Wittgenstein, la persona tras el filósofo
De nueve hermanos, cinco sobrevivieron y lo contaron en esta correspondencia.
Los Wittgenstein, una familia en cartas
Edición de Brian McGuinness y Radmila Schweitzer
Traducción de Isidoro Reguera, Acantilado, 2025, 352 pág.
A través de 219 cartas entre sus hermanos y él, la lectura de «Los Wittgenstein, una familia en cartas» nos permite adentrarnos en la vida privada de uno de los más destacados filósofos del
siglo
XX,
Ludwig Wittgenstein (1889-1951), el benjamín de la familia. Aparte de las 84 cartas escritas por él, el resto de la casi totalidad son de su hermana mayor, Hermine, nacida quince años antes que
Ludwig, y de Helene, diez años mayor que el filósofo, de Margaret, que le lleva siete, y de Paul, tan solo dos años mayor que Lucki, uno de los apelativos con el que sus hermanos le
tratan.
No estamos ante una familia en la que uno de sus miembros llega a destacar enormemente, permaneciendo el resto en un sombrío anonimato. No. Su abuelo es millonario, su padre lo es aún más y cualquier austríaco reconoce fácilmente a los Wittgenstein. Empresarios, mecenas, artistas y promotores culturales y de la beneficencia, mantienen selectas relaciones sociales: Gustav Klimt dedica a Margaret uno de sus famosos retratos y Sigmund Freud se inspira en ella. Maurice Ravel compone su «Concierto para piano para la mano izquierda» pensando en Paul, músico de profesión a pesar de perder el brazo derecho en la primera guerra mundial.
Pero a medida que nos adentramos en esta correspondencia, queda patente que todos saben que Lucki es especial. Alistado voluntario desde el primer momento en la primera guerra mundial, soldado
raso, cabo, alférez y finalmente teniente, y condecorado por su valor, es hecho prisionero el último año y, ya liberado, ultimada la guerra, ha de heredar junto al resto una inmensa fortuna, pero
la rechaza en favor de sus hermanos.
Se prepara para obtener el título de maestro de escuela y ejerce durante siete años, a pesar de que ya ha escrito el «Tractatus logico-philosophicus» y que no le faltan propuestas de mejor empleo, pues mantiene contactos, entre otros, con el lógico matemático y filósofo Gottlob Frege (1848-1925), en quien se inspira de joven, con Frank P. Ramsey, matemático y filósofo y primer traductor al inglés del Tractatus, con el matemático Philip Jourdain, a quien el veinteañero Ludwig envía en 1909 la solución a una paradoja de la lógica matemática de Bertrand Russell (1872-1970). Es precisamente con este ya famoso profesor de lógica matemática de Cambridge, Russell, con quien mantendrá una relación de amistad filosófica muy estrecha y quien se convertirá en su mejor valedor, interesado vivamente por ese joven de quien, según relata Hermine, el consagrado filósofo espera en 1912 que «el próximo gran paso en filosofía lo dé su hermano».
Pero él ha decidido ser maestro rural y renunciar a una vida regalada, aunque recibe con alegría el chocolate y las viandas que sus hermanas y hermano le envían a aquellos pueblos remotos donde
solo se llega a pie. Muchos pensarán que ha de estar loco porque, de otro modo, ¿qué le pasa?
Lo que llega a entreverse en las cartas es que por encima de todo elige la independencia. Ama sin duda a su familia, los estima uno a uno tal y como son, pero no quiere quedar mediatizado por la gravitación familiar. Si renuncia a la herencia, corta el cordón umbilical. Es lo que hace, se compra su libertad.
Pero por qué no acepta directamente la invitación de Russell, para integrarse en la universidad, que es el nivel donde encajan sus investigaciones. También hay que intuirlo o medio adivinarlo. En
plena producción de su primera filosofía ya está gestando su segunda navegación. Vive en crisis existencial, no está satisfecho, quiere exigirse más y se halla dividido pero no sabe por
dónde tirar.
Enseñar a niños supone que se asegura lo más elemental de la existencia. Se lo toma muy en serio, no es una mera escapatoria. Y por temperamento —tal vez escrupuloso— y por la conciencia que se está construyendo, siente que no es todo lo buena persona que cree debería ser. Y puede llevar su autocrítica al límite: «A la última observación de tu carta quiero responder sólo que, por esa ingenuidad que te honra, no tienes ni idea de hasta qué punto me dominan las motivaciones más viles. Soy un ser extraviado y completamente indigno de vuestro afecto a menos que un milagro me salve. No quiero decir más.», le escribe el 9 de enero de 1924 a su hermano Paul. De algún modo, en un golpe de sinceridad, se defiende de la excelsa idea que su entorno familiar se iba haciendo en la distancia.
En 1934 responde a Helene: «Escribes en tu última carta que soy un gran filósofo. Efectivamente lo soy, pero no quiero escucharlo de ti. Llámame buscador de la verdad y me quedaré
satisfecho.»
Vemos en fechas anteriores cómo su hermana Hermine, la más conciliadora de todos, valoraba en 1917 la lucha interior en la que ve que se debate: «Que quieras ser mejor y más inteligente sólo
significa que no estás satisfecho de ti mismo, pero espero que no hasta el punto de abocarte a una depresión, sino tan sólo de estimularte a trabajar.» Y pocos meses después hace de su
hermano este retrato: «…para mí estás inseparablemente unido a todo lo bueno, grande y bello en el mundo, más que cualquier otra persona y de un modo diferente. Quería decírtelo al menos una vez
y basta.» Y en 1918: «Hoy hablaba con mamá de ti y de repente dijo: “Ludwig se preocupa tanto por los demás que se le podría pedir consejo en todo y contar con su apoyo”. Me hizo feliz por ti
escuchar esto y tenía que escribírtelo inmediatamente. Siempre he sabido que eres el único de los chicos que escuchas cuando se te cuenta algo y que muestras interés humano, pero sólo hoy he
comprendido lo importante que es.»
Los chicos de la familia eran, además de Paul y Ludwig, Konrad, quien se suicidará a los cuarenta años poco antes de acabar la guerra, y cabe deducir que Hermine no se refiere ya, seguramente,
ni a Johannes ni a Rudolf, que se habían suicidado a principios de siglo a los 25 y a los 23 años, incapaces, a lo que parece, de afrontar la presión a la que Karl, su padre, les sometía
como varones llamados a dirigir las empresas familiares. Tiempos difíciles de férrea educación familiar, de la que parece que se libran los dos hermanos menores.
Toda la correspondencia, comprendida entre 1908 y 1951, recorre desde los 19 años hasta pocos días antes de que Ludwig fallezca (el 29 de abril a los 62 recién cumplidos), y está atravesada de
tres elementos que destacan: los densos afectos, la música a raudales y las dos despiadadas guerras.
Arraigada en los estrechos afectos entre hermanos —sin que falten algunas desavenencias leves, alguna grave—, destaca de un modo muy especial la pasión que todos comparten por la música. Los melómanos que lean esta correspondencia disfrutarán sin duda de la sinfonía de referencias musicales que fluye por sus páginas. Solo Paul es intérprete de profesión, pero vemos a todos los demás igualmente poseídos por esta pasión musical. Ludwig, en concreto, toca el clarinete. Y da la impresión de que, entre continuos ensayos y conciertos, penetramos en la esencia cultural de Austria. Pero el elemento que más se impone es el eco de las dos guerras, hasta cambiar la biografía, los sentimientos y las ideas de nuestro filósofo, además de las del resto del mundo, incluidos los lectores.
El filósofo que se propuso el rechazo de todo rastro de vanidad junto a la exigencia de un lenguaje siempre veraz, y que, por encima de todo, se empeñó en entender afanosamente lo que se
esconde, ya no solo en los crudos hechos que el lenguaje llega a desvelar, sino todo lo que existe de real e inexpresable, bien podría aclararnos algunos enigmas sembrados en su tiempo:
¿Por qué fue posible que los diferentes afanes imperialistas europeos de la Gran guerra llevaran a nuestro continente hasta el mismo precipicio? Y nos preguntamos qué llegó a pensar el filósofo
cuando la encumbrada familia Wittgenstein fue clasificada como Mischlinge (mezclados), arios pero mestizos judíos, según las leyes raciales nazis.
Silverio Sánchez Corredera
«Wittgenstein, la persona tras el filósofo», La Nueva España, Cultura, Suplemento de La Nueva España, nº 1514, 17 de abril, 2025, p. 1-2. [Reseña de Los Wittgenstein, una familia en cartas, Edición de Brian McGuinness y Radmila Schweitzer, Traducción de Isidoro Reguera, Acantilado, 2025, 352 páginas, 24 €]
https://www.lne.es/cultura/2025/04/17/wittgenstein-persona-filosofo-116461984.html