Victor Gómez Pin, hilvanando ciencias y letras

 

                                                          

                                                           

 1. Los cuatro lados que enmarcan a Victor Gómez Pin, filósofo

 

En el panorama de la filosofía española actual Víctor Gómez Pin destaca por borrar como muy pocos la frontera, marcada por muchos, entre las «ciencias» y las «letras», afanado lo mismo en temas filosófico-matemáticos (La tentación pitagórica o El infinito o Límites de la conciencia y del matema) que en títulos como El orden aristotélico, oDescartes: la exigencia filosófica o El psicoanálisis: justificación de Freud, o El drama de la ciudad ideal o el que hoy nos ocupa, recién aparecido en las librerías: Entre lobos y autómatas. La causa del hombre (Espasa Calpe, Madrid, 2006).

 

Fernando Pérez Herranz, profesor de Filosofía de la Universidad de Alicante, entrevistaba a quien ahora es catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, en un artículo aparecido en la revista digital El Catoblepas (nº 10, diciembre de 2002) y en su presentación nos apuntaba que Gómez Pin está tan lejos del escolástico trasnochado enredado en sus propias palabras como del posmoderno en busca de las últimas modas, y en esta línea queremos enfatizar nosotros que siendo filósofo a la manera griega, apasionado de Aristóteles y de Platón, lo es también de los problemas actuales de la ciencia y de la matemática y de las problemáticas más candentes suscitadas en los últimos programas televisivos o encontradas en el buceo medio teledirigido medio sorpresivo entre las páginas web.

 

Pero no nos confundamos, a Gómez Pin no le interesa cualquier cosa, sin discriminación, es decir, no le interesa lo vulgar. Y éste es el segundo rasgo, creemos, predominante en él: un cierto sentido de la excelencia humana, que adopta los valores de la aristocracia intelectual y denigra lo que no sea nobleza espiritual, que persigue el conocimiento como el mayor género de bien pero que igualmente se recrea en lo bello y no pierde el sentido de toda esa vertiente sibarita de los placeres que en ningún momento se halla desconectada de las dos notas anteriores.

 

Aristocrático sin elitismo, no obstante, porque el tercer rasgo que destacaremos apunta que Gómez Pin no se puede quitar de encima, me parece, una especie de perplejidad en la que se debate haciendo como si no entendiera muy bien –entre la ingenuidad y la perspicuidad- por qué gran parte de los mortales no ha descubierto y no se ha entregado todavía a esas delectaciones superiores: el conocimiento, la belleza y los placeres bien seleccionados. Su aristocratismo se extiende, así, en teoría, a toda la especie humana.

 

Parecería, derivado de este asombro, y éste es el cuarto rasgo con el que le dibujaremos, como si en su obra Gómez Pin se hubiera propuesto un objetivo fundamental: «bajar a la caverna» para denunciar la estulticia, los prejuicios, las medias razones y las sinrazones bastardas, fraudulentas o grotescas (como intenta entre otras en Los ojos del murciélago. Vidas en la caverna global, 2000 o en La dignidad: lamento de la razón repudiada, 1995 o en Filosofía, el saber del esclavo, 1989 -Premio Anagrama-). Este rasgo que le caracteriza, en consonancia con los anteriores, se manifiesta en el empeño por el estilo didáctico («la claridad es la cortesía del filósofo»), por acercar los graves y complejos temas al común de los mortales, sin por ello caer en la vulgarización pedestre.

 

2. Entre lobos y autómatas

 

El sentido del análisis que Gómez Pin desarrolla en Entre lobos y autómatas tiene que ver con la reconstrucción de un nuevo humanismo que sea capaz de recomponer todas esas ideas que han quedado trastocadas al compás de los nuevos desarrollos científicos y tecnológicos, que van desde la etología hasta la cibernética pasando por la genética y por la mitología moderna de nuestro séptimo arte. Humanismo que nace confrontado a esos nuevos antihumanismos que pretenden tergiversar las fronteras de nuestra especie, los unos mediante la confusión con los animales y los otros viendo en la máquina inteligente a nuestros dignos sucesores.

 

Para muchos, hoy, el animal dotado de un código genético similar al nuestro y el robot que se adivina a la vuelta de un futuro inmediato, capaz de interactuar con nosotros, ¿capaz de hablar, de pensar y hasta de sentir?, anuncian un nuevo modo de concebir al hombre –a la mujer y al varón- que necesariamente ha de borrar su ancestral delimitación. La mayor parte de esos rasgos que decimos que nos humanizan los poseen también los animales, según deducen algunos de los tremendos parecidos entre los genes del «homo sapiens» y los de su primo cercano, el chimpancé. ¿por esta razón –se pregunta Gómez Pin- hemos de predisponernos a afirmar que el futuro nos lleva a borrar más y más las fronteras entre nosotros y ellos –sobre todo los simios, los perros y en general, los animales de compañía- y que nos invita a comenzar por el reconocimiento de ciertos derechos que deberíamos concederles?

 

Frente a los nuevos antihumanismos, que así llama a las corrientes que buscan dotar de derechos humanos a los animales o que proyectan al hombre en la máquina, Gómez Pin defiende la idea del humanismo clásico, el que lleva construyéndose desde nuestra tradición griega, y, en ese sentido, no de espaldas a los últimos datos, a los últimos hallazgos científicos o a los últimos argumentos sino, al contrario, pertrechado de etología, de cadenas de aminoácidos y de las últimas novedades sobre inteligencia artificial; la filosofía griega nació de una estrecha conexión con las ciencias de su tiempo, por eso a Gómez Pin no le cuesta nada unir los argumentos extraídos de la cultura clásica con los últimos datos de la investigación científica pasando por el posicionamiento filosófico de nuestros días, desde la postura de John SearleMinds, Brains and Programs», 1980) que denuncia como excesiva la expresión «inteligencia artificial»; la de Noam Chomsky, que ve en las «estructuras profundas» del lenguaje universalmente compartidas por nuestra especie el sello distintivo que no es parangonable con los llamados «lenguajes animales»; la de Alan M. Turing, que desde los argumentos implicados en el llamado «test de Turing» (aquel que sirve para determinar si una máquina puede o no pensar) señala ya las objeciones claves por las que no va a ser tan fácil homologar eso que se llama «inteligencia artificial» con la inteligencia humana: la de un compositor, un narrador, un inventor o cualquiera que pronuncie una frase con significado jamás dicho. Y, aquí, el hilván puede hacerse yendo de Homero a los androides de Ridley Scott, en «Blade Runner». Siguiendo los análisis de Vicente Domínguez, profesor de la Universidad de Oviedo, la primera idea de seres artificiales inteligentes (humanoides) nos viene de Homero, cuando nos cuenta cómo el dios Hefesto (ese dios físicamente feo, el Vulcano de Velázquez) fabricó, con metales en su forja olímpica, sirvientas o camareras de los dioses que estaban dotadas de habla y del resto de cualidades precisas para ese propósito. Los androides de la mito-tecnología moderna no han superado todavía aquella prerrogativa del Olimpo, porque si bien ahora se ha avanzado hacia la igualdad en el parecido físico entre el hombre y el androide, éste no ha alcanzado, sino en la ficción, tener un «alma», aunque sólo fuera porque la razón humana (en consonancia con la «inteligencia sentiente» de la que habla Zubiri) además de inteligencia para inferir y realizar procesos lógico formales que un computador puede parcialmente desarrollar ha de poseer el homérico «thymós» o afección o valor o emoción o deseo o vergüenza o nobleza. Pero, además, subrayará Gómez Pin, porque eso que llamamos inteligencia, como atributo de la máquina, no es desde luego inteligencia sino una incorrecta manera de hablar que acaba imponiendo su ficción.

 

Por más que inextricablemente estemos unidos al lobo que llevamos dentro -ése que fue capaz de domesticar al perro- por más que las casas de las ciudades del mundo próspero se estén llenando más de canes que de niños; por más que algo estemos empezando a tener de «cyborg» (ser humano completado con apéndices de máquina) y por más que estemos transfiriendo algunas de nuestras habilidades más mecánicas a esos seres llamados ordenadores, computadoras y robots, hemos de reconocer que los animales antropomorfos no son susceptibles de obligaciones morales y que los androides no tienen «alma» porque, entre otras cosas, no serían capaces de quebrantar una norma.

 

3. La causa del hombre

 

El subtítulo de este libro que comentamos, «Premio Espasa Ensayo 2006», reza «La causa del hombre». Las trescientas diez páginas recorridas por Gómez Pin rastrean esta «causa del hombre» frente a los desplazamientos en que se puede incurrir hacia la pasión lobuna o hacia el espejismo de la identificación con el autómata, páginas que están llenas de datos y de argumentos que tratan de apuntalar una concepción humanista que no por clásica es trasnochada, arcaica, retro o nostálgica, sino, precisamente, todo lo contrario.

Personalmente he echado de menos que al lado del estudio antropológico de las distancias biológicas, etológicas, psicológicas y poéticas que nos separan tanto del animal superior como de la máquina humanoide, Gómez Pin no haya insistido en un aspecto que me parece fundamental y el más definitivo: que el hombre ha ido configurándose sobre determinadas plataformas evolutivas biológicas pero también sobre otras no menos importantes que tienen que ver con el hecho de estar conformado por las instituciones y desde las instituciones, empezando por la institución del lenguaje, cuestión en la que sí insiste Gómez Pin, pero más por lo que el lenguaje tiene de «poiesis» proustiana (Marcel Proust es uno de los argumentos principales en Entre lobos y autómatas) que por lo que tiene de institución, es decir, por lo que tiene de tejido social e histórico sin el cual es imposible hablar de sujeto humano, según las tesis del materialismo filosófico; porque no basta hablar genéricamente de la condición social del hombre, pues en eso nos igualan las hormigas, abejas y termitas; hay que poner de relieve que eso que llamamos racionalidad se concentra fundamentalmente en el hecho de tener instituciones, como ha puesto de manifiesto Gustavo Bueno. ¿Cuáles serían las instituciones de esos animales quasihumanos o de esas «máquinas inteligentes»? ¿Cuáles serían sino las que nosotros les prestamos continuamente?

 

SSC

7 de diciembre de 2006

 

 

Publicado en: «Víctor Gómez Pin, hilvanando ciencias y letras», La Nueva España, Suplemento Cultura nº 744, Pág. V, Oviedo, jueves, 7 de diciembre de 2006.

 

Posteriormente publicado en:

Eikasia. Revista de Filosofía. III, 13 (septiembre 2007):

http://www.revistadefilosofia.com/13-18.pdf

 

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