sus padres no estén en paro o sin subsidio, etc.

 

Una vez reconocida la importancia básica de la educación en los afectos, en los sentimientos y en la sensibilidad, habrá que diferenciar cuidadosamente según la edad. A los muy pequeños de Primaria pueden convenirles recetas y escenificaciones. Pero a partir de Secundaria todos estos valores han de ser trasladados a un «lugar intangible» donde siempre graviten pero nunca intervengan de modo directo y a título propio, porque ahora la sensibilidad no se desarrolla sino en una dialéctica estrecha con las capacidades críticas, de modo que la buena asimilación no podrá ser realmente programada ni accionada en directo (salvo que sea dogmática o sensiblera) sino que dependerá de los precisos y particulares procesos de cada alumno. A partir de cierta edad las recetas o moralinas confeccionadas («hay que ser responsables», «hay que ser solidarios», «hay que ser cariñosos», etc.) han de cambiarse por la aplicación in vivo de la importancia de la responsabilidad, de la amistad o de la solidaridad, cada vez que surja un conflicto. En definitiva, tiene que llegar un momento en el que el alumno sea capaz de analizar los conflictos de la vida social a la luz de criterios coherentes y razonados. Los sentimientos tienen que acabar trenzándose con la razón, si no quieren ser demasiado elementales, gregarios y excesivamente sensibleros.

 

 

SSC

Febrero de 2008