III. 6. La filosofía empirista: Locke y Hume.

 

 

 

Mientras que el racionalismo prosperó en el continente europeo, el empirismo lo hará en las islas británicas. Tiene que ver, pues, en buena medida con una tradición cultural que se ha ido asentando siglos atrás, desde el medievo. Roberto Grosseteste (s. XIII) fundó una tradición científica en Oxford partidaria de la experiencia y de la inducción. Rogerio Bacon (s. XIII) continúa el desarrollo del método inductivo en Oxford. Y en esta misma Universidad oxoniense estudiará otro precursor del empirismo moderno: Guillermo de Ockham. Posteriormente Francis Bacon y Thomas Hobbes siguen esta senda.

 

Tanto el racionalismo como el empirismo modernos parten de la nueva ciencia, la física de Galileo y la astronomía de Kepler, pero mientras los racionalistas fundamentan la evidencia en las ideas innatas, los empiristas prefieren negar estas ideas y partir de las evidencias sensibles; mientras que los racionalistas defienden el modelo científico basado en la deducción, los empiristas tomarán como punto de referencia el que la inducción sea necesaria en las ciencias empíricas; mientras que el racionalismo tiende al dogmatismo, el empirismo contraataca con el subjetivismo, el probabilismo y el escepticismo.

 

 

 

III.6.1. Locke

 

 

 

Locke (1632-1704) nace en Wrington, Inglaterra, reacciona contra el racionalismo continental, elaborando una nueva teoría del conocimiento en su Ensayo sobre el entendimiento humano.

 

Para Locke como para Aristóteles, el alma humana nace como una tabula rasa. La experiencia se ocupa de escribir en el alma las ideas. Define la idea como el «objeto del pensamiento cuando un hombre piensa», y es, de este modo, una especie de intermediaria entre el sujeto y el objeto. Contra Descartes, toda idea procede de la experiencia. Primero se dan las ideas de sensación y de éstas pueden derivar las ideas de reflexión. Partiendo de las ideas simples, que son las originales, pueden componerse otras: las ideas complejas. Las palabras son distintas de las ideas. Y las palabras generales son, siguiendo a Ockam, la representación de rasgos comunes de individuos semejantes. En algunos puntos, Locke camina próximo a Descartes: las cosas materiales son conocidas a través de ideas. Ahora bien, no es posible ir más allá de las ideas simples, todo lo más que se puede hacer es componer ideas complejas. Sin embargo, la teoría empirista del conocimiento de Locke no alcanzará los niveles críticos que conseguirá Hume.

 

Las ideas más influyentes de Locke proceden de su doctrina política. Parte, como Hobbes, de conceptos como derecho natural, contrato social y estado de naturaleza, pero no para desarrollar las ideas absolutistas de Hobbes sino para iniciar la senda del liberalismo político. En los dos Tratados  sobre el gobierno civil la ley natural coincide con la razón y el poder del contrato social. El liberalismo de Locke defiende que todos los hombres son libres, iguales e independientes, y a todos asiste el derecho de propiedad, en virtud del trabajo. La principal función del Estado es, precisamente, salvaguardar el derecho de propiedad y, en general, castigar a los infractores de la ley natural. Contrario al absolutismo, defiende la separación de poderes entre el monarca (ejecutivo) y el parlamento o legislativo. Ha de ser superior el legislativo sobre el ejecutivo; y el judicial depende del legislativo. Añade el poder federativo, dependiente del ejecutivo, para las relaciones con los estados extranjeros.

 

Locke se pronunció abiertamente sobre las guerras de religión de su tiempo, en su Carta sobre la tolerancia, donde defiende como solución la tolerancia religiosa y, en general, la libertad de pensamiento. Las ideas pedagógicas de Locke en Pensamientos sobre educación plantearon una nueva metodología en el sistema de enseñanza.

 

Entre Locke y Hume encontramos la figura del obispo George Berkeley (1685-1753), cuyo empirismo llegó a ser extremo y curioso al defender que aparte de Dios sólo existen las ideas percibidas por la mente. Convierte el empirismo en una metafísica no materialista.

 

 

 

III.6.2. Hume

 

 

 

Actividades sobre Hume:

 

 

 

1. Elabora los temas siguientes sobre Hume:

 

 

 

1) Los contenidos de la mente.

 

1.1) Impresiones e ideas.

 

1.2) La asociación de ideas.

 

1.3) Ideas generales abstractas.

 

2) Relaciones de ideas y cuestiones de hecho.

 

3) El análisis de la causalidad.

 

 

 

2. Elabora un repertorio léxico con los principales conceptos de la filosofía humeana o referidos a ella (sigue las indicaciones de tu profesor): Empirismo. Locke. Naturaleza humana. Percepciones. Impresiones. Ideas. Relaciones de ideas. Cuestiones de hecho. Asociación de ideas. Ideas de sensación. Ideas de reflexión. Ideas simples. Ideas complejas. Ideas generales abstractas. Causalidad. Escepticismo. Subjetivismo. Relativismo. Crítica a la metafísica. Etc.

 

 

 

3. Resumen de textos. (Aquellos textos que el profesor te proponga).

 

Expresa la idea o ideas fundamentales del texto, sin citas excesivamente literales, y comenta su estructura conceptual y argumentativa.

 

 

 

4. Anota las dudas y cuestiones que quieras formular.

 

 

 

5. (Cuestión opcional) Expón tus propias reflexiones filosóficas en paralelo a los autores estudiados.

 

 

 

III.6.2.A. La vida de Hume

 

 

 

David Hume (1711-1776) nace en Escocia (Edimburgo). Su obra es fácilmente clasificable en dos temáticas diferenciadas: 1) obras filosóficas y 2) obras históricas.

 

A los 23 años (1734) se traslada por primera vez a Francia, donde permanece hasta 1737, huyendo de la idea de dedicarse a la abogacía, a la que había sido inducido por su familia, contra su voluntad. Desde los 23 a los 41 años (1734-1752) se dedicará por entero a escribir sus obras filosóficas. A partir de esta fecha su producción será fundamentalmente historiográfica. Amigo de Adam Smith, Hume elabora también su propio pensamiento económico.

 

Su obra no obtiene el reconocimiento que él espera en el ambiente filosófico inglés; conseguirá antes ser reconocido en Francia que en su tierra. En 1752, después de fracasar en la obtención de dos cátedras universitarias (Edimburgo y Glasgow), por «escéptico y ateo», consigue el puesto de bibliotecario de la Universidad de Edimburgo (Facultad de Derecho), empleo idóneo para proseguir sus incipientes investigaciones históricas. Es Secretario de Embajada en París (1763-1766) y mantiene una relación estrecha con algunos ilustrados franceses. Su amistad con Rousseau, a quien invita a pasar un tiempo en su casa, salió malparada. Finalmente, tras su consagración y éxito entre los ilustrados europeos, vuelve para ser Secretario de Estado en Escocia (1767-1769), y pasa los últimos años de su vida retirado afectado de una mortal enfermedad. Pocos meses antes de morir escribe su Autobiografía.

 

Llaman la atención algunas circunstancias en la producción bibliográfica de Hume que, sin duda, no fueron fortuitas. Sus tres primeras obras, escritas muy precozmente, fueron anónimas. La primera gran obra (Tratado) no fue bien acogida, pasando incluso desapercibida, a pesar de las expectativas de Hume. La segunda escueta obra (Compendio) quiso sintetizar y aclarar la complejidad de la anterior pero sin conseguirlo. No será hasta su tercera obra (Ensayos sobre moral y política) cuando surgirán algunas críticas positivas. Hume soportó resignadamente sus fracasos, a pesar de que, según sabemos por propia confesión, la pasión más fuerte que le indujo a escribir fue su «afán de fama literaria». En realidad, hasta alrededor de los cincuenta años Hume no comenzó a alcanzar sus propósitos.

 

 

 

III.6.2.B. La obra de Hume

 

 

 

1739: Tratado de la naturaleza humana. Libro I: Del entendimiento. Libro II: De las pasiones. Es anónimo y escrito en La Flèche (Francia). No tiene éxito. Hume cuenta tan solo con 28 años.

 

1740: Tratado de la naturaleza humana. Libro III: De la moral. Anónimo. No tiene éxito.

 

1740: Compendio de un Tratado de la naturaleza humana (el Abstract). Anónimo. No tiene éxito.

 

1741-1742: Ensayos sobre moral y política. También de forma anónima. Acogido favorablemente.

 

Ejerce de profesor privado (1745) y de Secretario del general St. Clair en Viena y Turín (1746-1747). Por primera vez desempeña profesiones remuneradas. Lo hará en otras dos contadas ocasiones en su vida.

 

1748: Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano. Retoma el libro I del Tratado. En 1758 (5ª ed.) pasará a denominarse definitivamente Investigación sobre el entendimiento humano.

 

1751: Investigación sobre los principios de la moral. Retoma el libro III del Tratado.

 

Antes de 1752, sin fecha conocida: Diálogos sobre la religión natural. Publicado póstumamente.

 

1752: Discursos políticos. En resonancia con los ensayos de 1741-1742.

 

Obtiene el cargo de bibliotecario de la Facultad de abogados. Su obra da un giro hacia temas históricos.

 

1754, 1756, 1759, 1762: publica cuatro volúmenes sobre los últimos 1700 años de Inglaterra y Gran Bretaña.

 

1757: Cuatro disertaciones: Historia natural de la religión. De las pasiones. De la tragedia. Del criterio del gusto.

 

Secretario de Embajada en París (1763-1766). Secretario de Estado en Escocia (1767-1769). Enferma y se retira de la vida pública.

 

1776. Autobiografía.

 

 

 

III.6.2.C. La teoría empirista del conocimiento en Hume

 

III.6.2.C.1. El contexto histórico precedente sobre el problema del conocimiento

 

 

 

El mundo moderno se caracterizará por tratar de empezar de «cero» y su problema primero será resolver cómo conocemos y qué es posible conocer. Una nueva inversión va a realizarse: el sujeto cognoscente adquiere la primacía sobre el mundo conocido. El mundo antiguo partía de una ontología dada (las ideas o la sustancia); el pensamiento cristiano parte de una onto-teología dada (Dios creador del mundo); el mundo moderno deberá solventar antes el tema de la gnoseología que el de la ontología. En esta inversión de la problemática adquieren todo su significado los esfuerzos de Descartes (el problema del método) junto a los de Galileo (el método hipotético-deductivo) y a los de F. Bacon (el Novum Organon). Pero Descartes había llegado a la conclusión de que había ideas innatas, línea que emparentaba muy bien con el platonismo. Frente a esta línea cabe otra, la que enlaza con el aristotelismo: no hay nada en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos. Locke y Hume se enfrentan a Descartes, y a Spinoza y Leibniz. Hume llevará este enfrentamiento a su límite extremo: toda idea nace «naturalmente» de una impresión previa, y cuando no es así esa idea habrá de ser rechaza como malformada.

 

En el campo de la reflexión moral, los moralistas ingleses de la primera mitad del siglo XVII -Shaftesbury, Mandeville, Hutcheson y Butler- harán depender los valores morales no inmediatamente de la razón sino de un «sentimiento» moral afincado en la sensibilidad interna. Hume se propondrá establecer qué es y cómo conoce realmente la «naturaleza humana».

 

El ilustrado escocés se alinea con el resto de sus compatriotas británicos, pero ensayará un nuevo campo de partida, estableciendo un corte con toda la tradición moderna anterior. Hasta ahora, tanto los racionalistas como los empiristas habían dado por supuesto la constitución de un «sujeto» cognoscente, ya fuera desde la razón o desde los sentidos. Dicho sujeto cognoscente no es obvio para Hume. Del sujeto sólo podemos afirmar, inicialmente, algo muy simple: que es «naturaleza humana». Por ello, habrá que estudiar en qué consiste la naturaleza humana, y si ésta, desde todas sus dimensiones, puede conocer, en qué medida y a través de qué medios.

 

 

 

 

 

III.6.2.C.2. El Tratado de la naturaleza humana

 

 

 

El Tratado de la naturaleza humana se divide en tres libros —del entendimiento, de las pasiones y de la moral (en donde trata también de la política)—. Hume respeta, de esta manera, tres temáticas clásicas bien diferenciadas en el pensamiento de los siglos XVII y XVIII. La novedad ahora será que estas tres vertientes, a modo de ciencias particulares, se estudiarán integradoramente desde la perspectiva unitaria de la naturaleza humana. ¿Cómo justifica Hume esta opción?: Hume entiende que cualquier ciencia depende en una u otra medida del hombre, en el sentido de que son producciones suyas:

 

«Es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta regresan finalmente a ella por una u otra vía. Incluso las matemáticas, la filosofía natural y la religión natural dependen de algún modo de la ciencia del HOMBRE, pues están bajo la comprensión de los hombres y son juzgadas según las capacidades y facultades de éstos. Es posible predecir qué cambios y progresos podríamos hacer en las ciencias si conociéramos por entero la extensión y fuerzas del entendimiento humano, y si pudiéramos explicar la naturaleza de las ideas que empleamos, así como la de las operaciones que realizamos al argumentar» (Tratado de la naturaleza humana, Ed. de F. Duque, Tecnos, 1988, pág. 35).

 

 

 

III.6.2.C.2.1. La idea de alma

 

 

 

Según expresión del propio Hume (vid. Tratado, pág. 357), el alma, la mente o la identidad de un yo pensante no es más que la suma de todas las percepciones de un sujeto, es decir, una especie de teatro o lugar en donde se desarrollan las representaciones de una vida humana. Y como las percepciones son realidades individua­les, nada nos autoriza a hablar de algo que dé continuidad a los hechos, por debajo de ellos. No tenemos ninguna noción de que nuestras percepciones inhieran o se encuentren albergadas en una especie de receptáculo unificante, al que llamamos nuestra alma (vid. Tratado, pág. 333).

 

El espejismo del alma, que no es una noción clara, consiste en lo siguiente: la imaginación puede considerar las cosas como sujetas a continuidad e invariabilidad (un único objeto es considerado como continuo e invariable), y puede también considerar las cosas como sujetas a relaciones (varios objetos distintos pueden ser relacionados en la medida en que sean sucesivos). Pues bien, la diferencia entre estos tipos de asociación de ideas es tan tenue que la mente tiene tendencia a confundir la continuidad de las relaciones entre varios objetos con la continuidad que atribuimos a un solo objeto, y, en esa misma medida tendemos a ver lo que no son más que relaciones como si fueran identidades (vid. Tratado pág. 358).

 

En lo que se refiere a lo que llamamos alma, lo único con lo que contamos es con un conjunto de percepciones vívidas, que son, como sabemos, individuales y distintas, aunque, en ocasio­nes, en un continuo flujo, relacionadas entre sí. «Y como la esencia misma de estas relaciones consiste en que producen una transición fácil de ideas, se sigue que nuestras nociones de identidad personal provienen íntegramente del curso suave e ininterrumpido del pensamiento, a través de una serie de ideas conectadas entre sí» (Tratado, pág. 366).

 

La colección de las percepciones diferentes en perpetuo flujo es a lo que llamamos alma; pero más allá de esa colección nada nos consta. Aquí, el empirismo escéptico y antidogmático de Hume es extremo, como vemos.

 

En el Compendio la doctrina sobre el alma aparece tajantemente expuesta (no hay que olvidar que el Compendio es una obra anónima): «…el alma tal y como podemos concebirla, no es más que un sistema o serie de percepciones diferentes —calor y frío, amor y cólera, pensamientos y sensaciones—, todas reunidas, pero sin perfecta simplicidad o identidad alguna. Des Cartes mantenía que el pensamiento era la esencia del alma; no este pensamiento ni aquel pensamiento, sino el pensamiento en general. Esto parece ser absolutamente ininteligible, ya que cada cosa que existe es particular. Y, por lo tanto, deben ser nuestras perfecciones particulares las que componen el alma. Y digo componen el alma no que pertenecen a ella. El alma no es una sustancia en la cual inhieren las percepciones» (pº 28º).

 

 

 

III.6.2.C.3. Cómo conoce la «naturaleza humana»

 

III.6.2.C.3.1. Percepciones: impresiones e ideas

 

 

 

Descartes había establecido la naturaleza autónoma de las ideas. Pero para Hume, ¿dónde y cómo nacen las ideas?

 

Lo primero que se presenta al desenvolvimiento natural de nuestra subjetividad no son las ideas. El ser humano sólo está seguro, en primera instancia, de que «percibe»; es decir, de que  «conecta» con un mundo, ya sea exterior o interior, que se le presenta sin previa llamada. El ser humano antes de ser alguien que conoce es un ser vivo, y en tanto que vivo lo que hace es percibir. Pero esta conexión de mi subjetividad con el mundo externo y conmigo mismo ¿qué me entrega?: me entrega impresiones, es decir, me impresiona, me impacta. No se puede retroceder a elementos más primigenios. Y ¿en qué consiste este ser impresionado, como primeros datos originales con los que cuento para poder conocer?, ¿cómo soy impresionado, por qué canales?: manifiestamente son los sentidos externos lo primeros en ofrecerme información; y junto a ellos mi propia capacidad de sentir internamente, lo que no es otra cosa que las pasiones y las emociones, que sin ser llamadas, al puro contacto con mis vivencias, me sobrevienen impactándome y me hacen tener sentimientos (en el sentir interno).

 

El organismo vital humano se pone a funcionar naturalmente, en primer lugar, a través de las impresiones (sensaciones y sentimientos o pasiones). Las impresiones, en sí mismas, aparecen y desaparecen, informándonos, sí, certeramente, pero, en contrapartida también fugaz y desorganizadamente. Y es aquí donde interviene una segunda instancia de la naturaleza humana: la memoria.

 

 

 

III.6.2.C.3.2. La memoria

 

 

 

La memoria recoge el aluvión de nuestras fugaces impresiones y les imprime constancia en nuestro ser. Las cosas ganan ahora una primera escala de orden: permanecen en la sucesividad y continuidad espacial y temporal: recuerdo mis impresiones de ayer encadenadas en el orden de los sucesos temporales y tal y como sucedieron espacialmente; según el espacio y el tiempo de mis percepciones, y no según el tiempo y el espacio exteriores. Las ideas surgen, precisamente en este mundo de mis percepciones de memoria. Las ideas en la medida en que pueden superar la fugacidad de las impresiones, mediante la memoria, lanzándome más allá del presente, al espesor del pasado, suponen un primer ordenamiento del mundo. Sin embargo, las ideas dependerán totalmente de las impresiones, de ellas surgen y sin ellas nunca pueden aposentarse en nosotros. Además, las ideas, por su naturaleza secundaria, pierden vivacidad. No son la realidad, sino la copia de la realidad. Y en la medida en que son copias cabe en ellas una reproducción defectuosa de la realidad (por omisión, por olvidos). Lo que nos lleva a concluir que cuando la naturaleza humana comienza a dar dimensión a su capacidad de conocer, esta capacidad surge ya defectuosa e imperfecta.

 

 

 

III.6.2.C.3.3. La imaginación

 

 

 

Al lado de la función reproductora (la memoria) y enlazada a ella, el psiquismo humano, cuenta con una función creadora: la imaginación. El conocimiento no puede basarse exclusivamente en una pura repetición de lo que nos ha impresionado. Somos impresionados por demasiadas cosas, de distinto orden, jerarquía e importancia para nosotros. De todas nuestras impresiones convertidas en ideas, la imaginación tiene la facultad de seleccionar, unir, separar y organizar entre sí cualesquiera ideas. Podemos componer el mundo a la medida de nuestras necesidades. Pero, una vez más, las cosas pierden su primera vivacidad y por tanto su primer ser, abocándonos a un posible laberinto de errores y autoengaños.

 

En resumen, la naturaleza humana trabaja con percepciones: impresiones e ideas. Las impresiones son el lenguaje inmediato de la vida, lo que nosotros constatamos que las cosas son en su surgir. Apenas se nos han presentado, ya las hemos perdido, quedándonos a cambio los tenues apuntes, directos de la memoria, e indirectos de la imaginación, las ideas.

 

En el Compendio (Abstract), Hume lo resume llamando «percepción» a todo aquello que puede estar presente en la mente; y añade que las «impresiones» son nuestras percepciones más vivas y fuertes, y las «ideas» son las más borrosas y débiles. 

 

 

 

III.6.2.C.3.4. Impresiones e ideas: simples y complejas

 

 

 

Es un principio lógico que lo complejo procede de lo simple. Sabemos que Hume clasifica a las percepciones (impresiones e ideas), en simples y complejas. Esto podría hacernos concluir que lo simple se identifica con las impresiones y lo complejo con las ideas. Pero esta correspondencia bipartita no reproduce las cosas como son. Por ello Hume nos aclara que hay impresiones simples y complejas, y que hay ideas simples y complejas. A toda impresión simple corresponde una idea simple (color e idea de color) y a las impresiones complejas pueden corresponder ideas complejas (arco iris e idea de arco iris).

 

Sin embargo: «Muchas de nuestras impresiones complejas no están nunca exactamente copiadas por ideas (el haber visto una ciudad no supone haberse formado una idea compleja en la misma proporción), y muchas de nuestras ideas complejas no tuvieron nunca impresiones que les correspondieran (puedo imaginarme una ciudad lejana desconocida y no por ello extraigo mi idea imaginada de esta ciudad de ninguna de sus impresiones correspondientes reales)» (Tratado, pág. 45).

 

En todo caso, entre impresiones e ideas simples la corresponden­cia de ambas es casi total (las excepciones son despreciables: véase Tratado, pág. 49), pero entre las impresiones complejas y las ideas complejas, aunque existe gran semejanza por lo general, la correspondencia no es tan universal. Sin embargo, sí es cierto que toda idea (simple o compleja) debe ser precedida por algún tipo de impresión de la que es copia, pero la precedencia universal de las impresiones respecto de las ideas, tiene sus matices. Con todo, la posibilidad de que existan ideas innatas como querían los racionalistas no es viable.

 

 

 

III.6.2.C.3.5. Impresiones e ideas: de sensación y de reflexión

 

 

 

Locke había dividido las ideas en simples y en complejas, así como también en ideas de sensación e ideas de reflexión. En este sentido Hume sigue los pasos de Locke.

 

Según Hume tenemos impresiones que proceden de nuestro cuerpo (lo dulce, el dolor etc.) -las impresiones de sensación- y otras que proceden del «alma» (el orgullo...) -las impresiones de reflexión-. En consonancia con ellas encontraremos que hay ideas de sensación e ideas de reflexión. Pudiendo ser cada una de las cuatro, simples o complejas.

 

El orden genético de aparición es el siguiente: «Una impresión se manifiesta en primer lugar en los sentidos, y hace que percibamos calor o frío, placer o dolor de uno u otro tipo. De esta impresión existe una copia tomada por la mente y que permanece luego que cesa la impresión: llamamos a esto idea. Esta idea de placer o dolor, cuando incide a su vez en el alma, produce las nuevas impresiones de deseo o aversión, esperanza y temor, que pueden llamarse propiamente impresiones  de reflexión, puesto que de ella se derivan. A su vez son copiadas por la memoria y la imaginación y se convierten en ideas; lo cual, por su parte, puede originar otras impresiones e ideas» (Tratado, pág. 51).   

 

Llama la atención, sobre todo, el hecho de que las impresio­nes de reflexión (temor, etc.) se deriven de las ideas de sensación (idea de dolor), es decir, que impresiones se deriven de ideas, rompiendo aparentemente el orden universal que Hume había señalado, anteriormente, entre las impresiones y las ideas. Pero hemos de hacer notar que las impresiones de reflexión, derivan en última instancia, aunque mediatamente, de las impresiones de sensación. El mundo de la experiencia, entendida en el sentido más sensorial es el que tiene la primacía. Sin embargo, sería un error identificar experiencia con experiencia externa, ya que también es experiencia todo el flujo de impresio­nes de reflexión (interna) que nos conectan con el mundo tal y como nos lo facilita nuestra naturaleza.

 

Si observamos bien, por lo dicho hasta aquí, la teoría del conocimiento en Hume se constituye como una teoría del sujeto «natural» en el que las instancias de fundamentación del conocimiento son instancias psicológicas. En este sentido el mundo «consiste» en ser nuestras propias percepciones: un mundo, así, atomizado, en el que se entreteje toda una malla de relaciones psicológicas (sensación, reflexión, memoria, imagina­ción...) que describen el origen, las posibilidades y los límites de nuestro conocimiento.

 

 

 

III.6.2.C.3.6. La negación del innatismo

 

 

 

La naturaleza humana no dispone de ideas innatas, pues todas las ideas derivan mediata o inmediatamente de las impresiones. El rechazo empirista del innatismo de las ideas es la piedra de toque que conduce a revisar si el entendimiento humano tiene facultades propias y autónomas o si es tan solo una función importante aunque subsidiaria de los sentidos (sensación y sentimiento). Si la razón fuera autónoma como pretenden los racionalistas, el proyecto del conocimiento prácticamente no tendría límites, pero si ha de ser sierva de los sentidos y de las pasiones, entonces sus límites dependerán totalmente de nuestra misma finitud. El criterio de verdad cambiará radicalmente según que sea la razón o los sentidos los que impongan sus leyes de funcionamiento propias.

 

El rechazo del innatismo de las ideas es absoluto en Hume. Pero no debemos dejarnos engañar. Hume no rechaza todo tipo de innatismo, como había propuesto Locke. La elaboración de las impresiones, por parte de la naturaleza humana, sí es innata. Veamos.

 

Locke comprendía dentro del término idea, tanto las sensaciones como las reflexiones, lo originado en los sentidos y lo originado en el entendimiento. Así, al hacer su crítica del innatismo, cayeron dentro de ella tanto los primeros (sentidos) como el segundo (entendimiento). Al contrario, Hume, como no globaliza todo dentro del mundo de las ideas, sino dentro del de las percepciones, instauró un nivel de conocimiento previo al de las ideas y más básico, el de las impresiones. Y es este nivel el que hay que reconocer como innato, aunque esto no pueda servir ya de consuelo a los racionalistas. En el  Compendio podemos leer, en este sentido, que «es evidente que nuestras percepciones más fuertes, o impresiones, son innatas, y que nuestra inclinación natural, el amor a la virtud, el resentimiento y todas las otras pasiones surgen inmediatamente de la naturaleza».

 

 

 

III.6.2.C.3.7. Posibilidades y límites del conocimiento

 

 

 

El origen del conocimiento condiciona directamente sus límites. El origen hace que debamos atenernos a los exclusivos datos de la experiencia, y los límites, en la misma medida, no van más allá de lo que la experiencia pueda ofrecernos; e incluso, en la medida en que las ideas no son un correlato perfecto de la experiencia más inmediata (las impresiones), los límites del conocimiento se situarán por debajo del rasante que marca lo experimentado. Así pues, la razón que es esclava de los sentidos y de las pasiones debe renunciar a las pretensiones de los racionalistas. La tarea constructiva, para Hume, debe residir más bien en mostrar la imposibi­lidad de cualquier dogmatismo racional.

 

¿Qué es posible conocer?: sólo lo que es objeto de nuestras percepciones. ¿En qué medida lo que conocemos es válido?: en la medida en que se refiere al estrato básico de nuestras impresio­nes. ¿Halla nuestro conocimiento alguna justificación última racional sobre las cosas?: a la razón no le están encomendados estos poderes.

 

Bajo este planteamiento Hume confiesa sin ambages en el Compendio: «Por todo lo que se ha dicho hasta ahora, el lector advertirá fácilmente que la filosofía que se contiene en este libro es muy escéptica y está dirigida a darnos una noción de las imperfecciones y los estrechos límites del entendimiento humano». Además, el «alma» no es una sustancia en la cual inhieran nuestras impresiones, sino que al revés, nuestras varias percepciones particulares son las que componen el alma, que no ha de ser concebida como sustancia puesto que no sabemos qué es eso. En otras palabras, la Cogitatio o alma o razón cartesiana ni siquiera existe. Sin embargo Hume no estima que el balance global haya de ser fatal y debamos, en esa medida, convertirnos en enteramente pirrónicos, defensores de un escepticismo radical y absoluto. Allí donde la razón es insuficiente la naturaleza humana ofrece otro tipo de soluciones.

 

 

 

III.6.2.C.3.8. Relaciones de ideas

 

 

 

Todas las ideas dependen de las impresio­nes, pero sin embargo, Hume reconoce un espacio especial a un determinado género de ideas. Las ideas con las que trabajan las matemáticas (la aritmética, el álgebra y la geometría) tienen unas connota­ciones particulares. Una vez construidas, establecen entre sí determinadas relaciones que guardan total autonomía, sin que su veracidad dependa del refrendo de la experiencia. La matemática es la única ciencia demostrativa y sus verdades dependen de la pura racionalidad. Nos encontramos aquí ante la única concesión clara que se hace a la razón. ¿Por qué?: estas relaciones entre ideas tienen poder demostrativo por sí mismas. ¿A qué se debe?: al hecho de que una vez establecidas estas relaciones, las conclusiones a las que se llegan no pueden ser contradichas (en este punto Hume sigue, como se ve, a Leibniz y sus «verdades de razón»). Veamos un ejemplo: si establezco la relación entre la idea de seis y la idea de cuatro ligándolas o relacionándolas a través de su suma, me resulta la idea de diez. Y esta relación final de igualdad no admite contradicción. Por tanto, la verdad de esta conclusión tiene carácter demostrativo. Esta situación, no se da, según Hume, fuera del saber matemático. A su vez, estas relaciones matemáticas, una vez constituidas, no necesitan volver al terreno de la experiencia puesto que tienen la facultad de funcionar aisladamente (si sumo cuatro centauros más seis centauros obtengo diez centauros, y no necesito para la veracidad de esta conclusión de la existencia de centauros). Las relaciones entre ideas matemáticas, una vez constituidas, no están sujetas a contradicción y por ello pueden aislarse de la experiencia.

 

 

 

III.6.2.C.3.9. El peculiar caso de la geometría

 

 

 

Las ideas matemáticas son excepcionales, por su funcionamiento peculiar. Sin embargo, Hume plantea algunos reparos a la absoluta validez de la geometría como ciencia. La geometría no puede desligarse enteramente del mundo de la experiencia, ya que está fundada en las nociones de igualdad y desigualdad referida a partes extensas. Pero esta extensión, la de una línea por ejemplo, puede ser interpretada en términos de divisibilidad finita (puntos mínimos) o infinita, pero nuestros sentidos (impresiones) nada pueden aprehender de ninguno de los dos supuestos.

 

 

 

«Por consiguiente, tan sólo el álgebra y la aritmética parecen ser las únicas ciencias en que pueda efectuarse una argumentación de cualquier grado de complejidad, conservando sin embargo una exactitud y certeza perfectas» (Tratado, pág.129). Y: «Aunque la geometría no llegue a esa perfecta precisión y certeza peculiares a la aritmética y el álgebra, es con todo superior a los imperfectos juicios de nuestros sentidos e imaginación. La razón por la que atribuyo algún defecto a la geometría está en que sus principios originales y fundamentales se derivan de las apariencias» (pág.130).

 

En su obra posterior Investigación sobre el entendimiento humano, que retoma de nuevo el libro I: sobre el entendimiento, del Tratado de la naturaleza humana, Hume reconsidera su posición sobre el imperfecto estatuto de la geometría, parango­nán­dola por completo con la aritmética y el álgebra, en tanto que construidas analíticamente y a priori.

 

 

 

III.6.2.C.3.10.  Cuestiones de hecho

 

 

 

Fuera del ámbito de las matemáticas, las relaciones entre ideas que puede componer la imaginación no consiguen demostrar la verdad o falsedad mediante argumentación alguna. Así pues, este saber ha de basarse en las cuestiones de hecho. Si Leibniz había diferenciado las verdades de razón de las verdades de hecho, ahora Hume establecerá una distinción similar: relaciones de ideas (= verdades de razón), que se organizan autónomamente y son necesariamente verdaderas, y, por otra parte, cuestiones de hecho, que pueden funcionar como verdades de hecho pero sin alcanzar nunca la verdad necesaria.

 

Sobre las cuestiones de hecho la razón puede establecer infinidad de relaciones e inferencias, pero no puede nunca demostrar su veracidad. ¿Por qué?: sencilla­mente porque las conclusiones que pueden extraerse o que se extraen efectivamente no son las únicas posibles. Este carácter de pluralidad de posibilidades, sin que podamos decantarnos racionalmente por una de ellas descartando todas las demás, hace que cualquier ciencia sobre el mundo físico, el mundo moral, el político o el estético, no pueda alcanzar fuerza demostrativa. No hay posibilidad de mathesis universalis.

 

 

 

III.6.2.C.4. El problema de la causalidad

 

 

 

Hasta prácticamente el siglo XVI fueron utilizadas sin lugar a discusión las cuatro causas apuntadas por Aristóteles: la material, la formal, la eficiente y la final. El empirista Francis Bacon reducirá estas cuatro causas a tan sólo dos: la causa eficiente y la causa formal (entendida ahora como el principio gracias al cual la naturaleza tiene leyes). Será dentro del marco de la ciencia moderna, de la mano de Galileo, cuando se considere que en realidad basta una sola causa como principio de explicación de todos los procesos naturales: la causa eficiente.

 

Conocer va a equivaler cada vez más, en el contexto de la ciencia moderna, del racionalismo y del empirismo, a conocer las causas eficientes. Pero Hume va a remontarse a la misma construcción empírica del concepto de causa, va a tratar de averiguar si este concepto es primigenio o derivado. ¿Cómo construye la naturaleza humana este concepto?

 

La causa para Hume es un tipo de relación entre ideas, una forma peculiar, entre otras, de relacionarse las ideas entre sí. Pero estas relaciones no son como las que mantienen las ideas matemáticas.

 

 

 

III.6.2.C.4.1. Relación natural y relación filosófica

 

 

 

Hume distingue dos niveles distintos de relación: 1) la relación natural de las ideas, y 2) la relación filosófica de las ideas.

 

1) Las ideas simples se relacionan entre sí para formar ideas complejas, en razón de un nexo natural que no es voluntariamente buscado por la mente. Son tres las modalidades de estas relaciones naturales: las ideas simples se asocian entre sí en virtud de la semejanza, de la contigüidad en tiempo y lugar, y de la causa y el efecto. A estas relaciones que forman parte inmediata de la naturaleza humana, de funcionamiento autónomo y que son irrefrenables se les superponen: 2) las relaciones filosóficas, que pueden ser arbitrarias y que dependen directamente de operaciones mentales llevadas a efecto por razones de conveniencia, y son: 1º) semejan­za, 2º) identidad, 3º) relaciones de tiempo y lugar, 4º) proporción en cantidad y número, 5º) grados de una cualidad, 6º) contrariedad, y 7º) causalidad (Tratado, págs. 59-60 y 127). Y, en definitiva, las relaciones filosóficas pueden resumirse así: «Todas las clases de razonamiento no consisten sino en una "comparación" y descubrimiento de las relaciones constantes o inconstantes, que dos o más objetos guardan entre sí" (Tratado, pág. 132).

 

La diferencia entre la relación natural y la filosófica es que aquélla lleva a cabo los enlaces entre los objetos de una forma espontánea, y por tanto las relaciones nos son dadas por nuestra naturaleza sin que intervenga nuestra razón; por el contrario, las relaciones filosóficas son construidas por nosotros mismos, voluntariamente.

 

Si cotejamos los dos niveles de relaciones de ideas, nos percatamos que la semejanza, la contigüidad espacio-temporal y la causalidad pueden darse bien como relación natural, bien como relación filosófica. Dicho esto, señalaremos que las relaciones que van a tener un carácter  gnoseo-psicológico más fundamental son las relaciones naturales, y especialmente la relación de causalidad. «La relación de causalidad es la más extensa de las tres relaciones» (Tratado, pág. 56. Vid también el Compendio, párrafo final).          

 

 

 

III.6.2.C.4.2. Causalidad y cuestiones de hecho

 

 

 

«Es evidente que todos los razonamientos de causas o efectos desembocan en conclusiones concernientes a cuestiones de hecho, esto es, concernientes a la existencia de objetos o de sus cualidades» (Tratado, pág.158). O también: «Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan solo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos» (Investigación sobre el conocimiento humano, pág. 49). O finalmente: «Es evidente que todos los razonamientos que se refieren a los asuntos de hecho están fundados en la relación de causa y efecto» (Compendio, párrafo 8º).

 

Teniendo en cuenta que el conocimiento se identifica prácticamente con el conocimiento de cuestiones de hecho, si exceptuamos el mundo de las relaciones de ideas matemáticas, señalaremos que todo nuestro conocimiento sobre el amplio mundo de las cuestiones de hecho depende de la causalidad. De aquí su tremenda importancia.

 

Pero ¿qué es la causalidad y cómo se manifiesta?: si reparo en las conexiones que mis ideas manifiestan, tras las impresiones de algún acontecimiento (bolas de billar, por ej.), que contenga causas y efectos, descubro que se da siempre una contigüidad en el tiempo y en el espacio (entre una bola y otra), una priori­dad en el tiempo (de la bola que hace de causa respecto de la bola que hace de efecto), y una conjunción constante entre la causa y el efecto (las mismas causas producen los mismos efectos). «Más allá de estas tres circunstancias de contigüidad, prioridad y conjunción constante, nada más puedo descubrir en esta causa» (Compendio, pº 9º).

 

La idea de causalidad, en cuanto nosotros la formamos voluntariamente en nuestro entendimiento para comprender la conexión de nuestras impresiones, la idea de causalidad, por lo tanto, como una relación filosófica, se genera en nuestra mente, al componer conjuntamente estas tres conexiones observa­das: si observo entre dos cosas (percepciones) que una se hace contigua en tiempo y espacio a la otra, que, además, hay una que guarda siempre una prioridad respecto de la otra, y, que, finalmente, entre las dos percepciones, se da siempre una conjunción constante, al resultado de estas tres operaciones es a lo que llamo causalidad. Lo que quiere decir que propiamente, la causalidad no la descubro como tal a través de las ideas que mi entendimiento elabora. Únicamente descubro tres circunstancias concomitantes, pero, de hecho, no descubro dónde está la causalidad, de dónde procede su poder o cuál es la razón última que hace que los seres se comporten causalmente. «Por más vueltas que le dé a este asunto, y como quiera que lo examine, nada más puedo encontrar» (Compendio, pº 9º).

 

No conocemos las causas de los fenómenos, simplemente tomamos nota de lo que sucede; sin embargo «asentimos a nuestras facultades y empleamos nuestra razón sólo porque no podemos evitarlo. La filosofía nos haría enteramente pirrónicos si la naturaleza no fuera demasiado fuerte para tolerarlo» (Compendio, pº 27º).

 

¿Por qué aunque no conozcamos actuamos como si conociéramos?: la explicación estriba en que por debajo de las conexiones que registramos entre las ideas (relaciones filosóficas) se da una relación natural entre nuestras ideas que nos impele, querámoslo o no, a razonar mediante inferencias basadas en la causalidad (Vid. Tratado, pág.157). No sabemos lo que es la causalidad pero razonamos causalmente, y lo hacemos de una forma natural prerracional, innata o connatural. Cuando Kant extraiga de todo esto la categoría de causalidad entendida como un a priori del entendimiento, ¿no se lo ha dado ya prácticamente construido Hume?

 

 

 

III.6.2.C.4.3. El hábito, la creencia y la causalidad

 

 

 

¿Nace la causalidad de mi razón como lo hacían las ideas matemáticas?  Rotundamente, no; no se trata de una idea necesaria.

 

Si la causalidad no hunde sus fundamentos en la razón, entonces ha de depender de mi forma de sentir o de mi forma de experimentar mis sentimientos. ¿De qué manera se realiza esto? Cuando veo por primera vez que una bola de billar se encamina a otra no sé en realidad, por mi razón, lo que va a suceder. Adán,  como prototipo de ser racional y sin experiencia, no lo sabría. Cuando Adán lo ve por segunda y tercera vez, puede resultarle curiosa la coincidencia de que una bola afecte siempre a la otra. Hasta que finalmente, después de muchas y reiteradas veces, se acostumbra a este tipo de fenómeno y antes de que suceda ya adivina lo que va a suceder. Sé por hábito adquirido lo que va a suceder. La constatación de la causalidad es, por tanto, una cuestión de hábito y de costumbre.

 

Pero aún hay más: una vez que ya sé, por la costumbre y el hábito, lo que espero que va a suceder, mi razón tampoco es capaz, ni siquiera ahora que ya lo sé, de demostrar lo que va a suceder. Porque supongamos que la razón infiere que la primera bola va a afectar a la segunda de alguna manera. Preguntémonos: ¿es posible que en una nueva situación  futura el efecto sea totalmente inesperado (que se fundan las dos bolas en una, por ejemplo), o más aún, que no haya ningún efecto de una sobre la otra? Es verdad que no es lo que esperamos, pero debemos admitir que es lógicamente posible. Si aceptamos, por ejemplo, que una bola al llegar a 8 cm. de distancia de la otra va a ponerse a girar sobre ella, esto aunque nunca lo vamos a conceder de hecho, sí que es lógicamente posible. ¿Por qué?: porque concebimos que pudiera ser así, aunque no lo haya sido nunca. Por lo tanto, cualquier hecho de experien­cia admite contradicción lógica, es decir, sobre cualquier fenómeno extraído de los hechos puedo concluir una cosa y su contraria. En consecuencia, no podré demostrar racionalmen­te, ni por demostración ni mediante argumento probable, lo que va a suceder. Lo único sobre lo que me puedo pronunciar racional­mente es sobre lo que ha sucedido, en la medida en que lo tengo  presente en mi memoria y en la medida en que concibo esa regularidad causal mediante las ideas ya efectuadas de mi imaginación. La razón no funciona en el conocimiento de  las cuestiones de hecho ni como punto de referencia original ni como juez final, a la hora de dictaminar leyes de la naturaleza que hayan de ser definitivas y persisten­tes. Recordemos que algo semejante había expresado ya Guillermo de Ockham, en el siglo XIV, en la medida en que para él estaba en el poder de la voluntad de Dios cambiar el curso de la naturaleza. Las leyes naturales (que el curso de la naturaleza no cambie en el futuro) no se pueden demostrar, tan solo son objeto de creencia. La  costumbre y el hábito (la experiencia, en suma) llevan a la naturaleza humana a adquirir una serie de creencias, que sí, son irrenunciables, pero que no tienen sustento lógico-racional. Son cuestiones de hecho y no sabemos más. «Así pues, no es la razón la guía de la vida humana, sino la costumbre» (Compendio, pº 16º).

 

 

 

III.6.2.C.4.4. Estatuto de la creencia: ¿impresión o idea?

 

 

 

Cuando creo en algo ¿qué es lo que hago?: concibo algo dándole mi asentimiento y negando cualquier otra situación contraria. La creencia es, por tanto, una determinada concep­ción, por lo tanto una idea. Nacida, sí, de las impresiones de los sentidos, pero constituida ya como idea.

 

Pero, entonces, qué tiene la idea objeto de creencia, que se me impone de tan pertinaz manera. ¿Por qué no creo en todas mis ideas, y tan solo en algunas? Puede, quizás, que la creencia no sea tan solo una sola idea, sino más de una: la idea de lo que concibo, y la idea de que no espero que sea de otra manera aquello que concibo. Pero cabe preguntar: ¿qué me impide que a cualquier cosa concebida le añada la idea de asentimiento seguro sobre ella?, ¿qué me impide pensar que tras de la pared contigua, las voces que oigo sean las de una persona que está a mil leguas? ¿Por qué distingo aquellas ideas en las que creo y aquellas otras que estimo fantásticas? Se sigue de esto que la creencia no puede ser una idea de asentimiento añadida a la primera idea que concibe algo, porque si fuera así, a cualquier cosa que concibiéramos podríamos añadirle la idea de su asenti­miento correspondiente; y si recordamos que la imaginación es libre de concertar las ideas como quiera y que, por tanto, podría concertarlas así, nada impide que cualquier cosa pudiera ser creíble. Sin embargo sólo creemos en unas determinadas ideas y no en cualesquiera indistintamente.

 

No queda, por tanto, más que un caso intermedio: la creencia es una idea concebida de una determinada manera. ¿De qué determinada manera? La creencia a pesar de ser una idea, una concepción, es una concepción más vivaz, más vívida, más firme, más intensa. La creencia es una idea, por una parte, pero por otra, no es una idea cualquiera, puesto que, reviste las características de la impresión (percepción fuerte y vivaz). Esto se debe al hecho de que la relación de ideas en la que creemos se da al lado de una impresión presente. (Vid. Compendio, pº 17º-25º).

 

 

 

III.6.2.C.4.5. La causalidad: Hume versus Kant

 

 

 

La causalidad en Hume está basada en la creencia (mediada la experiencia del hábito y la costumbre). La causalidad en Kant está basada en una categoría del entendimiento. ¿Qué es lo que separa, de raíz, ambas posturas?: para Kant la causalidad tiene un claro estatuto lógico, y está ubicada en la racionalidad humana; mientras que para Hume no puede pasar más allá de un puro estatuto psicológico, que reside fundamentalmente en la imagina­ción, en su capacidad para asociar ideas.

 

Hume da la siguiente caracterización de la imaginación: «Cuando opongo la imaginación a la memoria, me refiero a la facultad por la que formamos nuestras ideas más débiles. Cuando la opongo a la razón, me refiero a la misma facultad, sólo que excluyendo nuestros razonamientos demostrativos y probables»(Tratado, pág. 189). Lo que separa pues a Hume de Kant es que para el escocés la razón no es más que una imaginación que tiene la capacidad de relacionar ideas necesarias (las matemáticas), pero cuando esto no es posible la imaginación se reducirá a la creencia y cuando esto siquiera sea posible deberá asumir su ignorancia radical. La razón en Hume es una imaginación que se vuelve constante, como señala Deleuze en Empirisme et subjectivité (pág. 139 y 60), sin embargo, para Kant, la razón es algo más que imaginación.

 

 

 

III.6.2.C.5. Consecuencias ontológicas de la teoría del conocimiento de Hume

 

 

 

La teoría gnoseo-psicológica del conocimiento en Hume, empirista por sus orígenes y escéptica y antidogmática por sus consecuencias, implica una ontología radicalmente distinta de la defendida por el racionalismo. Las ideas metafísicas de Dios, alma, objetos externos y sustancia quedarán remodeladas en manos de Hume.

 

 

 

III.6.2.C.5.1. El análisis filosófico de la idea de Dios en Hume

 

 

 

 ¿De dónde procede el término Dios?: «Toda nuestra idea de una  Deidad (de acuerdo con los que niegan las ideas innatas) no es otra cosa que una composición de esas ideas que adquirimos al reflexionar sobre las operaciones de nuestra mente» (Compendio, pº 26º. Vid. también Tratado, pág. 24).

 

Dios es, pues, una proyección imaginaria de la mente humana (claro antecedente de Feuerbach). Sin embargo, el propósito de Hume no es exactamente idéntico al de Feuerbach, ya que: «Las acciones de la mente son a este respecto iguales que las de la materia [...] la misma imperfección acompaña a las ideas que nos hacemos de la Divinidad; sin embargo, ello no puede tener efecto alguno ni sobre la religión ni sobre la moral. El orden del universo prueba la existencia de una mente omnipotente; esto es una mente cuya voluntad está «constantemente acompañada» por la obediencia de todo ser y criatura» (Tratado, pág. 243). Se advierten tanto concesiones al teísmo como al deísmo, ¿en una línea de fuga panteísta como antesala del ateísmo?

 

Hume reequilibra su propia postura, parece que hacia posturas más agnósticas, al indicar que la idea de Dios recae en el fondo en una tautología: «No tenemos idea alguna de un ser dotado de poder, y menos aún de un ser dotado de un poder infinito. Pero, si deseamos cambiar de expresión, lo más que podemos hacer es definir el poder por medio de la conexión. Y entonces, al decir que la idea de un ser infinitamente poderoso está conectada con cualquier efecto deseado por él, no decimos realmente sino que un ser, cuya volición está conectada con todo efecto, está conectado con todo efecto, lo que es una proposición idéntica y no nos permite comprender la naturaleza de ese poder o conexión» (Tratado, pág. 350).

 

En resumen, parece que podríamos concluir que Hume niega rotundamente la posibilidad de conocer la esencia de Dios, y, en consecuencia, todos los atributos que la teología y la metafísica le atribuyen deberán ser considerados como términos sin fundamento efectivo y sólo podrá atribuirse a la idea de Dios una conexión con la idea de orden que suponemos que existe en la naturaleza.

 

 

 

III.6.2.C.5.2. La idea de alma

 

(Véase más arriba)

 

 

 

 

 

III.6.2.C.5.3. La existencia de objetos corpóreos

 

 

 

El escepticismo de Hume va todavía más lejos. Es un error decir, piensa Hume, que la realidad extramental es la causa de nuestras impresiones. Decir que porque siento algo ese algo existe, es una inferencia falsa en la medida en que pasamos de una percepción a una pretendida realidad. La inferencia sólo es válida, como creencia, cuando pasamos de una percepción a otra percepción. Aquí, de nuevo, la imaginación nos engaña como en el caso del alma: confundimos la relación entre nuestras percepcio­nes, que es de lo que nos dota la experiencia, con una supuesta identidad imaginada en la que consistirían las cosas, debido a su apariencia de constancia. Cuando lo que sucede es que son nuestras percepciones separadas las que guardan una gran constancia y coherencia.

 

La clausura dentro de la experiencia, en Hume es puramente subjeti­va. En esto sigue los pasos de Berkeley («ser es percibir y ser percibido»). Nos comportamos como si el mundo externo existiera, pero no podemos conocer su existencia. Y supuesto que concediéramos que existen cosas externas nunca podríamos demostrar que ellas se corresponden con nuestras percepciones. Hume, irónicamente, añade tras estas disquisiciones: «Estoy seguro de que, sea cual sea la opinión del lector en este preciso instante, dentro de una hora estará convencido de que hay un mundo externo y un mundo interno» (Tratado, pág. 314).

 

Asistimos a una especie de paradoja del empirismo: el conocimiento se basa en la experiencia, pero resulta que se niega el conocimiento de aquello que comúnmente es considerado como la fuente de la experiencia: el mundo externo. La experiencia queda, así, reducida a la experiencia psicológica y todo lo más que podemos conceder es que parece que hay una concordancia entre los principios de nuestra naturaleza y las leyes de la naturaleza, en la medida en que por la creencia en la causalidad que nuestras percepciones nos imponen, concebimos un curso regular en el universo, si bien desconocemos las razones o fuerzas ocultas por las que este último obra así (vid. Investigación sobre el conocimiento humano, pág. 78).

 

¿Quiso Hume negar realmente la existencia del mundo externo?: creemos que no. Lo que quiso dejar bien patente es la imposibilidad de conocerlo más allá de nuestras percepciones: «Es inútil que nos preguntemos si "hay o no cuerpos". Este es un punto que debemos dar por supuesto en todos nuestros razonamien­tos» (Tratado, pág. 277).

 

 

 

III.6.2.C.5.5. La idea de sustancia

 

 

 

La crítica a la idea de sustancia, que ya había desarrollado Locke, aunque menos radicalmente que Hume, converge y hasta coincide con la crítica a la existencia de los cuerpos y del alma. La razón es bien sencilla. La existencia de objetos externos y del alma es criticada en tanto que términos elaborados metafísicamente y constituidos en sustancias autónomas (Descar­tes, Malebranche, Leibniz y Spinoza fueron buen ejemplo de ello, aunque estos dos últimos introdujeron sus propias concepciones).

 

Las razones que aporta Hume para rechazar la sustancia (o la esencia) son: 1) no conocemos más que a través de nuestras impresiones y no tenemos ninguna impresión de sustancia (vid. Compendio, pº 7º); 2) nuestra imaginación tiene un poder ilimitado para componer todo tipo de ideas; es de la imaginación de donde surge esta idea falaz, atribuyendo persis­tencia a las cosas en virtud de la aparente ininterrupción de nuestras percepciones, que no son en realidad más que una colección de percepciones separadas en continuo movimiento. 3) La sustancia es un puro término sin correlato real alguno, una idea-término que carece de significado, una pseudo-idea. El «empiris­ta» del siglo XX Rudolf Carnap, entre otros, mantendrá una argumentación muy similar.

 

La metafísica antigua y la racionalista se derrumban tras estas conclusiones. La ontología se hace inviable. Sólo las ciencias, en la medida en que estén asentadas sobre la ciencia de la naturaleza humana, son posibles. Es posible una ciencia de la naturaleza entendida como un saber sobre el origen, funciona­miento y límites de nuestro conocimiento; ciencia más próxima a la psicología que a cualquier otra disciplina.

 

Sólo la matemática es ciencia demostrativa. Son posibles otros conocimientos de tipo probable. El resto de los conocimien­tos sobre cuestiones de hecho sólo son objeto de creencia. En las cuestiones de la vida, la razón ha de ser sierva de las pasiones. ¿Cabe un conocimiento de nuestras pasiones si estudiamos sus mecanismos psicológicos?

 

 

 

III.6.2.C.6. Las pasiones

 

III.6.2.C.6.1. Las pasiones: impresiones de reflexión

 

 

 

Las impresiones de sensación son las que producen en nosotros placer o dolor. Y de éstas surgen, bien directamente o por la interposición de su idea, las pasiones (amor, odio; tristeza y alegría; orgullo y humildad) y las emociones. El mundo de las pasiones está, pues, enlazado a las sensaciones de placer o dolor, del mal y del bien.

 

«Es fácil darse cuenta de que las pasiones, directas o indirectas, están basadas en el dolor y el placer, y que, para producir una afección de cualquier tipo basta con presentar un bien o un mal. La supresión de dolor o placer implica la inmediata desaparición del amor o el odio, el orgullo o la humildad, el deseo y la aversión, así como de la mayor parte de nuestras impresiones secundarias o de reflexión» (Tratado, pág. 590).

 

Al igual que la razón no era la reina en el campo del conocimiento, sino que debía simplemente secundar a la creencia, ahora también, en el campo de la acción y de la vida (de las pasiones y de la moral), no es la razón nuestro patrón sino que somos gobernados por nuestras pasiones. Ambas tienen sus principios de funcionamiento basados en la imaginación.

 

«La naturaleza ha proporcionado a ciertas impresiones e ideas una especie de atracción por la que, cuando una de ellas aparece, se presenta naturalmente su correlativa. Si estas dos atracciones o asociaciones de impresiones e ideas coinciden en el mismo objeto, se prestan ayuda mutua, con lo que la transición de las afecciones y la imaginación se produce con la mayor soltura y facilidad [...] Es de esta forma como vienen determina­das las pasiones» (Tratado, pág. 405 y 406. Vid. también el Compendio, pº  30 y s.).                     

 

               

 

III.6.2.C.6.2. Las pasiones y la moral

 

 

 

Lo importante, tras el análisis pormenorizado al que Hume somete este mecanismo de formación de las pasiones y su aplica­ción a las distintas pasiones analizadas (orgullo, humildad, amor, odio...), es que tanto el mundo de la voluntad como el mundo de la moral, no dependen de ninguna instancia autónoma, o de una razón pura práctica como pretenderá muy pronto Kant.

 

«Dado que el vicio y la virtud no pueden ser descubiertos simplemente por la razón o comparación de ideas, sólo mediante alguna impresión o sentimiento que produzcan en nosotros podremos señalar la diferencia» (Tratado, pág. 635).

 

«¿Por qué será virtuosa o viciosa una acción, sentimiento o carácter, sino porque su examen produce un determinado placer o malestar?» (Tratado, pág. 636).

 

Así pues, coincidiendo con su amigo Adam Smith, no es la razón sino el sentimiento quien guía en última instancia la vida (vid. Compendio, pº 31º-34º).

 

 

 

III.6.2.C.7. Conclusiones

 

 

 

Tres grandes conclusiones extraemos de la obra de Hume:

 

 

 

1) En el terreno del conocimiento y de la ciencia de los hechos, el universo se sostiene sobre tres principios de asociación de ideas (la semejanza, la contigüidad y la causalidad), basados en el funcionamiento de la naturaleza humana, entendida en el sentido de una psicología empírica.

 

2) En el terreno práctico, son las pasiones en tanto que percepciones ligadas a la experiencia, las guías de la razón.

 

3) Hume afirma en repetidas ocasiones sin ambages el primado de la pasión sobre la razón. Sin embargo, esto no debe entenderse como una relegación de lo racional, sino sólo justamente como que la razón no debe soslayar los dictados de la pasión. La razón no es nada como funcionamiento aislado y separado; únicamente, como deja claro Hume, matemática y conocimientos probables. En este sentido, la razón, no obstante, «sabe que no sabe más que eso» y por ello tiene una misión que le es propia: encontrar los límites a los que podemos acceder, límites que son bastante estrechos, y evitar, así, todo dogmatis­mo. La crítica al dogmatismo racionalista está hecha, y ha sido llevada hasta su extremo. Kant confesará haber despertado de su «sueño dogmático» tras leer a Hume. En todo caso, el prusiano se separará del escocés porque para él la razón será algo más que imaginación bien ordenada.

 

 


HUME: TÉRMINOS

 

Y TEXTOS HUME MODELO PAU




HUME: MÁS TEXTOS

 

Investigación sobre el entendimiento humano. SECCIÓN VII. Sobre la idea de conexión necesaria.

 

 

 

La gran ventaja de las ciencias matemáticas sobre la moral consiste en esto, en que las ideas de las primeras, al ser sensibles, son siempre claras y precisas, la más insignificante distinción entre ellas es perceptible de inmediato, y los mismos términos expresan siempre las mismas ideas, sin ambigüedad ni variaciones. Un óvalo no se confunde jamás con un círculo, ni una hipérbola con una elipse. Los límites que distinguen el isósceles del escaleno son más precisos que los que distinguen el vicio de la virtud, el bien del mal. Con los términos definidos por la geometría, la mente por sí misma sustituye fácilmente en toda ocasión el término definido por su definición; o, incluso cuando no se emplea definición alguna, el propio objeto puede presentarse a los sentidos, y así ser firme y claramente aprehendido. Sin embargo, los más sutiles sentimientos de la mente, las operaciones del entendimiento, los diversos humores de las pasiones, aun distinguiéndose manifiestamente, se nos escapan con facilidad cuando los examinamos mediante la reflexión; y no podemos traer a la mente el objeto original con la misma frecuencia con que tenemos ocasión de contemplarlo. Así es cómo la ambigüedad se va introduciendo gradualmente en nuestros razonamientos: objetos similares fácilmente se toman por idénticos, y al final la conclusión se aleja mucho de las premisas. […]

 

La proposición de que todas nuestras ideas no son más que copias de nuestras impresiones no admite mucha discusión; en otras palabras, es imposible que pensemos nada que no hayamos sentido anteriormente, ya sea a través de nuestros sentidos externos o internos. Me he propuesto explicar y probar esta proposición, y he manifestado mis esperanzas de que una correcta aplicación de la misma nos permita alcanzar mayor claridad y precisión en los razonamientos filosóficos que la lograda hasta el momento. Es posible que las ideas complejas puedan conocerse bien por definición, que no es más que la enumeración de las partes o ideas simples que las componen. Sin embargo, cuando llegamos a las ideas más sencillas y vemos que seguimos hallando más ambigüedad y oscuridad, ¿de qué recurso disponemos? ¿Qué invención puede echar luz sobre estas ideas para hacerlas en conjunto claras y precisas a nuestra percepción intelectual? Producir las impresiones o sentimientos originales de los que se copian las ideas. Todas estas impresiones son fuertes y sensibles. No admiten ambigüedad. No sólo están bien iluminadas sino que además pueden echar luz sobre sus ideas correspondientes, que están en la oscuridad. Y es posible que de esta manera podamos lograr un nuevo microscopio o especie de óptica que permita, en las ciencias morales, que las ideas más menudas y simples puedan ser aumentadas hasta el punto de que podamos aprehenderlas fácilmente, y conocerlas tan bien como las ideas más grandes y sensibles que puedan ser el objeto de nuestra investigación.

 

Por lo tanto, para conocer plenamente la idea de poder o conexión necesaria examinemos su impresión, y con objeto de hallar con mayor certeza su impresión, busquémosla en todas las fuentes de las que pueda derivarse.

 

Cuando miramos en derredor a los objetos externos y consideramos la operación de las causas, ni en un solo caso somos capaces de descubrir poder o conexión necesaria alguna; cualidad alguna que vincule el efecto a la causa y convierta a una en la consecuencia infalible de la otra. Sólo encontramos que la una, efectivamente, sigue de hecho a la otra. El impulso de una bola de billar se acompaña del movimiento de la otra. Esto es todo lo que aparece ante los sentidos externos. La mente no percibe ningún sentimiento ni impresión interna de esta sucesión de objetos. Consecuentemente, no existe, en ningún caso particular de causa y efecto, ninguna cosa que pueda sugerir la idea de poder o conexión necesaria. […]

 

Así pues, dado que los objetos externos tal y como aparecen ante los sentidos no nos dan ninguna idea de poder o conexión necesaria al operar en casos particulares, veamos si esta idea puede derivar de la reflexión sobre las operaciones de nuestras propias mentes, y ser copiada de alguna impresión interna. Puede decirse que a cada momento somos conscientes del poder interno cuando sentimos que, por la simple orden de nuestra voluntad, podemos mover los órganos de nuestro cuerpo o dirigir las facultades de nuestra mente. Un acto de volición produce movimiento en nuestras extremidades o suscita una nueva idea en nuestra imaginación. A esta influencia de la voluntad la llamamos consciencia. De ahí adquirimos la idea de poder o energía, y la seguridad de que nosotros mismos y todos los restantes seres inteligentes poseen poder. Esta idea, entonces, procede de la reflexión, puesto que surge de reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente, y ante la orden que ejerce la voluntad tanto sobre los órganos del cuerpo como sobre las facultades del alma. […]

 

La mayor parte de la humanidad nunca encuentra ninguna dificultad a la hora de dar cuenta de las operaciones más comunes y familiares de la naturaleza, como la caída de cuerpos pesados, el crecimiento de las plantas, el nacimiento de los animales, o la nutrición de los cuerpos. Pero supongamos que, en todos estos casos, perciben la propia fuerza o energía de la causa que la conecta a su efecto, y es para siempre infalible en su operación. Adquieren, por un prolongado hábito, tal estado mental que, al aparecer la causa, inmediatamente esperan con seguridad su normal acompañamiento, y apenas pueden concebir como posible que de ello pudiera resultar cualquier otro evento. Sólo en el descubrimiento de fenómenos extraordinarios, tales como los terremotos, la peste y los prodigios de cualquier tipo, se encuentran en desventaja a la hora de asignar la causa adecuada, y explicar la manera en que ésta produce el efecto. Es común para los hombres que se encuentran en tal aprieto recurrir a algún principio inteligente invisible para presentarlo como causa inmediata de aquel evento que les sorprende y que, en su opinión, no puede ser explicado por los poderes normales de la naturaleza. Sin embargo, los filósofos, que llevan sus investigaciones algo más allá, perciben de inmediato que, incluso en los eventos más familiares, la energía de la causa es tan ininteligible como en la más inusual, y que sólo aprendemos por la experiencia la frecuente CONJUNCIÓN de los objetos, sin poder comprender su CONEXIÓN. Aquí, pues, muchos filósofos creen que están obligados por la razón a recurrir, en todas las ocasiones, al mismo principio, al que la masa no recurre nunca salvo en casos que parecen milagrosos o sobrenaturales. Reconocen que la mente y la inteligencia son no sólo la causa última y original de todas las cosas sino también la causa inmediata y sola de todos y cada uno de los eventos que aparecen en la naturaleza. Pretenden que esos objetos comúnmente llamados causas no son en realidad más que ocasiones, y que el verdadero y directo principio de efecto no es ningún poder o fuerza de la naturaleza sino una volición del Ser Supremo, quien decide que tales objetos particulares estén unidos para siempre. En vez de decir que una bola de billar mueve a otra por una fuerza que ha derivado del autor de la naturaleza, es el propio Dios, dicen, quien, por una volición particular, mueve la segunda bola, quedando condicionado a esta operación por el impulso de la primera bola, en coherencia con esas leyes generales que él ha establecido para sí mismo en el gobierno del universo. Pero los filósofos, avanzando siempre en sus investigaciones, descubren que, al igual que somos totalmente ignorantes del poder del que depende la mutua operación de los cuerpos, no somos menos ignorantes de ese poder del que depende la operación de mente sobre cuerpo, o de cuerpo sobre mente, y tampoco somos capaces, ya sea a partir de nuestros sentidos o consciencia de asignar el principio último en un caso más que en el otro. Por lo tanto, la misma ignorancia les reduce a la misma conclusión.  […]

 

SECCIÓN VII. Sobre la idea de conexión necesaria

 

 

 

[…] Cuando se nos presenta cualquier evento u objeto natural, nos es imposible, a pesar de nuestra sagacidad o capacidad de penetración, descubrir, o siquiera conjeturar, sin la experiencia, qué evento resultará de ello, y también llevar nuestra previsión más allá del objeto que se presenta de manera inmediata a la memoria y los sentidos. Incluso después de un caso o experimento donde hemos observado que determinado evento sigue a otro, no podemos formular una regla general, ni predecir lo que ocurrirá en casos similares; siendo justo considerar una temeridad imperdonable juzgar el conjunto del devenir de la naturaleza a partir de un solo experimento, por preciso o infalible que éste sea. Pero cuando una especie determinada de evento ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, dejamos de tener escrúpulos a la hora de predecir uno por la aparición del otro, y de utilizar ese razonamiento, el único que puede confirmarnos cualquier estado de los hechos o de la existencia. Entonces llamamos a un objeto causa y al otro, efecto. Suponemos que existe alguna conexión entre ellos, algún poder en la una para producir de manera infalible el otro, y que opera con la mayor de las certezas y la más poderosa de las necesidades. […]

 

No tenemos idea alguna sobre esta conexión, ni siquiera una lejana noción de qué es lo que podemos conocer cuando nos proponemos averiguar cuál es su concepción. Decimos, por ejemplo, que la vibración de esta cuerda es la causa de este sonido particular. ¿Y qué queremos decir con esta afirmación? O bien que ésta vibración es seguida por este sonido, y que todas las vibraciones similares han sido seguidas por sonidos similares; o que esta vibración es seguida por este sonido, y que por la aparición de una la mente anticipa los sentidos formando de manera inmediata una idea de la otra. Podemos considerar la relación de causa y efecto bajo cualquiera de estas dos luces; pero más allá no tenemos idea de ella.

 

Recapitulando, así pues, los razonamientos de esta sección: Toda idea está copiada de alguna impresión o sentimiento que la precede, y allí donde no podamos hallar ninguna impresión, podemos tener la certeza de que no existirá ninguna idea. En todos los casos particulares de la operación de cuerpos o mentes, no existe nada que produzca ninguna impresión, por lo que consecuentemente no puede sugerir ninguna idea de poder o conexión necesaria. Sin embargo, cuando aparecen muchos casos uniformes y el mismo objeto es siempre seguido por el mismo evento, entonces empezamos a tener la noción de causa y conexión. Entonces sentimos una nueva emoción o impresión, a saber, una conexión, por costumbre, en el pensamiento o la imaginación, entre un objeto y su habitual seguimiento; y esta emoción es el original de aquella idea que estamos buscando. Pues como esta idea surge de una serie de casos similares, y no de ningún caso único, debe surgir de esa circunstancia en la que la serie de casos difieren de todo caso individual. Pero esta conexión de la costumbre o transición de la imaginación es la única circunstancia en que difieren. En todo particular restante son similares. El primer caso que vimos del movimiento comunicado por el choque entre dos bolas de billar (para volver a este claro ejemplo) es exactamente similar a cualquier caso que pueda, ahora, ocurrir ante nosotros; salvo tan solo que, no pudiéramos, en un principio, inferir un evento del otro; lo que sí podemos hacer ahora, después de un devenir tan largo de experiencia uniforme. No sé si el lector aprehenderá al punto este razonamiento. Temo que, si multiplicara las palabras, o si lo lanzara bajo una mayor variedad de luces, éste acabaría siendo más oscuro e intrincado. En todo razonamiento abstracto existe un punto de vista que, si conseguimos dar con él, nos llevará más lejos a la hora de ilustrar el tema que toda la elocuencia y las palabras del mundo. Es este punto de vista lo que nos proponemos alcanzar, reservando las flores de la retórica para los temas que se adapten mejor a ellas.  [Versión de Michelle, para "La Filosofía en el Bachillerato”]