Patologías del tiempo

  

La defensa de la vida contemplativa de Byung-Chul Han

 

 

SILVERIO SÁNCHEZ CORREDERA

 

 

El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse

 Byung-Chul Han

 

Herder Editorial, S. L.,  Barcelona, 2015, 163 páginas.

 

 Byung-Chul Han presenta en este libro una tesis clásica, tomada de Aristóteles, pero lo hace con argumentos elaborados desde Heidegger, especialmente. La propuesta central del filósofo surcoreano-alemán podría sustanciarse así: para una existencia en plenitud no basta con una vida entregada al trabajo y al hacer, porque entonces el ser del hombre se difuminaría en sus obras, atomizado y disperso en un tiempo que no le devolvería ningún sentido existencial propio.

 Ha llegado a esa conclusión porque comparte con Aristóteles que no basta con la vida meramente hedonista y que ni siquiera es suficiente esa otra actividad que se desenvuelve en la polis, con acciones bellas y nobles, porque, como se sabe, este bios politikos no se sitúa aún en lo más perfecto que hay en el hombre, pues es en el bios theoretikos, ocupado en la contemplación de la verdad, donde la existencia del ser humano se homologa a la de los dioses. La acción política nos perfecciona, pero es la contemplación lo más perfecto, según el estagirita y según Han. Ahora bien, ¿cómo defender una tesis antigua en lenguaje contemporáneo? Ese es el desafío al que se enfrenta nuestro profesor de Filosofía y Estudios culturales.

 

No se trata, diría Han, de negar la importancia moderna que adquiere el trabajo, ni de ir contra Hegel cuando hizo del trabajo la condición histórica a través de la cual la libertad podía prosperar, ni tampoco es cuestión de menospreciar el esfuerzo de Marx por elevar el trabajo a la categoría de esencia del ser humano, pero sí se trata de corregir un rumbo que fue denunciado por Nietzsche, pues "por falta de sosiego, nuestra civilización desemboca en la barbarie", y que habría sido bien tematizado por Heidegger, en su diagnóstico de la modernidad, donde el tiempo se desintegra en una sucesión cada vez más acelerada de acontecimientos aislados, con pérdida de la significación histórica, pues falta poder anclarse en un nuevo sentido, y una vez que el sentido teológico no sirve no quedaría sino buscarlo en la existencia auténtica, que huyendo del "no tengo tiempo para nada" se sitúa en el "siempre tengo tiempo" puesto que soy tiempo. Y aquí cobraría relieve la reivindicación de Marcel Proust, quien, en la época de las nuevas prisas del ferrocarril y de la sucesión de imágenes del cinematógrafo, ayuda a que el tiempo recupere la duración, el aroma.

 

De todas sus obras pretéritas —entre ellas: La sociedad del cansancio, La sociedad de la transparencia, La agonía del Eros, que ya reseñamos en LNE, 26, VI, 2014—, creo que es en esta, El aroma del tiempo, donde al profesor de la Universidad de las Artes de Berlín le rezuman más sus influencias heideggerianas, filosofía a la que dedicó su tesis doctoral. Y ya se sabe, Heidegger no hizo caso alguno de aquella exigencia, defendida por Ortega, sobre que la cortesía del filósofo debería ser la claridad. Lo comprobamos al leer los doce capítulos y al constatar que más allá de esta tesis que hemos compendiado aquí arriba, entresacándola a retazos, mana, en medio de la clara clasificación aristotélica, un discurso repleto de abundantes trechos oscuros, otras veces confusos. Quizá, y siendo condescendientes, porque no se articularía con buena metodología el decir filosófico y el poético, que confiadamente se querría entreverar sin más.

 

Ateniéndonos a las tesis de fondo que el libro expone, esta filosofía estaría a la altura de aquel moralismo de los siglos XVII y XVIII —lo que no sería poco—, que dedicado a hacer una evaluación de los males culturales del momento, previene con buen juicio de ciertos excesos. Pero en los tiempos de la postmodernidad, este sería un objetivo desprestigiado, por eso, seguramente, Byung-Chul Han se exige algo más, e invoca para que colaboren en una trama más matizada, a múltiples orfebres del pensamiento y la poética, como Kant, Simmel, Kojève, Weber, Arendt, Lyotard, Bauman, Butor, Derrida..., aparte de los ya mencionados. Un esfuerzo laudable, que por momentos encuentra alguna pepita de oro, pero que creemos que no consigue cohesionar en una estructura argumental estable. Más allá de la reivindicación del ocio, de la demora y de la contemplación, ¿cómo queda argumentada su tesis en el hilván del conjunto de capítulos? Sí, intuimos algo pero mal y en las sombras, ¿por qué? Porque las ideas van de unos autores a otros y de unos textos a otros, subyacentemente hilvanados por Heidegger, pero sin que sus conceptos (aburrimiento, sentido...) resulten analizados en planos precisos. Las ideas utilizadas deberían reconocerse bien en claves psicológicas o sociológicas o antropológicas o históricas..., con precisiones ajustadas, pero resultan ser tratadas en un oleaje que va de las sentencias rotundas y gratuitas —no se ve por qué en muchas ocasiones no podría defenderse lo contrario— a frases poéticas y lustrosas, y de los argumentos ad verecundiam —Heidegger dixit o Nietzsche dixit— más o menos claros a un aquilatamiento conceptual al que le resulta difícil seguir manteniendo algún significado.

 De esta manera vuelve a aparecer el fantasma de la metafísica, y no es que creamos que no haya que conceder a la metafísica un lugar en la filosofía, pero sí comprobamos a menudo que cuando se cuelan relatos de ideas, cuyos nexos son demasiado espontáneos, casuales, apenas estructurados, dogmáticos, revestidos de prurito cultural —filosofemas rotundos o autores con aura, meramente citados—, sin fundamento y sin sistemática de planos o de escenarios históricos, entonces las ideas acaban fugándose a un mundo enajenado —metafísico—, en cuanto llegan a perder su comercio con la realidad.

 

El diagnóstico sobre este libro, en definitiva, es que cuando, pretendiendo abordar una idea —como "tiempo"— no se está dispuesto a exigirse las definiciones y las fundamentaciones precisas, debería abandonarse el intento de filosofar y contentarse entonces con hacer buena doxografía —mediante la representación de teorías y opiniones claramente expuestas, y sin provocar la apariencia de que se dice más de lo que se dice—. Y en esa labor doxográfica, descriptiva, resultaría ya imperdonable no ser mínimamente claro.

  

En La Nueva España, Cultura nº 1134, jueves, 5 de mayo de 2016, pág. 3:

 

http://www.lne.es/suscriptor/cultura/2016/05/05/patologias-tiempo/1921753.html