III. La filosofía moderna. El Renacimiento y la Revolución Científica. La filosofía racionalista: Descartes. La filosofía empirista: Locke y Hume. La Ilustración. El idealismo trascendental: Kant.

 

 

 

III. 1. Renacimiento y Humanismo

 

 

 

El siglo XV puede ser considerado de transición entre la Edad Media y el Renacimiento. En los siglos XVI, XVII y XVIII vamos a asistir a unos renovados modos de pensar que se llamarán renacentistas (sobre todo los siglos XV y XVI), modernos o modernidad clásica (siglos XVI y XVII) o ilustrados o modernidad ilustrada (siglo XVIII).

 

Ni el Renacimiento ni la Edad Moderna van a ser épocas irreligiosas, pero la unión medieval entre la fe y la razón (resquebrajada ya en la escolástica nominalista) no va a ser posible como había sido proyectada por san Agustín y santo Tomás. La teología (tanto racional como revelada) no va a poder seguir manteniéndose (salvo para cierto pensamiento escolástico que sigue perviviendo) como la «ciencia suprema», desde la cual quede ordenado el resto de los conocimientos. La Filosofía no va a ser ya la sierva de la Teología.

 

La recuperación de los clásicos griegos y latinos, el acelerado avance en el que va a entrar la ciencia moderna, la nueva estética y nueva visión del mundo más antropocéntrica y menos teocéntrica, la nueva concepción de la naturaleza más independiente de la visión bíblica, la inviabilidad del Sacro Imperio Germánico, la Reforma Protestante (1517 y s.), la divulgación del saber a través de la imprenta (1443), la descomposición del feudalismo y la conformación de los estados modernos que resitúan el poder temporal frente al poder papal, y el descubrimiento de América (1492) que amplía los horizontes del aquel mundo antiguo y medieval cerrado sobre sí mismo y la consecuente aparición en el escenario de otros pueblos (aztecas, incas, mayas, etc.) con una distancia civilizatoria fuerte respecto de la cristiandad, va a poner a prueba las antiguas creencias y va a exigir unas nuevas coordenadas filosóficas.

 

Los nombres más destacables de este período y del prerrenacentista en el ámbito de la filosofía son:

 

Dante (1265-1321), Petrarca (1304-1374) y Bocaccio (1313-1375). Nicolás de Cusa (1401-1464). Vasari acuña la palabra rinascita. Erasmo de Rotterdam (1465-1536). Marsilio Ficino da a conocer las obras completas de Platón sin las interpretaciones medievales. El aristotelismo alejandrino de Pomponazzi y Vaninni se abre paso al lado del aristotelismo escolástico absolutamente predominante hasta entonces. El escepticismo de Michel de Montaigne (1533-1592), y del médico español Francisco Sánchez (1552-1632). Antonio Nebrija (1441-1522).  Lorenzo Valla (c. 1406-1457). Pierre Gassendi (1592-1655).

 

En España, potencia política de ese mundo renacentista y moderno:  Saavedra Fajardo (1584-1648): Empresas políticas; Cervantes (1547-1616): Don Quijote de la Mancha; Quevedo (1580-1645): sátiras y obras políticas, literarias y filosóficas; Baltasar Gracián (1601-1658): El Criticón; Calderón (1600-1681): La vida es sueño. Además, en un terreno más propiamente filosófico y menos filosófico-literario, Luis Vives (1492-1540), en España, es conocido por sus estudios en psicología experimental y por su crítica con la dialéctica estéril de la Escolástica y sus argumentos de autoridad. La mística española sobresale también con originalidad y fuerza: Fray Luis de Granada (1504-1588), dominico, en su Guía de pecadores refleja el intento de revitalizar y reformar la piedad religiosa del momento. Teresa de Jesús (1515-1582), en Camino de perfección y en Las moradas, renueva el espíritu religioso uniendo la mística a la vida terrenal «a Dios se le encuentra también entre los pucheros». Fray Luis de León (c. 1527-1591), agustino, en su traducción del Cantar de los Cantares y en Los Nombres de Cristo es expresión de una nueva religiosidad a la vez mística y humanista.

 

La escolástica tiene un renacimiento importante, con aportaciones novedosas, en la neoescolástica española. En el siglo XVI en España encontramos grandes figuras neoescolásticas y a la vez renacentistas y renovadoras. Autores como Cayetano (1469-1534) desarrollan la lógica de la analogía (Tratado sobre la analogía de los nombres). Francisco de Vitoria (1492-1546), dominico, desarrolló el Derecho internacional (De iure belli) y fue uno de los defensores de los indios americanos. El jesuita Luis de Molina (1535-1600), en Concordia liberi arbitri cum gratiae donis, y el dominico Domingo Báñez (1528-1604), en su Apología de los hermanos dominicos contra la “Concordia” de Luis de Molina, se enfrentan en una trascendente disputa teológica sobre el libre arbitrio, que les lleva a estilizar los conceptos lógico-metafísicos. Francisco Suárez (1548-1617), jesuita, en sus Disputaciones Metafísicas llega a establecer un sistema de ideas paralelo al de santo Tomás pero a la vez totalmente independiente.

 

 

 

Además: Giordano Bruno (1548-1600). Tomás Moro (1478-1553).  Campanella (1568-1639). Maquiavelo (1469-1553) recupera la visión realista (no idealista ni teocrática) de la política de la antigua Roma. En El Príncipe vemos justificado en el gobernante la astucia, el engaño, la crueldad, la traición, el perjurio, etc., siempre que el interés del Estado lo exija. Para el gobernante «el fin (el Estado) jutifica los medios y la grandeza de los crímenes borrará la vergüenza de haberlos cometido». Francis Bacon (1561-1626) comprende claramente la importancia que la ciencia y la técnica van a tener en el mundo que se avecina. En su Novum Organum diseña un nuevo método de conocimiento opuesto al de Aristóteles.

 

 

 

III. 2. La revolución científica. Copérnico, Kepler. Galileo. Newton

 

 

 

Aristóteles (s. IV a. C.) y el Almagesto de Ptolomeo (s. II) habían dejado fijada la imagen astronómica y cosmológica del mundo. El modelo geocéntrico, el cosmos finito y la división entre un mundo sublunar y otro supralunar eran las coordenadas en las que se movía la visión de la realidad, ahora creada por Dios.

 

 

 

Nicolás Copérnico (1473-1543), astrónomo y canónigo polaco, retoma las hipótesis heliocéntricas de Aristarco de Samos (310-230 a. C.) y en su Revolutionibus orbium caelestium simplifica enormemente los cálculos de ciclos y epiciclos del sistema ptolemaico al abandonar la tesis geocéntrica por un declarado y nuevo heliocentrismo.

 

 

 

Johann Kepler (1571-1630), astrónomo alemán, basándose en el sistema copernicano y heliocéntrico establece las tres leyes que dan orden al sistema solar. Sus obras principaels son: Astronomia nova, de 1609, y De harmonice mundi, de 1619.

 

Primera ley: «los planetas recorren órbitas elípticas, estando situado el sol en uno de sus focos».

 

Segunda ley: «el radio vector que va del sol a cada planeta, barre áreas iguales en tiempos iguales». Tercera ley: «La razón de los cuadrados de los períodos de dos planetas cualesquiera es directamente proporcional a la razón de los cubos de sus distancias medias al Sol». Con esta ley, el sol y los planetas entonces conocidos (Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno) pasa a ser un sistema gobernado por leyes matemáticas: el «sistema solar».

 

 

 

Galileo (1564-1642), nacido en Pisa, también copernicano como Kepler, y en paralelo con él, reordena las teorías astronómicas, descubre nuevas leyes de la física y renueva irreversiblemente el método científico. Obras principales: Siderius Nuntius (Mensajero de las estrellas), de 1610, Il saggiatore (El pescador) de 1623, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632).

 

Galileo se construye su propio telescopio, después de conocer la noticia de su descubrimiento, atribuido al fabricante de lentes alemán Hans Lippershey (en 1608) pero cuya primera invención parece que se debe al español y gerundense Juan Roget en 1590. Construye también el primer termoscopio, para medir la temperatura. Galileo observa las manchas solares y sus cambios, conoce que la superficie de la Luna no es llana, que tiene valles y montañas, y declara que no es un cuerpo incorruptible. La Biblia es un libro religioso que utiliza el lenguaje de su momento histórico y su misión no tiene que ver con revelar las verdades científicas. Es obligado a abjurar de sus teorías copernicanas y a declarar que la Tierra no se movía (Eppur si muove: y sin embargo se mueve), sin desconocer que Giordano Bruno había sido quemado en 1600.

 

Las dos físicas, la celeste y la terrestre  no son más que una. Todo el cosmos está gobernado por las mismas leyes. Descubre nuevas estrellas: las novas. Sólo las causas eficientes interesan a la física, pues de las causas material, formal y final nada se deduce en la nueva ciencia. Establece la primera ley del movimiento o ley de la inercia, que después Newton integrará en su sistema. Descubre la ley del movimiento uniformemente acelerado. Introduce nuevos conceptos en física, como el de vacío. Trabaja sobre los desplazamientos de móviles en planos inclinados («los objetos se aceleran independientemente de su masa»), sobre la velocidad de caída de los graves, desde la famosa torre inclinada de Pisa. Descubre la ley de isocronía de los péndulos. Muestra que los proyectiles siguen en el vacío trayectorias parabólicas (Newton establecerá su naturaleza elíptica). Elabora una teoría sobre las mareas que resulta ser errónea, porque se basaba exclusivamente en el movimiento de la Tierra y no en el de la Luna.

 

 

 

Newton (1642-1727). Isaac Newton, hijo de un agricultor, no fue buen estudiante en los cursos iniciales, pero en la Universidad destacará y aventajará notablemente a todos sus condiscípulos. A los 24 años hace sus más importantes descubrimientos y a los 26 es profesor en la Universidad de Cambridge. Obras: Principios matemáticos de Filosofía natural, Tratado de óptica; Mecánica; Análisis mediante ecuaciones de infinito número de términos.

 

En una época en que la astrología y la superstición estaban aún en boga y en que las esferas de los cielos eran movidos por «extraños motores», Newton viene a barrer todas estas hipótesis y a establecer dos solos mecanismos: las leyes matemáticas que rigen el universo (ley de la gravitación universal) y la acción divina necesaria para dar cuenta del movimiento.

 

La ley de la gravitación universal establece que todo cuerpo atrae a otro con una fuerza proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias. Al igual que Euclides sistematizó la geometría a través de diversos axiomas y postulados, Newton sistematiza la mecánica y la dinámica valiéndose de tres leyes que se exigen entre sí: 1ª) Primera ley de Newton o ley de la inercia, según la cual todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo hasta que es sacado de ese estado por fuerzas impresas sobre él. Esta ley ya había sido descubierta por Galileo y ahora Newton le da precisión y la generaliza a todo el universo. 2ª) Segunda ley de Newton o ley de fuerza: el cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime.  Cuando la masa de inercia permanece constante tenemos esta aplicación de la segunda ley: F = m.a. La fuerza es igual a la masa por la aceleración. 3ª) Tercera ley de Newton o ley de acción y reacción. A toda accción sobre un cuerpo corresponde en él una reacción igual y contraria. Las tres leyes se establecen como un conjunto completo para la mecánica y la dinámica de los cuerpos.

 

Esta astronomía y cosmología que confirman las tesis copernicanas, que extienden las leyes de Kepler más allá del sistema solar, que hacen que el cosmos cerrado y bipartito aristotélico se abra a un universo regido por una única ley (según había visto ya Galileo) que establece una mecánica universal, necesita, con todo, según Newton, un Dios personal que lo haya creado y que lo mantenga.

 

 

 

Cuando se dé el paso siguiente, en el que la gravedad se conciba como un atributo de la masa, podrá prescindirse de Dios. Por esta línea avanzaría el cosmólogo Laplace, a finales del siglo XVIII, que declararía a Napoleón que Dios no era ya necesario para explicar el universo.

 

Newton fue también el creador del cálculo infinitesimal, descubierto por él al tiempo que otro genial matemático, Leibniz, de manera independiente también lo descubría (con notaciones o símbolos distintos en cada caso).

 

 


III. 3. Descartes y la filosofía racionalista

 

 

 

Actividades sobre Descartes:

 

 

 

1. Elabora los temas siguientes sobre Descartes:

 

 

 

1) Las ideas y el método

 

2) La duda metódica y el Cogito.

 

3) El dualismo mente / cuerpo.

 

4) La acusación de círculo vicioso.

 

5) La existencia de Dios.

 

 

 

2. Elabora un repertorio léxico con los principales conceptos de la filosofía cartesiana o referidos a ella (sigue las indicaciones de tu profesor): Cartesianismo. Racionalismo. Mathesis universalis. Método. Reglas del método. Certeza. Verdad. Evidencia. Análisis. Síntesis. Enumeración. Duda metódica. Cogito. Extensión. Dios. Dualismo. Mecanicismo. Etc.

 

 

 

3. Resumen de textos. (Aquellos textos que el profesor te proponga).

 

Expresa la idea o ideas fundamentales del texto, sin citas excesivamente literales, y comenta su estructura conceptual y argumentativa.

 

 

 

4. Anota las dudas y cuestiones que quieras formular.

 

 

 

5. (Cuestión opcional) Expón tus propias reflexiones filosóficas en paralelo a los autores estudiados.

 

 

 

III. 3.1. El personaje Descartes

 

 

 

René Descartes (1596-1650) nació en La Haye, Turena, Francia. Se formó en el famoso colegio jesuita de La Flèche, en el estudio de Aristóteles y la Escolástica, bajo el influjo del sistema de Francisco Suárez. Adquirirá además una sólida formación matemática y física. Después de participar en su juventud en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), primero a favor de los protestantes y después de los católicos, dedicará su vida de burgués rentista a la investigación solitaria, huyendo de las intrigas parisinas y yendo a vivir a Holanda, a partir de 1628. Desde su retiro, mantuvo, no obstante, contacto con los principales sabios de su tiempo, fundamentalmente a través de la mediación del padre Mersenne. Murió en Estocolmo, de una neumonía, invitado por la reina Cristina quien quería aprender su filosofía. Mantuvo también contacto epistolar con la princesa Isabel, que admiraba al sabio, y a quien dedicó su Tratado de las pasiones.

 

Hizo importantes aportaciones matemáticas (coordenadas cartesianas) y en concreto en geometría analítica; también contribuyó a la óptica; a describir diversos fenómenos físicos –el arco iris, la reflexión y refracción de la luz…-, también se preocupó por la vivisección y por la anatomía y la fisiología. Sus teorías físicas y cosmológicas (teoría de los remolinos) quedaron desmentidas por las teorías de Newton. En filosofía es considerado el padre de la filosofía moderna y el creador del moderno racionalismo.

 

Uno de los biógrados actuales de Descartes, Richard Watson, ha denunciado las manipulaciones realizadas por Adrien Baillet, el primer biógrafo del filósofo francés (La Vie de monsieur Des-Cartes, 1691),  a quien se debe la línea de distorsiones que llegan hasta nuestros días. Poco digna de crédito son muchas de las anécdotas, por lo visto, que dejó sembradas esta biografía como aquella costumbre de permanecer en la cama hasta altas horas de la mañana. Así, leemos «Baillet y otros dieron lugar a varios mitos acerca de los años de Descartes en La Flèche, entre ellos el de que su lejano pariente, el padre Étienne Charlet, quien fue rector del colegio de 1607 a 1615, permitía que el delicado y precoz René permaneciera en la cama hasta las once de la mañana en su habitación privada y que asistiera a clase a su antojo. Esto está tan reñido con los severos principios educativos de los jesuitas –levantarse a las cinco, asearse e ir al baño en quince minutos, etcétera- que resulta del todo increíble. Por el contrario, el padre Charlet se habría cerciorado de que se tratara a René como a los demás, para hacer de él un hombre. Además, sólo había veinticuatro habitaciones privadas en la Flèche, con un coste anual básico de doscientas cuarenta libras, más los ayudas de cámara y los tutores, que elevaban el coste mínimo de una habitación privada a por lo menos cuatrocientas ochenta libras anuales, en una época en que trescientas libras anuales se consideraba una remuneración decente para un cura de aldea». La familia de René no era tan rica como para permitirse esos dispendios, teniendo en cuenta que su hermano mayor, Pierre, que también estudiaba en la Flèche, hubiera tenido el trato que prefería al primogénito sobre el simple cadet; la familia de los Descartes sólo era burguesía que comenzaba a medrar algo, pero que no estaba para lujos. Los dos hermanos dormirían en el mejor de los casos en el dormitorio general porque es fácil que tuvieran que alojarse, más económicamente, en una de las pensiones de la ciudad. Las habitaciones privadas quedaban reservadas para la más insigne nobleza.

 

Si hemos de tirar por tierra algunos de los rasgos que se le atribuyen a Descartes, deberemos también rechazar la iconografía que nos ha legado el mito histórico. Según Watson, el retrato de Descartes tan conocido ni es obra de Frans Hals ni es de Descartes, según Watson y el Museo del Louvre que ya lo ha retirado por falta de autenticidad. Los verdaderos retratos autenticados del filósofo francés son un dibujo de Frans Schooten II y una pintura de Jan-Baptist Weenix. El falso retrato de Hals nos muestra a un (falso) Descartes bajo una concepción heroica, rasgos con aristas bien marcadas y firmes, propias de un gran carácter y concibiéndole con una envergadura física imponente, cuando por lo que parece, si nos fijamos en la pintura de  Weenix, más bien nos hallaríamos ante un sujeto con ojeras y el rostro poco terso, de boca y barbilla débiles, menudo, de cortos brazos rechonchos y de doble papada. El falso retrato podría haber sido una idealización del de Schooten.

 

Obra: Discurso del Método, que aparece como una introducción a la Dióptrica, Meteoros y Geometría, en 1637.   En 1641 aparecen en París escritas en latín (más tarde en francés) las Meditaciones Metafísicas.En 1644 aparecen los Principios de Filosofía y en 1645 el Tratado de las pasiones. El Tratado del hombre queda inacabado y se publica póstumo en 1664. Las Reglas para la dirección del ingenio (o Regulae) se publicarán también póstumamente en 1701.

 

 

 

 

 

III. 3.2. El método cartesiano

 

 

 

En concordancia con la revolución científica que se está llevando a cabo en vida de Descartes, fruto de las teorías astronómicas y físicas de Copérnico, Kepler y Galileo, entre otros, y fruto del gran triunfo del paradigma matemático, en el que Descartes participa muy activamente, la ciencia moderna está llevando a cabo un gran esfuerzo por establecer un método que desplace definitivamente al escolástico y aristotélico. Descartes se implica en este tema del método con mayor resolución e interés aún que el que está dedicando a sus investigaciones científicas, y de este propósito y esfuerzo se desplegarán su obra filosófica, cuyo propósito esencial reside en encontrar y establecer con toda precisión el método de toda ciencia, el método de la mathesis universalis: Discurso del Método, Reglas para la dirección del espíritu, Meditaciones Metafísicas.

 

Descartes no admite la escisión entre filosofía y ciencia. El saber en su conjunto es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco la física y las ramas el resto de las ciencias. Se trata pues de encontrar un método de investigación universal y único mediante el cual accedamos a este «árbol de la ciencia». Este método tiene que conseguir la claridad y exactitud que ya ha alcanzado la matemática: «aquellas largas cadenas de razonamientos, todas ellas sencillas y fáciles, de las que se suelen servir los geómetras para llegar hasta sus más difíciles demostraciones, me habían dado la ocasión de imaginar que todas las cosas que el hombre puede conocer se producen del mismo modo y que, si nos abstenemos de aceptar por verdadera una cosa que no lo es, y siempre que se respete el orden necesario para deducir una cosa de otra, no habrá nada que esté tan lejano que al final no pueda llegarse allí, ni nada tan oculto que no pueda descubrirse». Así declara Descartes su fe en la mathesis universalis o en que, en lo sucesivo, guiados del método de los geómetras traducido a la filosofía, el saber humano no tendrá ya límites. Ha de encontrarse este método y, a la vez, ha de fundamentarse su valor universal y absoluto. Esta es la tarea filosófica en la que se embarca el promotor de la filosofía moderna.

 

 

 

III. 3.2.1. Las reglas del método

 

 

 

Descartes busca «un conjunto de reglas ciertas y fáciles que permitan no tomar nunca por verdadero lo que es falso y alcanzar el conocimiento verdadero, acrecentando progresivamente el saber» (Regulae, 4). Frente a la lógica aristotélica, que es un método solo demostrativo, debe alcanzarse un método que permita ampliar los conocimientos.

 

En el Discurso del Método reduce a cuatro la multiplicidad de reglas que había ideado:

 

Primera regla: Regla de evidencia: claridad y distinción. «No admitir nunca nada como verdadero, si antes no se conoce que lo es con evidencia; es decir, evitar con cuidado la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a  mi espíritu que no tuviese ninguna ocasión para dudar de ello». Se trata del criterio de verdad. Es verdadero lo que es claro y distinto.

 

Segunda regla: Regla de división o de análisis. «Dividir cada una de las dificultades que voy a examinar en tantas partes como sea posible y necesario para resolverlas mejor». Se trata de alcanzar las primeras verdades indubitables, que habrán de ser, recuperando la primera regla, evidentes.

 

Tercera regla: Regla de síntesis (deducción). «Conducir por orden mis pensamientos, empezando por los objetos más sencillos y más fáciles de conocer, para subir gradualmente hasta el conocimiento de los más complejos». La regla del análisis exige la de la síntesis como su complemento. El encadenamiento sintético y reconstructivo de las ideas previamente analizadas ha de llevarse a cabo mediante conexiones evidentes, es decir utilizando la deducción que encadena unas ideas a otras por necesidad no sólo extraída de la lógica sino además de las evidencias de nuestros análisis de la realidad, con lo que el conocimiento puede ir ampliándose.

 

Cuarta regla: Regla de enumeración. Como quiera que el espíritu humano es muy limitado y tendente a precipitarse, es preciso salvaguardarse de esta madre de todos los errores haciendo «enumeraciones tan completas y previsiones tan generales hasta estar seguro de no omitir nada». Los procesos de análisis y síntesis deben ser repasados cuidadosamente para no omitir nada y, además, ha de recogerse en este repaso el conjunto de los datos de forma que llegue a construir una visión global (ella misma intuitiva) donde se contenga el complejo proceso en su unidad.

 

Las cuatro reglas se soportan, en definitiva, sobre la necesidad de la evidencia. Pero ¿qué es una evidencia? Para responder a esto, Descartes desplegará todo el arsenal de dudas posibles hasta encontrar un punto de apoyo indubitable. Lo indubitable, lo que está más allá de toda duda posible, eso es la evidencia.

 

 

 

III. 3.2.2. La duda metódica

 

 

 

Las reglas del método han de ser fundamentadas y validadas. No es suficiente con las certezas subjetivas, es preciso acceder a la verdad objetiva. Para ello idea Descartes su duda metódica, que consiste en proponerse dudar de todo aquello, llegando a la duda hiperbólica y contraria al sentido común y a los datos de la experiencia, hasta que no encuentre ya motivo alguno de duda. El precedente histórico más parecido a esta estrategia cartesiana podemos encontrarlo en la duda de san Agustín, para salir del escepticismo, que le lleva a establecer la iluminación divina como fuente de toda verdad.

 

En Descartes no es una duda escéptica, puesto que su objetivo es salir de la duda; es, pues, una duda metódica, provisional, pero de aplicación continua en los procesos de conocimiento. Se impone como una crítica de uso universal en el método de la mathesis universalis.

 

El saber tradicional. En primer lugar ha de dudarse del saber tradicional, pues en múltiples ocasiones me ha engañado. No puede ser este saber el fundamento del conocimiento puesto que no tengo medio seguro de saber cuándo me engaña y cuándo no. La cultura tradicional se ha basado en los argumentos de autoridad, que ahora habrá que abandonar.

 

Los sentidos. En segundo lugar, los sentidos me engañan a menudo. La experiencia sensible no puede ser tampoco el fundamento buscado. Lo que me engaña alguna vez puede engañarme más veces.

 

El entendimiento. En tercer lugar, el entendimiento discurre con argumentaciones que han demostrado no ser infalibles, a la luz de los razonamientos falaces y de las demostraciones erróneas de las filosofías precedentes.

 

La vida es sueño. En cuarto lugar, suelo dar por válidas mis intuiciones inmediatas extraídas de mi estado de vigilia, pero pudiera ser que la vida en que me hallo fuera en realidad un sueño en el que estoy sumido, que me hiciera creer que lo que veo y siento es real, cuando de hecho sería un sueño. Puedo negar, entonces, que tenga sentidos y cuerpo, si finalmente todo lo que creo conocer es sólo un sueño.

 

El Genio maligno. En quinto lugar, parece que las verdades matemáticas serían un saber indubitable (incluso dentro de un sueño), pero si la duda ha de ser hiperbólica o llevada hasta sus últimas consecuencias, pudiera ser que hubiera un Genio maligno, astuto y engañador, que empleara su poder en engañarme para hacerme ver como cierto lo que en realidad es falso. Quizás me engaña y me hace creer falsamente que las matemáticas son verdaderas, por tanto, tampoco este saber es seguro y absoluto. (En el camino de duda que había tentado san Agustín, este último paso no es dado y da las matemáticas como algo cierto).

 

 

 

III. 3.2.3. El Cogito, la res cogitans

 

 

 

La hipótesis del genio maligno manda todas nuestras certezas al traste: toda la realidad queda problematizada y ni siquiera nos queda un solo modelo seguro de conocimiento verdadero. Llegados hasta aquí sólo podrá sacarnos de quedar sumidos en el más profundo escepticismo el encontrar un punto de apoyo indubitable, que destruya incluso la hipótesis del genio maligno. Esta vía de salida va a encontrarla Descartes en el «descubrimiento» del Cogito.

 

En las Meditaciones Metafísicas se expresará así: «[…] …ya he negado que tenga sentidos y cuerpo. Con todo estoy perplejo; porque ¿qué se sigue de ahí? ¿Estoy unido de tal modo al cuerpo y a los sentidos que sin ellos no puedo existir? Mas ya me convencí de que no hay absolutamente nada en el mundo: ni cielo, ni tierra, ni mentes, ni cuerpos; por consiguiente ¿no me he convencido también de que yo tampoco existo? No, por el contrario si me convencí de algo, es que yo existía. Pero existe un mentiroso, no sé quién, sumamente poderoso y muy astuto, que siempre me engaña a propósito. Por tanto, es indudable que yo también existo si me engaña, y me engañe cuanto pueda, nunca conseguirá que yo no sea nada mientras piense que soy algo. De modo que, habiendo sopesado todo más que suficientemente, como conclusión hay que establecer que este juicio: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadero siempre que lo expreso o lo concibo en mi mente. […] [¿Qué soy?] ¿Alimentarme o andar? […] ¿Sentir? […]  ¿Pensar? Aquí está: es el pensamiento. Esto es lo único que no puedo separar de mí. Yo soy, yo existo; es cierto. Pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que pienso…[…] soy, pues, precisamente sólo una cosa que piensa, esto es, una mente o un alma, o una inteligencia o una razón […] una cosa que piensa. (Meditaciones Metafísicas, Segunda Meditación, Versión directa del original latino por Santiago Sagredo, Cuadernos de Anuario Filosófico, «René Descartes, 1», 1991).

 

En el Discurso del Método lo dirá con estas palabras: «Y notando que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba». (Discurso del Método, Cuarta parte). Ego cogito, ergo sum. Je pense, donc je suis. Pienso, luego existo. Es decir, al menos mientras pienso soy, y, por tanto, existo en tanto soy pensamiento. Mi existencia como «sustancia pensante» (res cogitans) es un hecho absoluto que supera cualquier duda. El Cogito de mi ego es algo absolutamente existente (en tanto piensa). Todavía no sé si tengo cuerpo o si existe el mundo exterior y si existe un Dios, pero mi conciencia pensante es un hecho absoluto y gnoseológicamente primitivo. En el orden gnoselógico el Cogito es la realidad primera y fundante de toda otra realidad. El Cogito es la primera verdad indubitable, por donde se demuestra el enunciado titular de la segunda meditación, es decir: que el espíritu humano es más fácil de conocer que el cuerpo. He aquí el anclaje racionalista de Descartes.

 

En el Cogito o en la Cogitatio o en el Pensamiento (Razón o Alma) Descartes reconoce el espíritu humano, la conciencia, que ejecuta diversas funciones: sentir, imaginar, entender y querer. De este modo el filósofo racionalista establece que ha de diferenciarse entre la sensación, la memoria y la imaginación, la voluntad y el entendimiento. La imaginación es también llamada «sentido común», o potencia que une diversas sensaciones. Revisados los modos de operar de estas facultades, todos se equivocan y son engañados con facilidad, salvo el entendimiento cuando establece juicios claros y distintos. La sensación cree saber lo que es la cera por las sensaciones que de ella tiene, pero la cera acercada al fuego cambia de figura y de textura, aun cuando sigue siendo cera, y se queda incapaz por sí misma de explicar estos cambios; la imaginación podría ayudarme a recomponer y unir todas esas sensaciones diversas, pero es incapaz de hacerme ver aquello en lo que consiste la cera o cualquier otro cuerpo, es decir, la Extensión (res extensa). La extensión de los cuerpos está sujeta a infinitos cambios posibles y la imaginación no puede recorrer esos infinitos cambios, por tanto, tampoco es mediante la imaginación como conocemos lo esencial de los cuerpos:

 

«Ahora bien ¿qué cera es ésta que no se percibe a no ser con la mente? La misma que veo, que toco, que imagino, la misma, en fin, que pensaba que era desde el principio. Y hay que observar que su percepción no es visión, ni tacto, ni imaginación, ni nunca lo fue, aunque antes así lo parecía, sino sólo inspección de la mente, que puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o clara y distinta como lo es ahora, según preste menos o más atención a las cosas de que consta. […] Pues como ahora sé que los cuerpos en sí mismos no se perciben propiamente por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino sólo por el entendimiento, ni se perciben porque se tocan o se ven, sino únicamente porque se entienden, reconozco francamente que no puedo percibir nada con más facilidad o evidencia que mi propia mente.» (Mediationes Metafísicas, Segunda Meditación, Versión directa del original latino por Santiago Sagredo, Cuadernos de Anuario Filosófico, «René Descartes, 1», 1991).

 

He aquí el racionalismo cartesiano elevado a su máxima potencia: no sólo la primera certeza es el Cogito sino que además todo lo que externamente conozco es posible gracias a su potencia más independiente y particular: el entendimiento. Si veo o imagino algo es porque en la medida que lo entiendo lo pienso. El entendimiento, dentro del pensamiento, tiene total autonomía y las demás potencias cognoscitivas (sentir e imaginar) dependen en origen del entendimiento. Si siento o imagino es porque estoy pensando (porque soy sustancia pensante o alma) y si conozco lo que siento o imagino es porque lo entiendo.

 

La Cogitatio contiene dos grandes potencias, la perceptio y la volitio. Ésta coincide con la voluntad pero la perceptio contiene a su vez tres facultades: sentir, imaginar y entender. El Yo aparece como un espíritu antes que un cuerpo, como una res cogitans antes que una materia sensible y receptiva. Esta Cogitatio es  la verdadera esencia del Yo, que está constituida por la sensación (y memoria de las sensaciones), imaginación y entendimiento, y, además, en un orden paralelo al cognoscitivo pero no idéntico, está constituida por la voluntad. Mientras que la sensación y la imaginación tienen límites, la voluntad es más ilimitada. No conocemos los límites del entendimiento humano (quizá sí los míos particulares) pero, en todo caso, se halla limitado porque su naturaleza opera al lado de la sensación, imaginación y voluntad, que son fuentes continuas de error. «¿De dónde, pues, nacen mis errores? A saber, sólo de que siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y como es de suyo indiferente a ellas se extravía muy fácilmente, y elige el mal por el bien o lo falso por lo verdadero» (Cuarta Meditación). La sensación y la imaginación contienen, por su parte, múltiples ideas oscuras y confusas, que sin el concurso del entendimiento no aclararían ni distinguirían bien. Conocer significa, por tanto, poner a trabajar al entendimiento (puro) liberado al máximo de las constricciones de las otras potencias cognoscitivas y no dejarse arrollar por la voluntad, sino dominarla. Pero para los conocimientos ligados sobre todo a la vida práctica el entendimiento ha de acudir al concurso de la memoria y de los sentidos: «Y no debo en modo alguno dudar de la verdad de las cosas, [rechazando, ahora que hay un Dios veraz, la duda hiperbólica, puramente metódica, y rechazando también el supuesto de confundir el sueño y la vigilia] si después de haber apelado a todos mis sentidos, mi memoria y mi entendimiento para examinarlas, ninguno de ellos me aporta nada que contradiga lo que aportan los demás» (Sexta Meditación).

 

El conocimiento de la ciencia ha de acercarse a lo que hace el matemático, por ello, el proyecto del conocer generalizado a las demás ciencias posibles ha de ser una mathesis universalis, ha de seguir el modelo de la geometría (como ya habíamos visto en Platón), pero ahora el Yo ha sido redifinido en función de la estructura de las potencias o facultades de su alma. No ya simplemente alma apetitiva, irascible y racional sino una nueva reordenación: volitio o voluntad (alma apetitiva e irascible), y perceptio o «razón», que contiene unas potencias «débiles» (sensación e imaginación) y una potencia fuerte capaz de llevarnos a la certeza del saber: el entendimiento; por eso, la razón es propiamente el entendimiento, pero el entendimiento no puede operar fuera del conjunto, es decir, fuera de la conciencia cogitante o del yo pensante (Cogitatio o Cogito). Descartes establece que este es el mapa de la conciencia humana.

 

El Ego cogito se constituye como el fundamento de la certeza, es decir, de la verdad de orden lógico. Es una verdad válida en el interior del espíritu humano, una verdad solipsista. Hace falta, pues, que esa verdad aparezca como una verdad objetiva, es decir, verdadera también en el mundo externo a la conciencia. La res extensa que se extiende más allá de mi conciencia, por ahora no es nada más que un producto de mi propio pensamiento. Hace falta validarlo y es preciso encontrar un fundamento ontológico que una al Yo y al Mundo, a la res cogitans con la res extensa, no sólo en el interior de mis certezas sino deducido como una verdad objetiva. Descartes necesita apelar a Dios en el punto en el que ha de validar objetivamente la existencia del mundo. Pero para ello ha de demostrar la existencia de Dios y una vez demostrada, como Deus veracissimus (antípoda del Genio maligno o Deus deceptor), proceder  a reconstruir deductivamente toda la ontología: la res infinita (Dios) fundamento ontológico de la realidad; la res cogitans fundamento gnoseológico de la certeza (verdad subjetiva) en el conocimiento, la res cogitans y la res infinita de consuno estableciendo la verdad objetiva del mundo: la res cogitans porque es capaz de poner a Dios (como una de sus certezas) y las res infinita, porque una vez puesta gnoseológicamente es capaz de validar ontológicamente todo lo demás. Lo que conocemos de la res extensa queda validado provisionalmente por nuestras certezas y definitivamente por Dios, capaz de validar nuestra conexión con las cosas (porque es un Deus veracissimus).

 

 

 

III. 3.2.3.1. Tipos de ideas del Cogito

 

 

 

El Cogito contiene tres tipos diferentes de ideas: adventicias, facticias e innatas. Las ideas adventicias son las que nuestro pensamiento capta de fuera, a través de las sensaciones. Las ideas facticias son las que nuestro pensamiento puede llegar a elaborar, mediante la imaginación (valiéndose de las ideas facticias) o mediante la voluntad. En ninguna de estas ideas podemos encontrar criterios de certeza: no sabemos hasta dónde nos engaña nuestra sensación, imaginación y voluntad. Pero la conciencia humana posee, además, ideas innatas. El conocimiento de la res cogitans es una idea innata. Pero junto a esta idea existen otras, entre las cuales la más fundamental llega a ser la idea de infinito: la res infinita o Dios. Las ideas innatas poseen una contextura particular: son claras y distintas, son evidentes, es decir, llegamos a tener certeza absoluta de ellas. Pero, además, una de estas ideas tiene la cualidad de hacernos pasar de la certeza a la verdad objetiva: la idea de Dios.

 

 

 

III. 3.2.4. Dios: la res infinita.

 

 

 

La idea de Dios como «sustancia eterna, inmutable, perfecta, omnisciente y por la cual yo mismo y todo lo que existe hemos venido sido creados» es tan innata a mi espíritu como la propia autoconciencia de  mi pensamiento.

 

Es una idea que no puede proceder de mí, pues siendo infinita no puede haberla puesto algo finito, ya que en toda causa debe existir al menos tanta realidad como en su efecto. Por ello tiene que haber sido puesta en mi mente por Dios mismo. Esta sustancia infinita y perfecta y, por tanto también veracísima, ha de existir en la realidad además de en mi pensamiento. Descartes valida, de este modo, el argumento ontológico de San Anselmo de Canterbury.

 

En el Discurso del Método Descartes muestra tres ideas innatas sobre Dios (después vuelve sobre ello también en las Meditaciones), una vez que desde la certeza del Cogito procede a buscar otras ideas igualmente evidentes. Lo hace a través de tres argumentos: a) prueba gnoseológica o de lo imperfecto a lo perfecto; es una prueba a posteriori, que va de los efectos a las causas; b) prueba de la causalidad o del Dios creador, igualmente a posteriori, variante de la anterior; y c) argumento ontológico o a simultáneo, porque concluye la relación causa-efecto de un modo inmediato (como se concluía también la existencia del Cogito), por el puro análisis de la idea, cuya esencia coincide con su existencia.

 

La prueba gnoseológica descubre a Dios en el mismo proceso de la duda metódica. Si dudo y puedo dudar de todo es porque tengo a la vez la idea de perfección o de conocimiento absoluto. El proceso de duda es posible en cuanto búsqueda de la verdad; si la duda en que me hallo me hace ser una realidad imperfecta, entonces aquello que busco, el conocimiento absoluto y verdadero, aparece como la realidad perfecta sobre la que se define mi imperfección. La idea de Dios se encuentra en mí en cuanto me estoy moviendo hacia ella al buscar la verdad absoluta. Mi imperfección y mi duda, bajo cuyos efectos evidentes me hallo, está movida y fundada en la idea de perfección, sin la cual aquélla no tendría sentido. Y la idea de algo perfecto coincide con la idea de Dios. Luego Dios existe y es causa sui y causa de las ideas innatas que encuentro en mí.

 

La prueba de la causalidad añade a ese Dios que pone en mí las ideas, un Dios que además causa todo mi ser. Una vez que ha demostrado que existe como ser perfecto, puede ya añadirle perfecciones y  así desplegar los atributos de su esencia, uno de los cuales y fundamental es que se trata de un ser creador y que yo soy creación suya.

 

En el argumento ontológico cartesiano procede a demostrar que la idea de existencia y la esencia de Dios coinciden y se implican mutua y necesariamente (ya hemos apuntado el argumento que utiliza Descartes en la sección dedicada a San Anselmo más arriba). La idea de Dios no es una idea construida mediante la suma de todas las perfecciones: en este caso se trataría de una idea facticia. Es una idea innata, simple, clara y distinta, evidente. Y así como en mi Cogito lo evidente es mi propia existencia, en la idea de Dios («Cogito infinito»), en tanto es infinita, no cabe la no existencia. Existe pues como «Razón infinita» en la que las ideas, atributos o cualidades esenciales que yo puedo representarme (como separados: su esencia en su existencia) no pueden estar separados ni ser nada distinto de su existencia como realidad absoluta; al igual que la idea de triángulo no puede estar separada de la suma de 180º, pero mientras que en esta idea matemática ha debido haber una demostración que conecta la existencia del triángulo con la esencia (180º), en la idea de Dios su esencia y su existencia se muestran simultáneamente necesarias y verdaderas. 

 

De esta manera, a través de esta idea innata tan particular, que es la idea de Dios, éste va a constituirse en garante de nuestras evidencias. Nuestras verdades encuadradas en un orden gnoseológico van a adquirir fundamento ontológico, a través de un Dios necesariamente existente y veraz, que ha puesto en mí las ideas innatas. Además, la hipótesis de duda metódica hiperbólica que me llevaba al Genio maligno queda automáticamente imposibilitada por la existencia de este Deus veracissimus.

 

Cuando los empiristas (Locke y Hume) nieguen que existan las ideas innatas todo este entramado argumental perderá su fuerza, pues ya no será la razón la fuente de la verdad sino la experiencia. Entre los racionalistas y los empiristas, Kant buscará un territorio intermedio. En todo caso, si el mundo físico tal como se nos impone a nuestra naturaleza es la evidencia de la que van a partir los empiristas, Descartes, en su sistema racionalista, ha de demostrarlo y conectar esta nueva verdad al resto de sus evidencias.

 

 

 

III. 3.2.5. La res extensa

 

 

 

Descartes llama en ocasiones res a la sustancia. Entiende por sustancia «una realidad que es autónoma e independiente de cualquier otra en su ser y en su comportamiento». En sentido absoluto existe la sustancia divina, pero de ésta se derivan, por creación, otras dos sustancias. Además de la res cogitans y de la res infinita, tenemos ideas sobre realidades materiales externas que formamos de nuestras sensaciones, según establece ya en el Discurso. Pudiera ser que estas ideas fueran errores, pero entonces el Dios creador tendería a engañarme y no a hacerme posible la verdad. Pero Dios es un Dios veraz. Luego el mundo exterior no sólo existe en mi pensamiento sino tal como lo concibo: siendo algo externo a mi pensamiento; por tanto, todo aquello que puedo establecer con claridad y distinción del mundo exterior he de tomarlo como verdadero, al igual que admitía las evidencias más inmediatas sobre la existencia de mi propio pensamiento.

 

Las cualidades sensibles de los cuerpos son para mí oscuras y confusas, sin embargo, concibo muy claramente la extensión o res extensa de las cosas. La res extensa es, pues, la esencia de las cosas materiales. Todas las demás cualidades sensibles inhieren en esta sustancia corpórea que es la Extensión.

 

Así pues, la arquitectura ontológica del mundo queda constituida a través de tres sustancias: la sustancia pensante, la sustancia infinita y la sustancia extensa. La sustancia pensante es el fundamento de toda certeza. La sustancia infinita es el fundamento ontológico de todo lo demás, y, también, es el fundamento de la verdad. La sustancia extensa es el fundamento de que exista mundo corpóreo.

 

El ser humano es un compuesto de cuerpo y alma: res extensa y Cogito. La relación es como la del piloto con su nave. ¿Cómo se comunican entre sí estas dos sustancias? La glándula pineal, según Descartes, es el lugar donde las ideas espirituales se transmiten al resto del cuerpo, y donde recoge también del cuerpo sus impulsos animales. Como los animales no tienen Alma, es decir, no tienen razón o entendimiento, entonces todas sus sensaciones y demás actividad no puede quedar gobernada sino por un sistema de automatismo de las bestias con el que Dios las habría creado. Los animales son parecidos a mecanos, son máquinas hechas por Dios, a las que imprimió movimiento a través de un mecanismo similar al de un relojero. La imagen mecanicista del mundo, partiendo de los presupuestos cartesianos, ha de llevar a esa curiosa conclusión: al lado del Pensamiento y de Dios, el mundo material se mueve por la fuerza que Dios creador le ha impuesto; y los animales son, a pesar de las apariencias, máquinas, tesis que antes que Descartes había defendido ya el filósofo español Gómez Pereira en su Antoniana Margarita, de 1554. Las plantas, con mayor razón, también son máquinas.

 

El dualismo alma-cuerpo, dentro de esta ontología que separa tajantemente el espíritu de la materia ha de llevar bien a la idea de que los animales son materia (máquinas) bien a la idea de que los animales son como nosotros, espíritu, un espíritu más imperfecto, tan imperfecto que no puede conocer la verdad, lo que para el racionalista Descartes sería un contrasentido, puesto que sin entendimiento el espíritu deja de ser espíritu, porque deja de ser autoconciencia. Y si desligo las sensaciones del entendimiento, entonces todo lo sentido pasa a ser maquinal. Esa es la nueva visión mecanicista y racionalista que va a imponerse en gran medida en la filosofía occidental a partir de Descartes.

 

 

 

III. 3.2.5.1. La Extensión y la Física

 

 

 

Todo el orden físico es extensión. Junto a la extensión encontramos el movimiento, que sólo puede ser deducido de Dios. El espacio es materia, por tanto es un plenum, un todo lleno, sin acción a distancia (y por tanto los movimientos celestes son como remolinos a los que Dios ha dado movimiento), y es infinito, porque no puede estar limitado de espacio vacío, lo que exigiría postular una extensión sin materia, pero esto sería contradictorio con la constatación de que la materia es esencialmente extensión (donde la materia y la extensión son idénticas y se definen la una por la otra). El cosmos creado por el Dios infinito es, pues, un cosmos también infinito, porque la materia extensa una vez creada no puede dejar de ser también infinita. El cosmos matematizable cartesiano no puede ser finito, y es, por tanto, abierto e indefinido (infinito).

 

Con esta visión cosmológica y física Descartes confirma las siguientes leyes: 1) el principio de inercia. 2) La ley de conservación de la cantidad de movimiento (cuya causa remota y actual es Dios); el movimiento es para Descartes, además, un modo de la materia, algo accidental que Dios le añadió. Además de no haber espacio vacío y de no tener límites el universo, no existen átomos, porque la extensión es infinitamente divisible. Las causas finales y formales aristotélicas y escolásticas ya no son necesarias. El mecanicismo del mundo precisa de una causa eficiente que ponga la materia y el movimiento, es todo. Las leyes naturales se derivan de los fenómenos tal como han quedado constituidos en la obra de la creación, un Dios creador que coincide con el Dios matemático de Galileo, puesto que la materia no puede ser conocida si no es mediante el método matemático.

 

 

 

 

 

 

 

III. 3.2.6. La acusación de círculo vicioso

 

 

 

Se habla de círculo vicioso para referirse a un tipo falaz de argumentación o razonamiento: aquello que se concluye está ya previamente establecido en las premisas.

 

Descartes obtiene el criterio de verdad a partir de la primera verdad descubierta con el ejercicio de la duda metódica. Lo que garantiza la verdad de la proposición “pienso, luego existo” es su claridad y distinción, por lo que podemos aceptar como “una regla general que todas las cosas que percibo muy clara y distintamente son verdaderas” (“Tercera Meditación”).

 

De todos modos este “criterio de verdad” no tiene total garantía hasta que no se demuestra la existencia de Dios y su bondad, y ello, básicamente, por la radicalidad de la duda metódica: la hipótesis del genio maligno pone en cuestión incluso la veracidad de aquello que parece mostrarse como más evidente (con claridad y distinción), por ejemplo que dos más tres sean realmente cinco,  y llega a cuestionar la propia matemática, tanto las proposiciones matemáticas a las que se llega por deducción, como las verdades más simples a las que parece llegarse por intuición. Muchos lectores de las “Meditaciones metafísicas” han señalado que en este punto Descartes parece caer en un círculo vicioso: podemos llegar a la demostración de la existencia de Dios si vemos con “claridad y distinción” que cada uno de los pasos que seguimos en la argumentación es verdadero. Pero, a su vez, la claridad y distinción como criterio de verdad para conocimientos que no son los del cogito, sólo queda suficientemente justificada si Dios existe. El mismo Descartes intenta dar una respuesta a esta cuestión, pero no lo hace de un modo totalmente satisfactorio. En su respuesta indica que Dios se utiliza como garantía solamente de aquellas ciencias que aprehenden conclusiones y necesitan de la memoria. La veracidad divina garantiza que no me engaño al pensar que son verdaderas aquellas proposiciones que recuerdo haber percibido clara y distintamente. Algunos interpretes intentan resolver esta cuestión indicando que Descartes distinguió entre el simple acto de visión mental de la verdad de algo (la evidencia) y el conocer ese algo con ciencia perfecta. Podemos tener claridad y distinción de la verdad “los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos ángulos rectos”, pero no tenemos ciencia perfecta hasta que no hayamos demostrado que Dios existe y es bueno. En este sentido dice Descartes que un ateo puede conocer claramente que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos pero que “tal conocimiento, de su parte, no puede constituir verdadera ciencia” (“Respuesta a las Segundas Objeciones”).

 

La relación que Descartes establece entre el Cogito (fundamento de certeza y de verdad) y Dios (una idea del Cogito que es el fundamento último de las verdades del Cogito) fue tildada en su tiempo de círculo vicioso.

 

Las primeras objeciones fueron escritas por un eclesiástico holandés llamado Caterus, y se referían al «argumento ontológico». Las segundas objeciones fueron recogidas por Mersenne de él mismo y de un grupo de filósofos y teólogos. Las terceras son las de Thomas Hobbes, exiliado en París, partiendo de sus postulados materialistas. Las cuartas objeciones son las de Antoine Arnauld (1612-1694): la famosa objeción del círculo vicioso. A esta objeción contestó cuidadosamente Descartes. Las quintas objeciones son de Pierre Gassendi, gran científico y amigo del padre Mersenne. Las sextas objeciones provenían de algunos matemáticos, entre ellos parece que también Fermat. Todavía hubo unas séptimas y octavas objeciones. En 1659 las obras de Descartes pasan a formar parte del Índice de la Iglesia de Roma.

 

Arnauld en las Cuartas objeciones establece contra Descartes que «Sólo un escrúpulo me resta y es saber cómo puede pretender no haber cometido círculo vicioso, cuando dice que sólo estamos seguros de que son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar seguros de la existencia de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos con claridad y distinción». La evidencia de la existencia de Dios sería subjetiva y por tanto tendría que recuperar la existencia efectiva de Dios (su demostración y su evidencia objetiva) para dar crédito a esta evidencia subjetiva. El círculo vicioso que señala Arnauld funciona así: une dos elementos, A y B, que necesitan apoyarse uno en otro: A) Sólo Dios podría garantizar el valor de la regla de la evidencia; y B) Sólo la regla de la evidencia podría garantizar la existencia de Dios.

 

Descartes se defiende de esta acusación indicando que por lo que se refería al valor de la evidencia había hecho una distinción: «entre las cosas que concebimos […] muy claramente, y aquellas que recordamos haber concebido muy claramente en otro tiempo. En efecto, en primer lugar, estamos seguros de que Dios existe, porque atendemos a las razones que nos prueban su existencia; mas tras esto, basta con que nos acordemos de haber concebido claramente una cosa para estar seguros de que es cierta: y no bastaría con esto si no supiésemos que Dios existe y no puede engañarnos». De manera que las verdades actualmente evidentes no requerirían de la garantía divina, mientras que las verdades tomadas de la memoria necesitan de la estabilidad de un mundo que Dios sostiene como veraz.

 

Arnauld continúa defendiendo su postura, frente a esto, señalando que no tiene sentido  la afirmación cartesiana de la autosuficiencia de evidencias como las de las Matemáticas cuando en el Discurso del método había puesto en duda su valor aplicándoles la duda metódica. Si Descartes podía dudar del valor de la evidencia mientras no demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ninguna base sólida a partir de la cual demostrar tal existencia, pues por muy evidente que fuera tal demostración, siempre podría tratarse de una falsa evidencia provocada, por ejemplo, por el genio maligno.

 

Descartes a su vez, en los Principios de la Filosofía, comentará a este respecto: «cuando después [la mente] recuerda que aún no sabe si […] ha sido creada de tal naturaleza que se engañe aun en aquellas cosas que le parecen muy evidentes, ve que duda justificadamente de ellas y que no puede tener ninguna ciencia cierta antes de haber conocido al autor de su origen». Para conseguir una «ciencia cierta» es preciso contar con la existencia de Dios, del Deus veracissimus.

 

El espectro del genio maligno, según Vidal Peña, una vez invocado ya «nunca puede ser conjurado del todo». Según él, la razón sólo podrá progresar en adelante mediante un vigoroso acto de fe en sí misma, de "fe racional", cuyo punto de apoyo será de carácter práctico, moral más bien que especulativo. Según Vidal Peña, el punto de partida de la racionalidad es el "proceder trascendental" que se expresa en la siguiente frase: «tal cosa tiene que ser así, porque, si no es así, la conciencia entera se desmorona, y eso no puede ser». (Descartes, Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, edición de Vidal Peña, p. XXXV).

 

 

 

III. 3.2.7. El saber humano

 

 

 

En los Principios de la Filosofía establece Descartes que «la filosofía es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen de este tronco son todas las demás ciencias, que se reducen a tres principales, a saber, la medicina, la mecánica y la moral».

 

La metafísica cartesiana, frente a la metafísica anterior, ha quedado establecida a través de la duda metódica y del método de todo conocimiento o mathesis universalis y de las evidencias ontológicas a que se ha llegado: la res cogitans, la res divina y la res extensa. La física consiste en el nuevo mecanicismo: sólo hay materia (que es extensión) y movimiento (regido por la inercia y por la conservación de su cantidad). Una vez que el método de la mathesis universalis pase a aplicarse al resto de las ciencias, iremos conociendo el resto de leyes de la mecánica, de la medicina y de la moral. De todas las ciencias que han de desarrollarse la más perfecta es la moral, que presupone un conocimiento de las demás ciencias y que es además el último grado de la sabiduría. Descartes señala que los frutos no se recogen de las raíces ni del tronco, sino de las ramas. La metafísica y la física tienen una función fundamental pero la utilidad de la filosofía le viene de las ciencias particulares, y muy especialmente de la moral.

 

 

 

III. 3.3. Conclusiones sobre la filosofía racionalista cartesiana

 

 

 

Descartes parte en su método y en su gnoseología del modelo de la ciencia matemática. Como ya venía haciendo gran parte de la filosofía heredera de Platón, pero ahora este antiguo modelo es concebido como nuevo porque se enfrenta a toda la tradición que se ha ido fraguando, apoyada en Platón y sobre todo en Aristóteles, y que ha venido a establecer, como criterio de saber, el criterio de autoridad. Para Descartes como para Galileo la autoridad (magister dixit) no es ya un argumento válido. Por tanto, todo el edificio levantado hasta ahora ha de recomenzarse, tomando como prototipo de conocimiento a la ciencia moderna, que se desarrolla siguiendo el lenguaje de las matemáticas.. La filosofía de Descartes nace de las matemáticas, pero no de su momento griego como en Platón sino del momento moderno en que son aplicables al conocimiento de la naturaleza como su lenguaje propio. Las matemáticas son indubitables (salvo genio maligno) y, por eso, el método a construir o mathesisuniversalis ha de nacer de una duda metódica e hiperbólica, que una vez superada nos muestre los fundamentos metafísicos de las primeras certezas.

 

De aquí derivará Descartes su racionalismo, su dualismo, su mecanicismo y el comienzo de la moderna filosofía idealista.

 

Para construir su ontología, desde los presupuestos matemático y gnoseológico anteriores, deberá buscar un fundamento, que va a tener que recuperar de la metafísica escolástica que por otra parte quiere superar. Las certezas o verdades subjetivas siguiendo el método matemático acaban teniendo entero sentido ontológico de verdad objetiva si son refrendadas por un Dios veraz y perfecto. Este Dios veraz y perfecto resulta ser también infinito, por lo que toda su obra, el universo y el hombre son de algún modo infinitos aunque a una escala de perfección inferior a la de Dios. El universo es infinito porque es abierto y no cerrado como el de Aristóteles. El hombre es «infinito» a través de la capacidad de conocer de su entendimiento, pues aunque es un entendimiento sin duda limitado y finito, los límites de su conocer son indefinidos. Precisamente será la idea de infinito la que lleve a Spinoza y Leibniz a hacer nuevas formulaciones y variantes de la filosofía racionalista.

 

 

 

III. 4. Spinoza

 

 

 

Baruch Spinoza (1632-1677) tiene un apellido hispano: Espinosa. La familia Espinosa había salido de la España del siglo XVI, con el resto de expatriados judíos. El apellido se transforma en la Holanda del siglo XVII en Spinoza, si bien Benito (Baruch) habla latín, hebreo y holandés pero sigue conservando también el idioma familiar: el español.

 

En su juventud fue expulsado de la sinagoga por mantener ideas heterodoxas. Vivió una vida retirada, como discreto pulidor de lentes, sin querer aceptar una plaza en la Universidad. Su obra fue conocida en un reducido círculo intelectual, entre los cuales ha de contarse a Leibniz, que le visitó en una ocasión.

 

Escribió las siguientes obras: Breve Tratado, Tratado de la reforma del entendimiento, Los principios de la filosofía de Descartes, Pensamientos metafísicos. Las más importantes son: Tratado teológico-político, Tratado político, Cartas; y, como expresión cumbre de la filosofía de todos los tiempos la Ética (Ética demostrada según el orden geométrico).

 

Spinoza concibe el infinito de manera distinta a Descartes. Dios y la Naturaleza no pueden ser nada distinto. Hay una sola sustancia: Deus sive Natura. Este «monismo» de la sustancia única es más aparente que real puesto que se expresa en dos niveles conectados pero diferentes: la Natura Naturans y la Natura Naturara. La Natura Naturans está a su vez compuesta de infinitos atributos, de los que conocemos sólo dos: la Extensión y el Pensamiento. La Natura Naturata está compuesta de los modos que expresan los atributos en la escala mundana de las cosas. Todos los cuerpos materiales son modos de la extensión y tanto el alma como el cuerpo humano son modos, del pensamiento y de la extensión respectivamente. No hay que buscar ninguna glándula pineal para que se conecten el espíritu y la materia, pues estos modos se hallan ya conectados desde siempre a través de su procedencia de una única y misma Sustancia infinita.

 

Existen tres géneros de conocimiento: Imaginación (conocimientos confusos y oscuros), Razón (establece ideas claras y distintas y progresar desde la opinión a la ciencia) y Conocimiento intuitivo (ser capaz de ver las cosas sub specie aeternitatis: conexión de verdades dentro de un sistema único).

 

Todo ser se esfuerza  en perseverar en su ser por una especie de ley que le constituye esencialmente: el conatus (que en el hombre puede traducirse por «deseo»).

 

El Tratado teológico-político es un análisis racionalista, sin dejar de remontarse a todas las interpretaciones de la tradición, sobre el verdadero valor de la Biblia o Palabra de Dios.

 

Las tesis de Spinoza no podían ser admitidas en su siglo, eran demasiado corrosivas para la moral y las creencias de la época, así que hasta finales del siglo XVIII será duramente perseguido, por panteísta, ateo, materialista e impío. El idealismo alemán lo redescubrirá sobre todo a partir ya del siglo XIX.

 

 

 

III.5. Leibniz

 

 

 

Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) fue preceptor y diplomático de profesión y aportó hallazgos importantes en matemáticas (cálculo infinitesimal, entre otras aportaciones), en lógica, en lingüística, en cosmología, en física, en política, en teodicea y en filosofía (metafísica y ética).

 

Entre sus obras más importantes cabe citar: Metafísica, Monadología, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, El sistema nuevo de la naturaleza y de la comunicación entre las sustancias, Teodicea.

 

La idea de infinito que en Descartes y en Spinoza se configuraron como se conoce, lleva a Leibniz a construir su propio sistema onto-gnoseológico, difiriendo de cuestiones importantes que no puede admitir en los dos precedentes racionalistas. De Spinoza se distancia por no distinguir convenientemente entre Dios y Naturaleza y de Descartes porque rechaza su mecanicismo y su idea de sustancia. Además, Leibniz es creyente y pretende coincidir con el modo tradicional de entender a Dios, si bien poniendo su idea al día para que converja con los nuevos conocimientos científicos.  Dios es la mónada infinita y el mundo es la creación de Dios y consiste en infinitas mónadas. La idea de  mónada es la de un «átomo» de la realidad pero espiritual. Siendo toda la realidad dinámica, sus últimos elementos han de serlo también.

 

La armonía preestablecida. Las infinitas sustancias se comunican entre sí a través del principio de armonía preestablecida. El alma y el cuerpo se comunican también gracias a esta armonía.

 

Todo el universo creado está constituido por una cadena ininterrumpida de seres de menor a mayor perfección. Las infinitas mónadas existen y están ordenadas en el todo siguiendo una perfecta e ininterrumpida gradación sin saltos y sin vacíos.

 

Verdades de razón y verdades de hecho. Leibniz se opone en su teoría del conocimiento al naciente empirismo de Locke, que establece que toda verdad procede de la experiencia y que es, por tanto, una verdad de hecho. Para Leibniz existen claramente verdades de razón independientes de la experiencia. Desde el punto de vista de la mónada infinita sólo existen las verdades de razón, que son evidentes directamente, porque su negación sería contradictoria. Para la finita naturaleza humana sólo son verdades de razón ciertas verdades lógicas y matemáticas. Por eso el resto de verdades debe conseguirlas a través del estudio de los hechos, porque no llega a ver las razones por las que las cosas no podrían ser de otra manera. Para Dios, que ha creado el mejor de los mundos posibles (no podría ser de otra manera, tratándose de un Dios todopoderoso), nuestras verdades de de hecho son verdades de razón.

 

Las verdades de razón son innatas: no necesitan de la experiencia. Son analíticas: el predicado está ya contenido en el sujeto (por ejemplo: «el todo es mayor que las partes»). Se basan en el principio de contradicción. Son verdades que se refieren a esencias, al margen de la existencia de los objetos.

 

Las verdades de hecho son contingentes, es decir, no necesarias; se refieren a la realidad empírica y a la existencia. No son analíticas y se necesita un principio lógico que Leibniz introduce: el principio de razón suficiente, según el cual todo lo que existe tiene una razón para suceder o existir. Todo es inteligible, de acuerdo con el racionalismo más optimista, si no a través de las verdades de razón sí a través de las verdades de hecho.

 

Leibniz se enfrentó al problema de tener que explicar el mal en el mejor de los mundos posibles. En su Teodicea cree resolver el problema. Distinguió entre mal metafísico, mal físico y mal moral. El mal moral lo introduce el hombre y es consentido por Dios para preservar un bien mayor, la libertad; un mundo sin libertad no sería tan perfecto.

 

Voltaire escribirá a propósito de Leibniz su novela Cándido, donde su personaje principal, Pangloss, es un convencido leibniziano que en nada ve mal y en todo ve bien. La crítica corrosiva volteriana del optimista y cándido sistema leibniziano le lleva a introducir a Pangloss en aventuras llenas de desastres naturales, de «azares injustos» y de fealdad cuya justificación se vuelve absurda o ridícula.

 

 


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Meditaciones metafísicas

 

Segunda meditación. De la naturaleza de la mente humana: que es más fácil de conocer que el cuerpo

 

 

 

La meditación que hice ayer me ha llenado la mente de tantas dudas que, en adelante, ya no está en mi poder olvidarlas. Y sin embargo no veo de qué modo podría resolverlas; así, como si hubiera caído de repente en aguas muy profundas, me encuentro tan sorprendido que ni puedo asegurar mis pies en el fondo ni nadar para mantenerme en la superficie. No obstante, me esforzaré y seguiré, sin desviarme, el mismo camino por el que había transitado ayer, alejándome de todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, al igual que haría si supiese que es absolutamente falso; y continuaré siempre por este camino hasta que encuentre algo cierto o, por lo menos, si no puedo hacer otra cosa, hasta que haya comprendido con certeza que no hay nada cierto en el mundo. Arquímedes, para mover el globo terrestre de su lugar y llevarlo a otro, sólo pedía un punto de apoyo firme y seguro. Del mismo modo podría yo concebir grandes esperanzas si fuera lo bastante afortunado como para encontrar una sola cosa que fuera cierta e indudable.

 

Supongo, pues, que todas las cosas que veo son falsas; y me persuado de que jamás ha existido nada de todo aquello que mi memoria, llena de mentiras, me representa; pienso que no tengo sentidos; creo que el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar no son más que ficciones de mi mente. ¿Qué es, pues, lo que podrá estimarse verdadero? Quizá ninguna otra cosa excepto que no hay nada cierto en el mundo.

 

Pero ¿y yo qué se si no hay ninguna otra cosa diferente de las que acabo de considerar inciertas y de la que no pueda tener la menor duda? ¿No hay algún Dios o cualquier otro poder que me ponga en la mente estos pensamientos? Eso no es necesario, ya que quizás sea yo capaz de producirlos por mí mismo. Yo, al menos, ¿no soy algo? Pero ya he negado que tuviese sentidos o cuerpo alguno. Dudo, sin embargo, pues ¿qué se sigue de ello? ¿Dependo hasta tal punto de mi cuerpo y de mis sentidos que no pueda ser sin ellos? Pero me he persuadido de que no había absolutamente nada en el mundo: ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos; ¿no me he persuadido, pues, de que yo no existía? No, ciertamente, probablemente exista, si me he persuadido, o solamente si he pensado algo. Pero hay un no sé quién engañador, muy poderoso y muy astuto, que emplea toda su industria en que me engañe siempre. No hay pues duda alguna de que existo, si me engaña; y que me engañe tanto como quiera, que nunca podría hacer que yo no fuera nada mientras yo pensara ser algo. De modo que, tras haberlo pensado bien y haber examinado cuidadosamente todas las cosas, hay que concluir finalmente y tener por constante que esta proposición: "Soy, existo" es necesariamente verdadera todas las veces que la pronuncio o que la concibo en mi mente.

 

Pero no conozco aún con suficiente claridad lo que soy yo, que estoy seguro de que existo; de modo que, en adelante, es necesario que me mantenga cuidadosamente alerta para no tomar imprudentemente cualquier otra cosa por mi y, así, no confundirme en absoluto con este conocimiento, que sostengo que es más cierto y más evidente que todos los que he tenido hasta el presente. Por ello consideraré directamente lo que creía ser antes de que me adentrase en estos últimos pensamientos; y cercenaré de mis antiguas opiniones todo lo que puede ser combatido por las razones ya alegadas, de modo que no quede precisamente nada más que lo que es enteramente indudable.

 

¿Qué es, pues, lo que he creído ser antes? Sin dificultad, he pensado que era un hombre. Pero ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No ciertamente, ya que tendría que investigar después lo que es un animal y lo que es racional y así, de una sola cuestión, caeríamos irremisiblemente en una infinidad de otras más difíciles y embarazosas, y no quisiera malgastar el poco tiempo y el ocio que me queda empleándolos en desembrollar semejantes sutilezas. Me detendré, más bien, en considerar aquí los pensamientos que surgían antes por sí mismos en mi mente y que estaban inspirados sólo en mi naturaleza, cuando me aplicaba a la consideración de mi ser. Me consideraba, en primer lugar, como teniendo un rostro, manos, brazos y toda esa maquinaria compuesta de huesos y carne, tal como se muestra en un cadáver, a la que designaba con el nombre de cuerpo. Además de eso, consideraba que me alimentaba, que caminaba, que sentía y que pensaba, y atribuía todas esas acciones al alma; pero no me detenía, en absoluto, a pensar lo que era este alma, o bien, si lo hacía, imaginaba que era alguna cosa extremadamente rara y sutil, como un viento, una llama o un aire muy dilatado, que penetraba y se extendía por mis partes más groseras. Por lo que respecta al cuerpo, no dudaba de ningún modo de su naturaleza; ya que pensaba conocerlo muy distintamente y, si lo hubiera querido explicar según las nociones que tenía de él, lo hubiera descrito de este modo: por cuerpo entiendo todo lo que puede ser delimitado por alguna figura; que puede estar contenido en algún lugar y llenar un espacio, de tal modo que cualquier otro cuerpo quede excluido de él; que puede ser sentido, o por el tacto, o por la vista, o por el oído, o por el gusto, o por el olfato; que puede ser movido de distintas maneras, no por sí mismo, sino por alguna cosa externa por la que sea afectado y de la que reciba el impulso. Ya que, si tuviera en sí el poder de moverse, de sentir y de pensar, no creo en absoluto que se le debieran atribuir estas excelencias a la naturaleza corporal; al contrario, me extrañaría mucho ver que semejantes capacidades se encontraran en ciertos cuerpos.

 

Pero yo ¿qué soy, ahora que supongo que hay alguien que es extremadamente poderoso y, si me atrevo a decirlo, maligno y astuto, que emplea todas sus fuerzas y toda su industria en engañarme? ¿Puedo estar seguro de tener la menor de todas esas cosas que acabo de atribuir a la naturaleza corporal? Me paro a pensar en ello con atención, recorro y repaso todas esas cosas en mi mente y no encuentro ninguna de la que pueda decir que está en mí. No es necesario que me detenga a enumerarlas. Pasemos, pues, a los atributos del alma, y veamos si hay algunos que estén en mí. Los primeros son alimentarse y caminar; pero si es cierto que no tengo cuerpo también lo es que no puedo caminar ni alimentarme. Otro es sentir, pero tampoco se puede sentir sin el cuerpo, además de que, anteriormente, he creído sentir varias veces cosas durante el sueño que, al despertarme, he reconocido no haber sentido en absoluto realmente. Otro es pensar; y encuentro aquí que el pensamiento es un atributo que me pertenece: es el único que no puede ser separado de mí. "Soy, existo": esto es cierto; pero ¿durante cuánto tiempo? A saber: tanto tiempo mientras piense; ya que, quizás, podría ocurrir que si cesara de pensar cesaría al mismo tiempo de ser o de existir. No admito ahora, pues, nada que no sea necesariamente verdadero: yo no soy, pues, hablando con precisión, más que una cosa que piensa, es decir, una mente, un entendimiento o una razón, que son términos cuyo significado anteriormente me era desconocido. Ahora bien, yo soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa.

 

¿Y qué más? Volveré a azuzar mi imaginación para investigar si no soy algo más. No soy, en absoluto, este ensamblaje de miembros que llamamos cuerpo humano; tampoco soy un aire separado y penetrante extendido por todos esos miembros; tampoco soy un viento, un aliento, un vapor, ni nada de todo lo que puedo fingir e imaginar, ya que he supuesto que todos eso no era nada y, sin modificar esta suposición, considero que no deja de ser cierto que soy algo. Pero ¿puede ocurrir que todas esas cosas que supongo que no son nada, porque me son desconocidas, no sean en efecto distintas de mi, que conozco? No lo sé; ahora no discuto este tema; sólo puedo juzgar las cosas que me son conocidas: he reconocido que era e investigo lo que soy, yo, que he reconocido que existo. Ahora bien, es muy cierto que esta noción y conocimiento de mí mismo, considerada precisamente así, no depende en absoluto de las cosas cuya existencia todavía no me es conocida; ni, en consecuencia, con mayor motivo, de las que son fingidas e inventadas por la imaginación. E incluso los términos fingir e imaginar me advierten de mi error, ya que fingiría, en efecto, si imaginara ser alguna cosa, ya que imaginar no es otra cosa que contemplar la figura o la imagen de una cosa corporal. Ahora bien, ya se ciertamente que soy, y que en conjunto se puede hacer que todas aquellas imágenes, y generalmente todas las cosas que se remiten a la naturaleza del cuerpo, no sean más que sueños o quimeras. De lo que se sigue que veo claramente que tendría tan poca razón al decir: azuzaré mi imaginación para conocer más distintamente lo que soy, como la que tendría si dijera: ahora estoy despierto y percibo algo real y verdadero, pero como no lo percibo aún bastante claramente, me dormiré deliberadamente para que mis sueños me representen eso mismo con más verdad y evidencia. Y así reconozco ciertamente que nada de todo lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece a este conocimiento que tengo de mí mismo, y que es necesario alejar y desviar a la mente de esta manera de concebir, para que pueda ella misma reconocer distintamente su naturaleza.

 

¿Qué es, pues, lo que soy? Una cosa que piensa. ¿Y qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que concibe, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina, también, y que siente.

 

Ciertamente no es poco, si todas esas cosas pertenecen a mi naturaleza. ¿Pero por qué no iban a pertenecerle? ¿No sigo siendo yo ese mismo que duda de casi todo, aunque entiende y concibe algunas cosas, que asegura y afirma que sólo estas son verdaderas, que niega todas las demás, que quiere y desea conocer más, que no quiere ser engañado, que imagina otras muchas cosas, a veces incluso a pesar de lo que tenga, y que siente muchas otras, como por medio de los órganos del cuerpo? ¿Hay algo en todo ello que no sea tan verdadero como lo es que yo soy, y que yo existo, incluso aunque durmiera siempre y aunque quien me ha dado el ser utilizara todas sus fuerzas para confundirme? ¿Hay alguno de esos atributos que pueda ser distinguido de mi pensamiento, o del que se pueda decir que está separado de mí mismo? Ya que es de por sí evidente que soy yo quien duda, quien entiende y quien desea, que no es necesario añadir nada para explicarlo. Y tengo también ciertamente el poder de imaginar, ya que, aunque pueda ocurrir (como he supuesto anteriormente) que las cosas que imagino no sean verdaderas, este poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, no obstante, y forma parte de mi pensamiento. En fin, yo soy el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como por los órganos de los sentidos, ya que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Pero me diréis que esas apariencias son falsas y que duermo. Bueno, aceptémoslo así; de todos modos por lo menos es cierto que me parece que veo, que oigo y que entro en calor; y es eso lo que propiamente para mí se llama sentir, lo que, tomado así precisamente, no es otra cosa que pensar.

 

Por donde empiezo a conocer lo que soy con un poco más de claridad y distinción que anteriormente. Pero no puedo impedirme creer que las cosas corporales, cuyas imágenes se forman en mi pensamiento, y que pertenecen a los sentidos, no sean conocidas más distintamente que esa no se qué parte de mí mismo que no pertenece en absoluto a la imaginación: aunque sea una cosa bien extraña, en efecto, que las cosas que encuentro dudosas y alejadas sean más claramente y más fácilmente conocidas por mí que las que son verdaderas y ciertas y que pertenecen a mi propia naturaleza. Pero veo lo que ocurre: mi mente se complace en extraviarse y aún no puede mantenerse en los justos límites de la verdad. Aflojémosle, pues, un poco más las riendas, a fin de que, volviendo a tirar de ellas suave y adecuadamente, podamos regularla y conducirla más fácilmente.

 

Empecemos por la consideración de las cosas más comunes, y que creemos comprender más distintamente, a saber, los cuerpos que tocamos y vemos. No hablo aquí de los cuerpos en general, ya que esas nociones generales son con frecuencia más confusas, sino de algún cuerpo en particular. Tomemos, por ejemplo, este trozo de cera que acaba de ser sacado de la colmena: todavía no ha perdido la dulzura de la miel que contenía, todavía retiene algo del olor de las flores de las que se ha recogido; su color, su figura, su tamaño, son manifiestos; es duro, está frío, se puede tocar y, si lo golpeamos, producirá algún sonido. En fin, todas las cosas que pueden distintamente permitirnos conocer un cuerpo se encuentran en él. Pero he aquí que, mientras hablo, lo acercamos al fuego: lo que quedaba de su sabor desaparece, el olor se desvanece, su color cambia, pierde su figura, aumenta su tamaño, se licúa, se calienta, apenas podemos tocarlo y, aunque lo golpeemos, no producirá ningún sonido. ¿La misma cera permanece tras este cambio? Hay que confesar que permanece y nadie lo puede negar. ¿Qué es, pues, lo que se conocía de ese trozo de cera con tanta distinción? Ciertamente, no puede ser nada de todo lo que he indicado por medio de los sentidos, ya que todas las cosas que caían bajo el gusto, el olfato, la vista, el tacto o el oído, han cambiado, y sin embargo la misma cera permanece.

 

Quizás era lo que pienso ahora, a saber, que la cera no era ni esa dulzura de la miel, ni ese agradable olor de las flores, ni esa blancura, ni esa figura, ni ese sonido, sino solamente un cuerpo que antes me aparecía bajo esas formas y que ahora se hace notar bajo otras. Pero ¿qué es lo que, propiamente hablando, imagino, cuando la concibo de esta manera? Considerémoslo atentamente y, separando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos lo que queda. Ciertamente no queda nada sino algo extenso, flexible y mutable. Ahora bien ¿qué es esto: flexible y mutable? ¿No es que imagino que esta cera, siendo redonda, es capaz de convertirse en cuadrada, y de pasar del cuadrado a una figura triangular? No, ciertamente no es esto, ya que la concibo como capaz de recibir una infinidad de cambios semejantes, y no podría recorrer esta infinidad con mi imaginación y, en consecuencia, esta concepción que tengo de la cera, no procede de la facultad de imaginar. ¿Qué es, ahora, esa extensión? ¿No es también desconocida, puesto que en la cera que se derrite, aumenta, y se hace aún más grande cuando está completamente derretida, y mucho más aún a medida que aumenta el calor? Y no concebiría claramente y según la verdad lo que es la cera, si no pensara que es capaz de recibir más variedades según la extensión de las que yo haya jamás imaginado. Tengo, pues, que estar de acuerdo, en que ni siquiera podría concebir lo que es esta cera mediante la imaginación, y que sólo mi entendimiento puede concebirlo; me refiero a este trozo de cera en particular, ya que por lo que respecta a la cera en general es aún más evidente. Ahora bien ¿qué es esta cera que sólo puede ser comprendida por el entendimiento o la mente? Ciertamente es la misma que veo, que toco, que imagino, y la misma que conocía desde el principio. Pero lo que hay que recalcar es que su percepción, o bien la acción por la que se la percibe, no es una visión, ni un contacto, ni una imaginación, y que nunca lo ha sido, aunque lo pareciera así anteriormente, sino solamente una inspección de la mente, que puede ser imperfecta y confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según que mi atención se dirija más o menos a las cosas que están en ella y de las que ella está compuesta.

 

No obstante, no podría sorprenderme demasiado al considerar cuanta debilidad hay en mi mente, ni de la inclinación que la lleva insensiblemente al error. Ya que, aunque en silencio, considero todo esto en mí mismo, las palabras, no obstante, me confunden, y me veo casi engañado por los términos del lenguaje ordinario: pues decimos que "vemos" la misma cera, si se nos la presenta, y no que "juzgamos" que es la misma, que tiene el mismo color y la misma figura; de donde casi concluiría que conocemos la cera por la visión de los ojos, y no por la sola inspección de la mente, si no fuera que, por azar, veo desde la ventana hombres que pasan por la calle, a la vista de los cuales no dejo de decir que veo hombres, al igual que digo que veo la cera; y sin embargo ¿qué veo desde esta ventana sino sombreros y capas, que pueden cubrir espectros o imitaciones de hombres que se mueven mediante resortes? Pero juzgo que son verdaderos hombres, y así comprendo, por el solo poder de juzgar que reside en mi mente, lo que creía ver con mis ojos.

 

Un hombre que intenta elevar su conocimiento más allá de lo común debe avergonzarse de encontrar ocasión de dudar a partir de las formas y términos de hablar del vulgo; prefiero ir más allá, y considerar si concebía con más evidencia y perfección lo que era la cera cuando la percibí por primera vez, creyendo conocerla por medio de los sentidos externos o, al menos, por el sentido común, tal como lo llaman, es decir, por el poder imaginativo, que como la concibo ahora, después de haber examinado con exactitud lo que es, y de qué forma puede ser conocida. Sería ridículo, ciertamente, poner esto en duda. Pues ¿qué había en esta primera percepción que fuese distinto y evidente, y que no pudiera caer del mismo modo bajo el sentido de cualquier animal? Pero cuando distingo la cera de sus formas exteriores y, como si la hubiera despojado de sus vestimentas, la considero completamente desnuda, aunque se pudiera encontrar aún algún error en mi juicio, ciertamente, no podría concebirla de este modo sin una mente humana.

 

Pero, en fin, ¿qué diré de esta mente, es decir, de mí mismo? Pues hasta aquí no admito en mí ninguna otra cosa que una mente. ¿Qué diré de mí, yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera? ¿No me conozco a mí mismo, no sólo con tanta verdad y certeza sino aún con mucha más distinción y claridad? Ya que si juzgo que la cera es, o existe, porque la veo, se seguirá con mucha mayor evidencia que yo soy, o que existo yo mismo, por el hecho de que la veo. Porque podría ocurrir que lo que yo veo no sea, en efecto, cera; también podría ocurrir que yo no tuviera ojos para ver cosa alguna; pero no es posible que cuando yo veo o (lo que ya no distingo) cuando yo pienso que veo, que yo, que pienso, no sea algo. Igualmente, si pienso que la cera existe porque la toco, se volverá a seguir la misma cosa, a saber, que yo soy; y si lo considero así porque mi imaginación me persuade de ello, o por cualquier otra causa que sea, concluiré siempre la misma cosa. Y lo que he señalado aquí de la cera, puede aplicarse a todas las otras cosas que me son exteriores y que se encuentran fuera de mí. Ahora bien, si la noción o el conocimiento de la cera parece ser más claro y más distinto después de haber sido descubierta no sólo por la vista o por el tacto, sino también por muchas otras cosas ¿con cuanta mayor evidencia, distinción y claridad, debo conocerme a mí mismo, puesto que todas las razones que sirven para conocer la naturaleza de la cera, o de cualquier otro cuerpo, prueban mucho más fácilmente y más evidentemente la naturaleza de mi mente? Y se encuentran además tantas otras cosas en la mente misma, que pueden contribuir a la aclaración de su naturaleza, que las que dependen del cuerpo, como estas, casi no merecen ser nombradas.

 

Pero en fin, heme aquí insensiblemente vuelto a donde quería; ya que, puesto que hay una cosa que me es ahora conocida: que propiamente hablando no concebimos los cuerpos más que por la facultad de entender que está en nosotros, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos porque los veamos, o porque les toquemos, sino solo porque los concebimos por el pensamiento, conozco evidentemente que no hay nada que me sea más fácil de conocer que mi mente. Pero, como es casi imposible deshacerse rápidamente de una antigua opinión, será bueno que me detenga un poco en ello, a fin de que, prolongando mi meditación, se imprima más profundamente en mi memoria este nuevo conocimiento.  

 

[Versión de José María Fouce, para "La Filosofía en el Bachillerato". Se sigue la traducción francesa de 1647, del duque de Luynes, que fue revisada y corregida por Descartes, quien introdujo variaciones sobre su propia versión latina de París de 1641, "para aclarar su propio pensamiento", según el testimonio de Baillet, biógrafo de Descartes].