LA VIRTUD EN UN SUEÑO
 
Os diré lo que he soñado hoy. Soñé que acababa de despertarme de un extraño sueño. Y que antes de que empezaran a olvidárseme los detalles, había de escribir lo que recordaba: Trabajaba de corresponsal en un periódico. Me quedé helado cuando mi jefe me encargó que tenía que hacer un viaje por la historia. Suponía que debía referirse, si no se había vuelto loco, a que me informara en los libros. Pero por los caprichos del sueño me encontré efectivamente viajando en la historia. Tenía que enterarme de la opinión de una serie de filósofos sobre lo que era la virtud, el deber ético y político y el valor moral. Una condición oníricamente extraña se me había impuesto: los sabios disponían de una sola oración. Además, se me había limitado el tiempo y debía hacer ocho visitas.

Aristóteles vestía una túnica blanca larga, algo ceñida, y calzaba sandalias. El tiempo era bueno en Atenas y olía a olivas; año 334 a. C. Se apartó de un venerable anciano que le recordaba a aquel de quien me dijo que lo había aprendido casi todo, muerto ya hacía más de una década: Platón. Le expliqué mi situación, la prisa y que disponía de una sola frase. Condescendió, sonrió y yo mientras tanto advertí un escrito con un título algo largo del que creí traducir «Ética a Nicómaco». Le formulé la pregunta: «¿en qué consiste la virtud?» Pensó unos segundos, no sin que yo pudiera advertir que le costaba trabajo tener que seleccionar una sola frase representativa de todo lo que quería decir: «Teniendo en cuenta que todos los hombres quieren ser felices y que no se puede ser enteramente feliz sin ser virtuoso, la virtud es lo que todos los hombres buscan; pero sólo la buscan atinadamente cuando siguen la dirección de la razón; ésta se ejercita bien cuando es capaz de hallar el término medio entre opuestos, que no ha de confundirse con la medianía o la mediocridad» No estuve seguro si había cumplido con la consigna de una sola oración, parecía más de una pero lo había dicho en griego.

Me costó llegar hasta Epicuro, a pesar de no haberme movido de Atenas, aunque me hallaba ahora en el 288 a. C. Vivía en una gran Escuela amurallada, Jardín o Huerto, no se sabía muy bien. Muchos grupos epicúreos dialogaban amigablemente, entre el entretenimiento y la investigación. Tuve que formularle la pregunta, a Epicuro, alzando la voz, abrumado como estaba por el calor de la charla de los contertulios numerosos: «¿cuál es la vía más segura para alcanzar la felicidad?». Respondió, mientras los demás asentían como si de un tema ya visto se tratara: «La naturaleza nos ha dotado de un medio para conocer lo que nos conviene: el placer («hedoné», dijo) es bueno y el dolor malo; pero no todos los placeres son iguales, los hay naturales y necesarios (los mejores), naturales pero no necesarios (los aceptables) y ni naturales ni necesarios; éstos, a pesar de presentarse como placeres acaban volviéndose dolorosos» Me invitaron a formar parte del corro afanado en una investigación con el maestro, pero tuve que irme enseguida, a pesar de que el tema sobre cómo superar el miedo a los dioses me sonó interesante.

Cicerón vestía ropajes mucho más lujosos que los de Aristóteles y Epicuro; corría el año 50 a. C. No sé cómo pero parecía estar ya al tanto y como si me esperara; me dijo que fuera práctico y que no perdiera el tiempo. No sé si lo hizo por mí realmente o porque estaba a punto de entrar en las termas. Le inquirí directamente: «¿qué es la virtud?», me respondió en tono retórico sin afectación: «La virtud está en el cumplimiento de los deberes, que son básicamente dos y que deben ser conciliados: la honestidad personal y la utilidad pública» Se despidió de mí, sin aparentar prisa, con gesto de senador romano.

El obispo de Hipona en el 422 d. C., Agustín, se encontraba leyendo al gran moralista de la época San Ambrosio, que había sido su maestro, en Milán, en los años de su juventud ardiente, cuando confuso entre el maniqueísmo, el cristianismo, el neoplatonismo y el escepticismo se encontró con aquel gran predicador. Le pregunté, con un gesto que buscaba ser respetuoso, no sabiendo muy bien cómo debía tratar a un obispo ya anciano: «¿Cuál es la acción más virtuosa?». Respondió con una mezcla perfecta entre la unción mística y la mayor naturalidad: «Ama y haz lo que quieras» Cuando creo entender la frase no sé explicarla y cuando creo que sé explicarla me percato de que no he llegado a entenderla. Debería haberle preguntado qué entendía por amar, pero no podía con aquella prisa agobiante.

Spinoza era de todos ellos el de presencia más humilde. Lo encontré en un taller de La Haya, trabajando, puliendo lentes. En uno de los países más libres de Europa, en 1674, vivía acosado y perseguido debido a sus ideas. Conservaba en un baúl un montón de cartas, entre las que advertí una que ponía con letra bien caligrafiada Leibniz. También fui directo al asunto: «¿por qué, si lo mejor es ser virtuoso, no lo somos siempre?». Tomó unos pliegos cosidos a mano, cuya portada decía «Ética demostrada según el orden geométrico», con ademán no de leer sino de indicarme que ya había respondido a esa pregunta: «La raíz de todas las virtudes es la fortaleza, sin ella las demás también flaquean, así que no somos virtuosos porque no somos todavía lo suficientemente fuertes, que es la tarea de toda una vida, y que se desarrolla mediante el conocimiento adecuado de la realidad, en concreto de nuestra situación y papel en el conjunto del Estado. No sé si abusó de la oración al hablarme en latín, pero una melodía barroca que entraba por la ventana puso música agradable a sus geométricas palabras.

Kant era de todos ellos el menos agraciado físicamente; hacía frío en Königsberg y era 1792. Me acogió en su casa sin complejos, me sentó a la mesa, hizo que su ama nos sirviera la cena y pareció pretender comenzar una larga conversación, creí adivinar que sobre la revolución francesa. No tardó mucho en conocer mi prisa. Le pregunté: «¿cómo puede saberse si una costumbre o acto es bueno o malo?». Concentró la mirada en un punto y dijo: «No podemos saber nunca si un acto es bueno, sólo cada persona puede saber de sí misma si es buena, cuando al actuar lo hace movida por la exclusiva razón del deber, que nace de obrar poniéndose en el lugar de toda la humanidad» No sé si era culpa del idioma alemán, de la dificultad del tema o de mi cansancio, pero tuve la impresión de que iba a tener que informarme algo más si quería saber cómo se reconocía el deber bueno del malo y cómo se ponía uno en el lugar de todos.

Jovellanos lo encontré en uno de los palacios de Carlos IV de Borbón, en 1798. Había sido nombrado ministro recientemente y, rodeado por las camarillas de palacio que le disgustaban seriamente, pretendía aplicar a contracorriente sus ideas reformistas. Goya le había retratado unos días antes y ya había visto en su mirada la impotencia. Me sirvió un vaso de sidra que le llegaba a menudo de su Asturias querida. Su mesa estaba llena de informes y de cartas. En unos anaqueles había dispuestos unos cientos de libros cuidadosamente colocados, en latín, español, francés, inglés, italiano, y portugués, pude ver. Se emocionó cuando supo que había conocido en persona a Cicerón y a los demás. Le pregunté: «¿cómo se puede conciliar la política con la felicidad pública y con la justicia?». La respuesta fue ésta: «Con buenas leyes contra el despotismo, que es el freno de la justicia; con buenos auxilios capaces de poner al día lo que está trasnochado; y con buenas luces para que sean posibles las buenas leyes y los auxilios y, además, para que la felicidad pública se generalice a todos y sea duradera. En suma, con la conjugación adecuada de las buenas leyes, los auxilios y las luces» No sé qué le oí después sobre las mentes supersticiosas y los espíritus delirantes, pero el tiempo se me estaba agotando.

Encontré a Nicolai Hartmann en 1927 en un despacho de la Universidad de Colonia. En el letrero de la puerta contigua pude leer: «Max Scheler», con el que compartía muchas ideas, pero no la creencia en Dios. Estaba a punto de comenzar una de sus lecciones, aunque la primera guerra mundial que había vivido en directo le había dejado un aire de renunciar a la prisa. Le pregunté: «¿los valores existen en nuestra imaginación o en la realidad, y, además, valen todos igual?». Me dijo: «Los valores no son puras imaginaciones sino que existen en la realidad, y no están separados de las mismas cosas a las que hacen valer; son jerárquicos: los que están en la categoría inferior tienen más fuerza, son los instrumentales, los valores placenteros y los valores vitales; los que están en la categoría superior son los espirituales, pero tienen menos fuerza, y no existen sino apoyándose en los precedentes aunque incorporando la autonomía que los otros no tienen; los valores éticos, los estéticos y los del conocimiento son pues, de rango superior pero más débiles» Las últimas palabras las dijo ya saliendo por la puerta hacia su clase. No me quedaba claro cómo se combinaba lo de la fuerza y la jerarquía; ¿quién me había mandado a mí hacerle una pregunta tan difícil? Con las prisas de acabar no le advertí lo de una sola oración, pero me salvó que le cogí atareado.

Presenté a mi jefe en la redacción del periódico las preguntas y las respuestas, dejándole a él la tarea incómoda de buscarle el sentido, que no debía tenerlo entre tanta dispersión histórica, O ¿quizás sí?, ¡quizás sí tenía un sentido ahora que empezaba a verlo a la distancia adecuada! Ahora que sí me voy de verdad a la redacción, en el momento ritual de recoger mi estilográfica, los ojos solos se dirigen hacia unos libros que había ojeado por capítulos hace tiempo y que ya tenía olvidados, creía; se trataba de la Historia de la Ética, en tres volúmenes, dirigida por Victoria Camps, a su lado otros libros de la misma temática. Eso volvía el sueño menos misterioso.

SSC, (2003 y 9/2/2006)

(Publicado en La Nueva España, Suplemento Cultura nº 718, Pág. VIII, El Milenio, Oviedo, jueves, 9 de marzo de 2006.
Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía»).
 

 

 

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