La responsabilidad de engañar y de ser engañados

 

Tobies Grimaltos y Sergi Rosell, pertrechados con herramientas analíticas, ensayan definir la mentira y el engaño, y sus tipos.

 

 

Mentiras y engaños. Una investigación filosófica

Tobies Grimaltos y Sergi Rosell

Cátedra, 264 páginas, 15 euros

 

En tiempos de “fake news”, de postverdad y de “bullshit” (lo que me atrevo a traducir como “basura semántica” y “vaniloquio demagógico”), resolver el problema sobre qué importancia tiene mentir y engañar se convierte en una necesidad teórica.  A esto responden libros como “¿Hay derecho a mentir?”, que hemos comentado recientemente, y, el que hoy consideramos, “Mentiras y engaños. Una investigación filosófica”, escrito con esmero por Tobies Grimaltos y Sergi Rosell, profesores de Filosofía de la Universidad de Valencia.

Qué es la mentira, cuándo se une al engaño y qué tipologías cabe diferenciar, de eso se trata. La definición implica además diferenciar entre las mentiras con y sin relevancia moral negativa. Estas últimas serían las que no incluyen el propósito de perjudicar al engañado.

Se nos recuerda que en las “Bacantes” de Eurípides asistimos ya a la duplicidad en la que se mueve el sabio, poseedor de dos lenguas, una para decir la verdad y otra para decir lo oportuno según la circunstancia.

Por su parte, el mandato bíblico, como sabemos, es terminante: “No dirás falso testimonio ni mentirás”. Tomada la Biblia como referente de autoridad, mentir sería en toda ocasión un pecado contra la voluntad divina. De ahí que, según Grimaltos y Rosell,  la trascendencia que tiene la mentira sería, en ocasiones, desmedida, por el influjo de un precepto religioso que se vuelve rígido y escurridizo a la crítica racional.

Debemos a Agustín de Hipona una de las definiciones más exitosas: “Mentir es decir lo falso con intención de engañar”, y, por supuesto, hay que ser beligerante, porque lo que está en juego es condenarse en la vida eterna.  

Tomás de Aquino también se pronunció severamente y para él “la mentira es el primero de los vicios”, aunque, como suele ocurrir en su filosofía, estableció matizaciones, pues es natural y conveniente modular lo que decimos respecto de lo que pensamos.

Montaigne también se expresa sañudamente: “Si conociéramos todo el horror de la mentira, la perseguiríamos a sangre y fuego, con mucho mayor motivo que otros pecados”.

Uno de los momentos estelares fue el enfrentamiento que mantuvieron Constant y Kant a finales del siglo XVIII, cuando el suizo reprochó al alemán su rigidez ética. Kant, llevando al límite esta tradición de rigorismo, defiende que la veracidad es un deber fundamental cuyo incumplimiento corrompe la esencia moral del ser humano. No es casualidad, señala, que, en el relato bíblico, el primer crimen por el que entró el mal en el mundo no fuera el fratricidio, que vendría después, sino la mentira.

Incluso alguien tan mesurado como John Stuart Mill critica severamente las consecuencias de la mentira, ya que sería responsable del retraso de la civilización y de la disminución de la virtud y de la felicidad.

Sin embargo, hay también toda una tradición que se sitúa del lado de la justificación de la mentira en algunos contextos. Por ejemplo, Hugo Grocio, en “Del derecho a la guerra y la paz”, cree que la veracidad no es algo incondicionado sino que es de hecho cancelable. Es preciso mentir para evitar conflictos políticos.  Schopenhauer entró, como otros, en la polémica contra Kant y argumenta que si tenemos derecho a ser violentos contra el prójimo que amenaza nuestra vida, con mayor razón sería lícito defenderse mediante la mentira. Además, añadirá “No me preguntes y no te mentiré”, porque uno tiene derecho a defenderse de los entrometidos.

Por esta senda, Grimaltos y Rosell llevan a cabo un concienzudo análisis filosófico a la búsqueda de criterios clarificadores. Desde luego, hay que descartar toda mentira que trate de causar un perjuicio, y esto cumplido, se puede mentir con honestidad como Gepetto a Pinocho, que le dice que vende su abrigo porque le da calor, mientras le oculta que es para comprarle su material escolar. Bajo ciertos criterios muy circunscritos, sería lícito mentir por conveniencia educativa, de salud y en contextos de mentiras piadosas o mentiras blancas… La mentira es, “prima facie”, una agresión, pero puede ser también un medio de defensa. Y no hay licencia para mentir, todo lo contrario.

En síntesis, los autores proponen las cuatro máximas del “principio cooperativo” de Paul Grice, relativas a la justa información (cantidad), la verdad (calidad), la pertinencia (relación) y evitar la oscuridad (modo), y a esto añadir las “reglas de cortesía” de Robin Lakoff: no imponerse, dar opciones y ser amigable. Estas últimas determinarán, en alguna medida, que lo que pensemos y lo que decimos no sea exactamente lo mismo. Hay, por supuesto, una gran responsabilidad en engañar, aunque el engañado también es responsable. Y, en última instancia, ayudados de la célebre diferencia de John L. Austin, mentir (“acto locutivo”) no es un pecado, pues dependerá siempre del contexto intencional y sus implicaturas (“acto ilocutivo”) y de los efectos sociales que se desprenden de la comunicación (“acto perlocutivo”).

Es preciso saber que, si comunicarse es algo complejo, entonces la mentira depende de la honestidad y no al revés.

 

Silverio Sánchez Corredera

 

«La responsabilidad de engañar y de ser engañados», Cultura, Suplemento de La Nueva España, nº 1372, jueves 30 de diciembre de 2021, página 8.

 

[Sobre Mentiras y engaños. Una investigación filosófica, de Tobies Grimaltos y Sergi Rosell, Cátedra, 264 páginas, 15 €]

 

En La Nueva España

 

https://www.lne.es/cultura/2021/12/30/responsabilidad-enganar-enganados-61123753.html