Agresores y espectadores: las raíces de la violencia

 

La responsabilidad moral del atacante y del simple observador se dan la mano en Mal consentido, el último libro de Aurelio Arteta

 

 

 

Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente

Aurelio Arteta

Alianza Editorial, Madrid, 2010

 

 

Aurelio Arteta (1945) es catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco. «Mal consentido», su último libro, es un relato conceptual que se teje sobre un doble paisaje de fondo, pasado y presente: la violencia nazi del exterminio judío y la violencia terrorista del País Vasco.

Una pregunta recorre los análisis de estas trescientas páginas: ¿el daño producido por el terror, es posible partiendo solo de los agresores? La reconstrucción de todo el escenario lleva a concluir que esta violencia necesita del silencio o de la aprobación pasiva del espectador para tener éxito.

 

Asentada esta certeza empírica, Arteta se introduce en los espacios teóricos que separan al agresor y al espectador con el fin de medir lo más fielmente posible la verdadera distancia entre ambos.

Partamos de la evidencia compartida en general: el responsable de una acción no es otro que su autor; y el mero espectador no tiene responsabilidad en tanto espectador.  Sí, pero esto sólo funciona bien aplicado a la responsabilidad jurídica. La responsabilidad moral contiene muchas más finas exigencias. Además, en los casos de ciertas acciones complejas, no queda tan claro quién o quiénes han sido los motores de esa acción.

 

Las líneas esenciales de este problema moral son conocidas por Arteta de modo directo, por intuición o en carne propia: perseguido, amenazado, sustraídos sus derechos cívicos por el chantaje del terror. Miembro de ¡Basta ya! y arriesgado afiliado de UPyD en el reino del terror étnico-ideológico nacionalista, equivale, entonces, a entrar en abierta confrontación con los que disparan desde su ideología violenta y excluyente (justificada en nombre de criterios políticos, según dicen). Su pregunta: ¿por qué tantos se callan o miran para otro lado?

 

El viaje teórico que emprende para comprender bien este problema lo hace enmarcándolo en el genérico problema del mal (no el mal metafísico sino el conjunto de acciones malas posibles). Sus análisis parten de las tesis de Hans Jonas y de E. Lévinas, y se apoyan en una amplia contribución de las ideas de otros investigadores morales, desde Garzón Valdés hasta Aranzadi, pasando por Adam Smith, Kant, Mill, Max Weber, Jaspers, Camus, Adorno, Habermas, Feinberg, Flescher o Todorov, hasta más de un amplio centenar (echo de menos a Jovellanos), en medio de los cuales el pensamiento de Hannah Arendt teje un continuo protagonismo.

 

¿Por qué se puede consentir el mal? Por ignorancia voluntaria, por invisibilidad, por difuminación de la responsabilidad, por natural cobardía y natural egoísmo, por sujeción al grupo, por el temor del aislamiento, por la seducción del vencedor, por la aparente impotencia. ¿Dónde empieza la culpabilidad de este consentimiento, donde empieza el pecado de omisión?

 

El fariseo responderá que lo que le compete es el cumplimiento estricto de la ley, y la ley no le obliga a ser un buen samaritano.

 

El liberal convencido explicará que en las relaciones sociales sólo se exigen deberes negativos, y que no se puede obligar a la santidad ni a la heroicidad.

 

El nihilista individualista no tendrá siquiera zozobra alguna: puesto que todo es relativo y puesto que ya no hay un dios que lo exija, todo está permitido y todo depende de un cúmulo de circunstancias en las que es imposible entrar a moralizar o a dogmatizar.

 

El hedonista sincero, común y corriente, se distanciará del problema evidenciando que lo que él quiere es llevar su propia vida en paz y tranquilidad, al cuidado de sus gustos, en el equilibrado disfrute de las rutinas necesarias y disponiendo siempre de la libertad de poder vivir su propia vida sin hipotecarla en causas ajenas. «Yo no me meto con nadie».

 

El inocente ciudadano normal, normalizado por una ética de mínimos expondrá: los males son universales, el mal no es mío, es inevitable. Además: ¿en qué medida ese mal es merecido?; y en todo caso: por lo que a mí me toca, es un mal menor, no es para tanto; e incluso: lo hago porque mi omisión evita a veces un mal mayor.

 

Algunas de las alegaciones anteriores contienen razones de peso, Arteta lo concede. Sin embargo, se pregunta: ¿por qué seguimos admirando al que se sacrifica a sí mismo y va más allá del mero deber?, e incluso ¿por qué la mayoría sigue sintiendo la necesidad de justificar su inacción?

 

¿Cuál es la conclusión que se deriva de llevar hasta el límite estos análisis sobre la responsabilidad y la culpabilidad referida al mal que se produce en nuestro entorno?  Desde los supuestos de una ética basada exclusivamente en nuestros deberes, quedamos atollados en la relativización de quien sabe que es indiferente que yo actúe si no lo hacen también todos los demás. Por eso, la ética a la que ha de apelarse ya no puede basarse exclusivamente ni en los deberes normados por una ley (jurídica) ni en la relación directa de mi acto concreto con el objetivo moral que me propongo en el cálculo de mi conciencia.

Si rechazamos la idea de que el valor máximo sea la vida cuando deja ya de ser una vida digna; y si nos oponemos a la banalidad del mal, la misma que Arendt denunció en el jefe nazi Eichmann, cuando éste se autoexculpaba de sus crímenes aduciendo cumplir órdenes que de otro modo hubiera cumplido cualquier otro; en definitiva, si no estamos dispuestos a admitir un amplio territorio donde el mal prolifera conociendo nuestra impotencia, la ética del deber referida a nuestras acciones, que se mide a través de objetivos positivamente alcanzables, ha de completarse con una ética de las virtudes deseables, que ya no se refiere en exclusiva a nuestros actos sino a nosotros mismos, a lo que llegamos a ser o dejamos de ser por el mero hecho de embarcarnos en la defensa de determinados valores, como puede ser la defensa de los valores cívicos.

 

En conclusión, es precisa, además de una ética del deber (deontológica), una ética de las virtudes, de valores aretéticos («areté»: virtud) que paradójicamente obliguen por supererogación (más allá del deber) dirigida al florecimiento de personalidades éticas cuyo fin no sea ya tan solo cumplir con mi deber y ser simplemente una buena persona sino que me permita aspirar a ser mejor persona aún. Sólo así, parece concluir Aurelio Arteta, podrán encararse los males sociales que nos amenazan a todos o a muchos y para los que no tenemos una respuesta institucional (salvo la policial) colectivamente articulada.

 

SSC

27 de enero de 2011

 

Publicado en: «Agresores y espectadores: las raíces de la violencia» (Sobre Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente. Alianza editorial, 2010, de Aurelio Arteta). La Nueva España, Suplemento Cultura nº 907, pág. 1,  Oviedo, jueves,  27 de enero 2011.