La estética en Jovellanos y Hume

 

A propósito del tomo XII de las obras completas de Jovellanos

 

 

Publicado en: Cuadernos de Investigación, núm. 3,

Fundación Foro Jovellanos del Principado de Asturias,

2009, p. 271-284.

 

 

 

El presente artículo pretende cubrir dos objetivos: 1º) servir de reseña al último tomo de las obras completas de Jovellanos (el tomo XII, de los dieciséis previstos), del IFES XVIII:

Gaspar Melchor de JOVELLANOS, Obras completasXII. Escritos sobre LiteraturaEd. crítica, estudio preliminar y notas de Elena de Lorenzo Álvarez. Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII. Ayuntamiento de Gijón. KRK Ediciones, 2009, 671 páginas.

Y 2º) reflexionar sobre el tema que se suscita en alguno de los inéditos que aparecen ahora publicados, para acabar abordando una cuestión que desde ahí se nos impone: qué paralelismo o contraste cabe ver entre Jovellanos y Hume.

 

En «Cultura» de La Nueva España del jueves 17 de diciembre de 2009 publicábamos una reseña sobre el tomo XII de las obras completas, que titulamos «Jovellanos inédito», que ahora retomamos para ampliarla con el segundo objetivo arriba señalado.

 

El estudio crítico y las notas de este tomo XII, dedicado a «Escritos sobre Literatura», han corrido a cargo de Elena de Lorenzo Álvarez, siempre, por lo que de ella he leído, tan magnífica. Ya estábamos acostumbrados a su buen hacer, pues ya en el tomo IX («Escritos Asturianos») nos encontramos con una también excelente edición crítica, cuyos méritos eran también de Álvaro Ruiz de la Peña Solar.

 

En la «Introducción» (págs. XV-LVI) Elena de Lorenzo nos ilustra sobre los escritos de Jovellanos que aquí se publican y sobre las secciones que se establecen para acogerlos. Tenemos con nosotros al Jovellanos censor de la Real Academia de la Historia, a quien también redacta para esta misma institución la Memoria sobre espectáculos y diversiones públicas, a quien también compone juicios, informes y memorias (aquí se recogen los de asunto literario), a quien escribe, comúnmente bajo algún seudónimo, algunos textos periodísticos para ser publicados en la prensa, a quien escribe la Carta sobre la poesía provenzal y a quien toma apuntamientos, a la par que los traduce, de obras de otros autores, como son Hume, Cicerón, Madame de Sévigné, Joseph Addison, y sobre las Notas para la biografía de la beata Catalina Thomas. Conjunto de escritos (anotaciones o extractos parafrásticos), que permanecían inéditos. Se va cerrando el tomo con apuntes biográficos y anécdotas, otro grupo de escritos también inéditos, y se concluye con dos secciones finales: los apéndices (un Borrador de una supuesta carta literaria y una serie de fragmentos que contienen reflexiones sobre literatura) y la referencia a los que aún siguen perdidos.

 

Entre las alegrías que nos depara la edición del tomo XII figura, así pues, la de incluir varios inéditos. ¿Cabe esperar alguna sorpresa sobre estos inéditos? Para un simple curioso, ¡soslayemos al apasionado investigador!, el hallazgo de inéditos puede suponer un placer intelectual como pocos: matices nuevos, esclarecimiento de algunas sombras¸ secretos enterrados. En lo doctrinal ha de implicar, también, la necesidad de revisar las conclusiones que hasta la fecha se habían establecido. Fijémonos en dos de los inéditos.

 

I. La idea de metáfora en Jovellanos

 

Situémonos, primero, en un Jovellanos que tiene treinta y siete años, recién nombrado académico supernumerario de la Real Academia Española, que firma el 6 de noviembre de 1781 una «Memoria sobre la metáfora». Se debatía en la academia de la lengua qué metáforas deberían ser incluidas en el diccionario. Algunos defendían que podían incluirse las utilizadas por dos o tres autores clásicos pero Jovellanos se opone; defiende que sólo han de incluirse las que estén atestiguadas por un uso general y constante. Pero para resolver el problema práctico de qué metáforas incluir y cuáles no, Jovellanos ha de abordar el tema de fondo que viene dado y supuesto: qúe es una metáfora. Y también: cuándo algo que nació como metáfora deja de serlo porque funcionalmente pasa a ser ya otra cosa. Y por tanto: ha de diferenciarse entre metáforas retóricas, las que lo son en sentido estricto, y aquellas otras que son palabras de origen metafórico pero que no son ya metáforas porque han perdido ese objetivo retórico.

 

La Academia definía la metáfora como una figura retórica que traslada un significado propio a otro que no lo es. Jovellanos, a lo largo  de ocho páginas llena de argumentos bien trabados, estima que no siempre es figura retórica, porque hay metáforas que se establecen fuera de los objetivos retóricos. El lenguaje opera, según el español, trasladando sentidos no sólo para intensificar o adornar sino como medio de expresar de alguna manera lo que no puede decirse directamente. Pone como ejemplo «desenfrenarse»: quitar el freno a los vicios, y no ya a un carruaje. «Desenfrenarse» se genera, pues, como metáfora, pero no es propiamente una figura retórica. Del mismo modo todas aquellas palabras metafóricas determinadas por un uso general y constante, que pasan a ser nuevos modos de hablar y que nada tienen que ver ya con el adorno retórico del discurso. El uso de las metáforas se hace más necesario, puntualiza, cuando se quieren expresar ideas espirituales difíciles de concretar si no es con la ayuda de las ideas materiales. Pasado un tiempo, puede el sentido metafórico transformarse en directo, por el uso repetido, y entonces dejan de considerarse metáforas, como sucede con el verbo «turbar»: «confusión de multitud de gente» (del «turbare» latino) que pasa a ser «confusión de afectos encontrados».

 

La lengua, viene  a decir el joven y osado académico, sólo es creada por un pueblo de hablantes y no por los  literatos. Los literatos pueden, eso sí, como todos, usar la lengua con todas aquellas tonalidades de que el ingenio sea capaz. Las metáforas «voluntarias», buscadas e ingeniosas, no deben figurar en el diccionario, pues entonces, argumenta Jovellanos, ¿cómo podríamos catalogar toda la inventiva habladora humana? ¿Dónde pondríamos todas las metáforas, pero también las metonimias, sinécdoques, alegorías e ironías, en qué diccionario haríamos aparecer todas la ya dichas, y preparados a incluir todas las posibles? Así pues, deben aparecer en el diccionario no las metáforas voluntarias (retóricas y particulares) sino las ya determinadas por el uso general y constante y que han pasado a ser ya, por ello, vocablos normalizados. Es decir, en el diccionario  deben figurar sólo las metáforas utilizadas por el pueblo en cuanto conserven todavía su esencia retórica; y no las que son fruto de las ingeniosidades del literato: éstas son inacabables o, cuando menos, un repertorio demasiado abierto y en producción constante.

 

II. La objetividad del gusto en Hume y Jovellanos

 

Avancemos ahora hasta los cincuenta y ocho años del gijonés, con otro de los inéditos que aparecen en «Escritos sobre Literatura»: «Apuntamientos de Hume» [Bellver, 1802] o extractos parafrásticos que Jovellanos toma de los Essays de Hume, en concreto de «On the delicacy of taste and passion», de «Of refinement in the arts», de «Of the standard of taste» y de «On the rise and progress of the arts and sciences».

 

Jovellanos lleva prisionero en Mallorca un año. Estamos en 1802 y el proscrito desconoce todavía su largo y negro futuro, porque, a la luz de lo acontecido, ojalá que las intenciones se hubieran dirigido a castigarle por el delito que supuestamente hubiese cometido y no a retirarle sine die de la vida política. Mientras que para el castigo hubiera hecho falta un juicio, para un encarcelamiento arbitrario no se necesitaba sino una orden. Justamente acaba de ser trasladado de Valdemossa a Bellver. Ha habido que recrudecer el encierro, pues el prisionero sigue escribiendo y, además, ha tenido el atrevimiento de dirigir dos representaciones a Carlos IV pidiendo ser juzgado. Se trata entonces, a toda costa, de que no escriba, de enmudecerle, de evitar el peligro que al parecer suponían su actitud y sus ideas.

 

Con órdenes estrictas de no escribir, mientras tanto el filósofo ha comenzado su «Memoria sobre educación pública». ¿Qué lecturas retoma y consulta en paralelo? Algo sabemos ahora por los apuntamientos recientemente publicados: además de recrearse en la lectura de Cicerón, su filósofo predilecto, anota extractos parafrásticos de los «Ensayos» de David Hume. El escocés es autor prohibido en la católica España. Jovellanos ha de ser un inconsciente arriesgándose tanto. Los papeles se le requisan: menos mal, por eso los conservamos ahora (y por eso están truncados).

 

¿Qué le interesa del autor británico? Su doctrina sobre el gusto: cómo se traban la sensibilidad, la moral y la belleza de las artes. Jovellanos tiene ya muy afianzadas sus propias ideas estéticas, pero, podemos suponerlo con fundamento, se halla perfilando tantos matices que quedan siempre abiertos y, en concreto y muy probablemente, ha de matizar cuanto pueda la conexión que existe entre los sentimientos y la razón. Aunque tome ideas de Hume la solución que dará a este problema se resolverá de otro modo. Obligados a comparar ambos sistemas habríamos de apuntar que mientras para el filósofo empirista el sentimiento se traduce en una especie de «instinto vital» que funciona como verdadera guía de la vida, para el filósofo español el sentimiento es guía de la vida cuando confluye con la razón y cuando en esta unión el conjunto de todo lo que existe puede ser pensado y sentido (indistintamente) en su total armonía, donde la virtud, la verdad y la belleza se entremezclan confudiéndose en una única realidad. Las ideas estéticas de Hume van acordes, como las del asturiano, con los tiempos ilustrados, pero tienen un freno escéptico mayor que el que va a ponerles Jovellanos, tan imbuido como el escocés de las ideas sobre el buen gusto que entonces se debatían. La teoría estética de Hume y la de Jovellanos resuenan similares a la luz del reformismo ilustrado, pero mientras que en Hume lo sublime y lo bello del gusto se alía con el agnosticismo, la inmanencia y la mera «naturaleza humana», en Jovellanos lo sublime y lo bello del gusto conduce al teísmo, la trascendencia y lo sobrenatural y ve en la «Naturaleza toda» un orden admirable que sólo es conocido si es amado y que tanto más perfectamente es amado, cuanto más perfectamente es conocido. Hume, aunque hace algunas concesiones en este sentido que apunta el español, limita mucho más sus conclusiones, imbuido de su constante escepticismo, y, por tanto, mucho más próximo a una actitud agnóstica. Este es el Rubicón que separa a uno y otro.

 

Reconstruyamos con más detalle este balance que acabamos de hacer a vista de pájaro.

 

Si leemos las ideas estéticas de Hume y las de Jovellanos, en lo que tienen de concepciones circunscritas, aplicadas a la idea de arte y de buen gusto o aplicadas a la fuente de donde surgiría el canon de la belleza, seguramente nos costaría discernir las diferencias entre uno y otro, porque en el trazado de sus líneas fundamentales son muy similares. De hecho, en este inédito que ahora comentamos, Jovellanos está tomando anotaciones de varios capítulos y párrafos (que hubieran sido más si no se le hubieran requisado) porque, creemos, las ideas de Hume delinean muy bien lo que él también piensa. ¿Dónde están, pues, las diferencias ente ambos autores, ésas que nosotros ahora queremos poner de relieve? Las diferencias podrán empezar a advertirse cuando estas ideas estéticas pasen a encajarse con el resto de ideas de otros ámbitos: sobre todo las ideas metafísicas y religiosas.

 

III. Escritos estéticos de Jovellanos

 

Jovellanos no ha compuesto ningún tratado sobre estética pero sí ha redactado múltiples escritos donde ha ido dejando constancia de su ideario estético, de sus concepciones sobre el arte y de sus convicciones como preceptista (algunos de estos escritos forman parte, precisamente, del tomo XII que venimos comentando). Podemos rastrear múltiples datos sobre esta temática en su «Correspondencia» (tomos II-V de las obras completas de las que venimos hablando, publicados por el Ayuntamiento de Gijón, el Instituto Feijoo y KRK Ediciones) y en el «Diario» (tomos VI y VII, y a falta de la retardada edición del VIII han de consultarse los de Somoza y Artola, en la BAE y en el IDEA), sin olvidarnos de las «Censuras». Pero además de estos tres paradigmáticos escritos, correspondencia, diario y censuras, Jovellanos cuenta con una importante contribución de contenido estético. Para empezar, en la etapa madrileña, el «Elogio de las Bellas Artes» (1781, mencionamos la fecha de redacción), algunas de las «Cartas del viaje de Asturias o Cartas a Ponz» (1782-1792 y 1796), el «Informe sobre la publicación de los monumentos de Granada y Córdoba» (1786), el «Elogio de  Don Ventura Rodríguez» (1788), el «Discurso sobre el lenguaje y estilo propio de un Diccionario geográfico» (1788), las «Reflexiones y conjeturas sobre el boceto original del cuadro llamado «La familia», de Velázquez» (1789), y prosiguiendo en la etapa asturiana con la «Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones  públicas,  y sobre su origen en España» (1790 y 1796), (obra esta última que aunque la cierra en Asturias es inicialmente de redacción madrileña), el «Curso de Humanidades Castellanas» (1794-1802), el «Tratado del análisis del discurso» (1794), la «Oración sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias» (1797), la «Oración sobre el estudio de las ciencias naturales» (1799), y finalmente, en su etapa mallorquina, la «Memoria sobre la educación pública o sea tratado teórico-práctico de enseñanza con aplicación a las escuelas y colegios de niños» (1801-1802 [?]) y las «Memorias histórico-artísticas de arquitectura» (1802 ó 1804-1807). Y sin fecha conocida podemos incluso citar: la «Manifestación a la Real Academia Española sobre el premio ofrecido por ésta al compositor de una sátira contra los malos juegos», los «Dos fragmentos sobre las Bellas Artes y la Literatura» y las «Ideas de Jovellanos sobre Arquitectura (Arquitectura Altomedieval)». Además, no sería justo dejar de resaltar en su correspondencia la carta de 5 de mayo de 1805 enviada a Ceán, desde la prisión, con pseudónimo de Philo Ultramarino (que se ha publicado como un apartado más, dentro de las memorias histórico-artísticas), ni tampoco su gran epístola didáctica dirigida al grupo poético salmantino devoto del preceptismo de  Jovellanos en los años setenta: «Carta de Jovino a sus amigos salmantinos» (Obras completas, I, 85-96).

 

Una obra muy recomendable, diríamos que imprescindible, para comprender y abarcar bien la dimensión de los escritos estéticos del filósofo español, es la de María del Carmen Lara Nieto: Ilustración española y pensamiento inglés: Jovellanos, especialmente la parte séptima («Teoría estética», págs. 495-520), publicado por la Universidad de Granada, en 2008. Precisamente, tuvimos la suerte de ser visitados por María Del Carmen Lara el 28 de mayo de 2010, en la Casa Natal de Jovellanos, donde pudimos seguir su preciosa conferencia titulada «Jovellanos o la sensibilidad ilustrada», que con suerte quizá el lector de este número de Cuadernos de Investigación pueda encontrar reproducida entre sus páginas.

 

La conclusión, a la vista del interés continuo y potente que el tema estético ha suscitado siempre en Jovellanos, es que cuando el filósofo español extracta y traduce en 1802 las ideas sobre el gusto mantenidas por Hume no está ante un tema para él nuevo sino que sobre ello tiene toda una teoría estética que ha ido elaborando a lo largo de su vida pero que no ha estructurado formalmente nunca y de manera sistemática —en un escrito con «autonomía académica expresa», como pudo haber sido, por ejemplo, la Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, de Edmund Burke (1757)—, aunque sí se ha servido de su sistema de ideas estético para iluminar el problema práctico al que estuviere haciendo frente en cada ocasión determinada (un elogio, un informe, una carta, etc.) y, sobre todo, sí lo ha estado teniendo en cuenta en sus escritos tanto profesionales como personales en el momento de tejer sus ideas de reforma social, partiendo de las cuestiones político-económicas al mismo tiempo que de las jurídicas, pedagógicas, culturales o de las estéticas.

 

Parecería que Jovellanos no tiene un sistema de ideas estético. Lo tiene, pero está entreverado con el resto de su sistema de ideas global. Y esto, a su vez, escrito de manera dispersa y, por ello, pendiente aún de una mejor y mayor comprensión de su conjunto y estructura.

 

IV. Estética y siglo XVIII

 

No olvidamos que el siglo que comparten Hume y Jovellanos es el tiempo de la constitución de la estética como saber autónomo. El racionalista alemán Baumgarten escribe en 1735 Ästhetik, apuntando por primera vez a una disciplina que ha de poder ser conocida como las demás ciencias, «ciencia» podría decirse del «conocimiento sensorial» donde las ideas no nacen claras y distintas como las geométricas sino bastante confusas, aunque no por ello sin la suficiente claridad para desarrollar un saber sistemático del tema. La disciplina ha quedado inaugurada en su autonomía propia. La obra de Winckelmann sobre la historia del arte y su preocupación sobre la arqueología contribuirá al florecimiento de esta nueva sensibilidad estética. Kant, a finales de siglo, se encargará de encajar arquitectónicamente el juicio estético en el conjunto de los juicios lógicos propios de las ciencias naturales y, por otra parte, de los de la razón práctica o de la moralidad.

 

El artículo de D´Alembert en la Encyclopédie sobre la casificación de las artes contribuye a impulsar y divulgar el tema estético. Y autores como Batteux (Las bellas artes reducidas a un único principio, 1746) y Lessing, con su Laokoon (1766), imprimen renovados impulsos a la idea objetiva de lo que ha de entenderse por arte.

 

En la otra vertiente del impulso, la corriente empirista, autores como Shaftesbury o su discípulo Francis Hutcheson (An Inquiry into the original of our Ideas of Beauty and Virtue, 1725),  o como Addison, Burke, Blair, Smith y el mismo Hume (objeto de nuestra actual aproximación) están tratando de desarrollar un pensamiento estético que pretende solventar el problema introduciendo una nueva facultad (el sentimiento: el sentimiento moral y el sentimiento estético) que discurriría paralela a los sentidos corpóreos (las sensaciones) aunque con objetivos propios y con capacidad de establecer juicios de valor diferentes a los del entendimiento.

 

Sería inútil querer ocultar que el siglo XVIII nace y toma sus elementos de los siglos anteriores, sobre todo de los dos inmediatos. Sería inútil olvidarse de que ya Bacon había puesto en correlación las distinas facultades humanas con los diferentes conocimientos (suele citarse la correlación entre la memoria y la historia) y que ya había indagado en la función de la imaginación y su relación con el arte. Y, en esta línea de precedentes de las ideas estéticas modernas, habría que partir también de Boileau (L´Art poétique, 1674), de Pope (Essay on Criticism, 1711), de Dryden, de Corneille, de Muratori (1672-1750) y de la corriente española que podemos iniciar en Cascales (Tablas poéticas, 1617) y que podríamos continuar con Luzán (1702-1754) y tantos otros.

 

Sería miope, a su vez, perder la perspectiva histórica total y no recordar que antes de estos renacentista y modernos, hubo los clásicos: Apeles (352-308), Praxíteles (s. IV a.C.), Cicerón (106-43) y Longino (Sobre lo sublime, entre los siglos III y I a.C.), sin olvidarnos de Platón (s. V-IV a.C.) y de Aristóteles (s. IV a.C.).

 

Pues bien, la consulta de los escritos de Jovellanos nos lleva precisamente a la comprobación de que conocía muy bien las cuatro fuentes de influencia: la remota o del clasicismo greco-latino, la renacentista y moderna, la dieciochesca racionalista procedente del enfoque de Descartes y de Leibniz y la empirista que arranca en Locke y en la escuela escocesa. La mayor parte de los nombres que componen esta nómina de influencias son citados por Jovellanos a lo largo de su dilatada obra; además, de muchos de ellos aparecen datos muy precisos fruto de un notable trabajo de investigación. Es de esperar que, desde estos presupuestos históricos, remotos y próximos, haya que contar con un filósofo ilustrado español, Jovellanos, totalmente implicado en la conformación de un ideario estético a la altura de los tiempos, al lado de los Hume (On the Standard of Taste), Burke (A Philosophical Enquiry into the origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful, 1757), Diderot (Essais sur la peinture, entre otras, llegando a crear incluso una revista de crítica de arte: Salons), y al lado de la generación de españoles sensibles con los temas estéticos como Mayans, Montiano, Isla, Burriel (Compendio de arte poética, 1757) o Arteaga (Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, 1789).

 

V. Estética y religión

 

Mantenemos la tesis, apenas apuntada aquí y allá en hilos aún sueltos, de que la estética y la religión entran en una confluencia especial en el siglo XVIII, y que en el siglo XIX van a derivar una y otra dentro de correlaciones muy fuertes, de modo que, por ejemplo, la mengua de una (en principio, la religión, en crisis y en retroceso como consecuencia de la deriva que lleva del teísmo hacia el deísmo, el agnosticismo y el ateísmo) va a influir directamente en la importancia relativa de la otra (normalmente, el crecimiento del estatus y de la función intelectual y social de la estética). Hay que decir también que hemos observado que la espiritualidad religiosa más genuina que se mantiene a partir del siglo XIX entra en una relación de interdependencia con los temas estéticos con un grado de intensidad muy superior al modelo de religiosidad que puede encontrarse en los siglos que preceden al XVIII. (Salvo que se esté hablando de una religiosidad practicada mecánicamente o fruto de una mera inercia moldeadora). Finalmente, y dicho por ahora de modo muy abrupto, la tarea del ateísmo del siglo XX ha tenido mucho que ver con el esfuerzo por sustituir las motivaciones religiosas por motivaciones estéticas. No queremos decir que la estética se riña con la religión, todo lo contrario: queremos apuntar que ambas hunden sus raíces en una estructura fenomenológica y antropológica muy próxima; y de ahí su fuerte interdependencia, que según defendemos podrá rastrearse históricamente también en los inicios de las primeras formas de religión y de las primeras expresiones estéticas de la humanidad.

 

VI. La idea de Dios en Hume

 

A grandos trazos las ideas estéticas de Hume y de Jovellanos son muy parejas. Las diferencias empiezan al comprobar la función que ejercen en el conjunto del sistema de ideas (sociales, antropológicas, religiosas, etc.).

 

La teoría gnoseo-psicológica del conocimiento en Hume, empirista por sus orígenes y escéptica y antidogmática por sus consecuencias, implica una ontología radicalmente distinta de la defendida por el racionalismo. Las ideas metafísicas de Dios, alma, objetos externos y sustancia quedarán remodeladas en manos de Hume.

 

En las dos ocasiones que Hume intentó obtener una plaza como profesor de Universidad fue rechazado, alegándose en contra de él que profesaba unas ideas antirreligiosas y ateas. La verdad, sobre este tema, es que parece que en sus escritos manifiesta una actitud variable, seguramente dependiendo del contexto desde el que considerara la idea de Dios. Desde el punto de vista de la fe en Dios, a nivel personal, se comporta como un  hombre respetuoso hacia la religión, dando a entender que admite las posiciones teístas generalizadas en su tiempo. Desde el punto de vista de un análisis crítico y filosófico de la idea de Dios, sus conclusiones se inclinan hacia el agnosticismo en donde es posible el deísmo.

 

En sus análisis desarrollados en obras como Historia natural sobre la religión, Diálogos sobre la religión natural, e Investigación sobre los principios de la moral, Hume llega a expresarse en estos términos: «la intolerancia de casi todas las religiones que han conservado la unidad de Dios es tan evidente como los principios contrarios del politeísmo» (Histo­ria natural sobre la religión), lo que parece querer decir que desde una perspecti­va histórica, la idea monoteísta de Dios (que es la que está asentada en la cultura en la que vive Hume) ha aportado manifiestas consecuencias negativas (preludiando las ideas de Feuerbach y Marx en el siglo XIX). Lo que, a su vez, podría parecer llevar soterrado una manifiesta profesión de ateísmo, que en la época no convenía airear en absoluto abiertamente.

 

La impresión general que se obtiene es que entre el teímo y el deísmo preferiría este último, y, más allá del deísmo penetra en los contornos del agnosticismo y quizás del ateísmo, a juzgar por sus mordaces análisis sobre la religión.

 

Técnicamente, en la perspectiva de sus estudios epistemológicos, el tema lo desarrolla de la siguiente manera. Ante el análisis de cualquier idea Hume nunca pierde de vista la fuente de su teoría del conocimiento, que nace del principio de que a toda idea debe pertenecerle una impresión correspondiente. La pregunta es, pues, ¿con qué impresión está ligada la idea de Dios?, ¿tenemos alguna impresión de eso que llamamos Dios? Para Hume es evidente que no tenemos tal impresión. Por tanto, tampoco tenemos propiamente idea alguna sobre Dios, con lo que vendría a ser uno de esos términos que la imaginación compone, en su capacidad de articular las ideas con entera libertad, pero que no tiene ningún fundamento real. ¿De dónde procede, no obstante, el término «Dios»?: «Toda nuestra idea de una  Deidad (de acuerdo con los que niegan las ideas innatas) no es otra cosa que una composición de esas ideas que adquirimos al reflexionar sobre las operaciones de nuestra mente» (Compendio, párrafo 26º. Vid. también Tratado de la naturaleza humana, pág. 24, en la edición de F. Duque, Tecnos, 1988).

 

Dios es, pues, una proyección imaginaria de la mente humana (claro antecedente de Feuerbach). Sin embargo, el propósito de Hume no es exactamente idéntico al de Feuerbach, ya que: «Las acciones de la mente son a este respecto iguales que las de la materia [...] la misma imperfección acompaña a las ideas que nos hacemos de la Divinidad; sin embargo, ello no puede tener efecto alguno ni sobre la religión ni sobre la moral. El orden del universo prueba la existencia de una mente omnipotente; esto es una mente cuya voluntad está «constantemente acompañada» por la obediencia de todo ser y criatura» (Tratado, pág. 243).

 

Dios, en definitiva, aunque no es conocido, es pensado, a través de la apelación a este argumento físico-teológico del orden, raro en el discurso humeano. En este punto prácticamente se da la mano con Jovellanos. La naturaleza humana, como hemos podido apreciar en la teoría empirista de las ideas del escocés, está ordenada, con un cierto aunque deficiente orden (a través de los principios de asociación). El orden de la naturaleza externa, del universo, nos es desconocido en sí mismo, sin embargo parece que ahora se afirma un cierto orden, que se desenvolvería paralela­mente a esta «mente omnipotente». Pero desde estos presupuestos es más fácil derivar hacia el deísmo que hacia el teísmo. Esta última conclusión a la que parece que hemos ido a parar sobre la idea de Dios, no evita que más adelante Hume reequilibre su propia postura, decidiéndose aquí, parece, hacia posturas más agnósticas, al indicar que la idea de Dios recae en el fondo en una tautología: «No tenemos idea alguna de un ser dotado de poder, y menos aún de un ser dotado de un poder infinito. Pero, si deseamos cambiar de expresión, lo más que podemos hacer es definir el poder por medio de la conexión. Y entonces, al decir que la idea de un ser infinitamente poderoso está conectada con cualquier efecto deseado por él, no decimos realmente sino que un ser, cuya volición está conectada con todo efecto, está conectado con todo efecto, lo que es una proposición idéntica y no nos permite comprender la naturaleza de ese poder o conexión» (Tratado, pág. 350).

 

En resumen, parece que podríamos concluir que Hume niega rotundamente la posibilidad de conocer la esencia de Dios, y, en consecuencia, todos los atributos que la teología y la metafísica le atribuyen deberán ser considerados como términos sin fundamento efectivo y sólo podrá atribuirse a la idea de Dios una conexión con la idea de orden que suponemos que existe en la naturaleza.

 

VII. La idea de Dios en Jovellanos

 

Cuando Hume es simplemente deísta, y no agnóstico o ateo (puesto que las tres posibilidades quedan abiertas), aparece muy próximo a las ideas de Jovellanos. Cuando Jovellanos es francamente teísta y se involucra en una tradición cristiana concreta concediendo que ahí está contenido el mejor proyecto histórico que hasta el momento la humanidad ha sabido darse, entonces, es cuando se distancia algo más de Hume. Nuevamente podemos volver a verlos aproximarse cuando escrutamos de cerca la religiosidad de Jovellanos y lo vemos al trasluz del llamado «jansenismo español» (mal llamado pero en todo caso así ha quedado fijado, precisamente porque fue el modo como sus contrincantes de entonces, los antinovatores, les increpaban e insultaban). El jansenismo español involucraba un modo de religiosidad donde Dios era mucho más una idea estética (ético-estética, para ser más precisos) que un conjunto de formalidades externas, de creencias fijadas o de principios que trataban de ser racionalizados por la teología dogmática. La creencia de Jovellanos da continuos signos de alejamiento de ciertas tradiciones (empezando por los enterramientos en el interior de las iglesias que rehuía racionalistamente por motivos de salubridad y continuando con la crítica que hace de las procesiones de Semana Santa) y del estatus social y económico de las órdenes religiosas (la indebida amortización eclesiástica de las tierras y el exceso de órdenes religiosas) pero también respecto a las cuestiones dogmáticas, además de criticar el improcedente poder del Papa en cuestiones de Estado, pretende quedarse con aquellos elementos evangélicos y prístinos que conforman los verdaderos y más puros principios de la religión alejándose al máximo de toda esa casuística de normas y creencias que la historia de la iglesia ha ido acumulando. De ahí su inclinación por el Kempis y su preferencia por la Biblia y los Evangelios. Le interesan mucho las expresiones artísticas religiosas, como las vírgenes de Murillo, y, en general, el arte religioso (que era, entonces, por antonomasia, «el» arte): recordemos sus continuas y finísimas descripciones de iglesias y edificos religiosos tanto en las cartas a Ponz como en su diario, y durante su reclusión las memorias histórico-artísticas donde describe diversas iglesias y conventos mallorquines. Jovellanos unía sin duda sus sentimientos religiosos a sus sentimientos estéticos de manera muy fuerte y dentro de una clara interdependencia. La estética considerada en el amplio sentido de su extensión (no sólo el arte religioso), porque lo mismo que hemos dicho respecto de esta despierta sensibilidad hacia el arte religioso lo vemos en igual medida manifestarse respecto de los sentimientos ante la belleza de la naturaleza:

 

«Nube; calma […] La dudosa y triste luz del cielo; la extensión del mar, descubierta de tiempo en tiempo por medrosos relámpagos que rompían el lejano horizonte; el ruido sordo de las aguas, quebrantadas entre las peñas al pie de las montañas; la soledad, la calma y el silencio de todos los vivientes hacían la situación sublime y magnífica sobre toda ponderación [y en medio de todo ello el cantar patético de un centinela] contrastaba maravillosamente  con el silencio universal. ¡Hombre!, si quieres ser venturoso, contempla la naturaleza y acércate a ella; en ella está la fuente del escaso placer y felicidad que fueron dados a tu ser» (Diario, miércoles, 30 de julio de 1794, Obras completas, VI. pág. 621).

 

El placer y la felicidad, en suma el sentido de la vida, está directamente ligado y dependiente de las emociones estéticas. Y bien se ve que éstas contienen un colorido difícil de diferenciar de aquellas que se desprenden del mismo sentimiento religioso, las que surgen ante la sublime idea del creador y dador de todos los sentidos: Dios, según Jovellanos. La expresividad del lenguaje estético y del religioso en Jovellanos llegan a ser la misma cosa.

 

VIII. Jovellanos y Hume: paralelismos y contrastes

 

Las ideas estéticas de ambos son muy próximas, porque comparten una misma influencia histórica y porque en Jovellanos predomina la concepción empirista sobre la racionalista, que resuelve el tema de la bellleza y del buen gusto concediendo al hombre un sentimiento estético-moral específico. Ahora bien, los nexos del sentimiento con la razón son más fuertes y estrechos en Jovellanos que en Hume, en quien la razón queda muy disvalorada y rebajada de atribuciones.

 

Las ideas religiosas de ambos en sus puntos más próximos pueden conciliarse bastante bien, pero mientras que en Hume sólo es posible una visión histórico religiosa deísta, donde Dios ocupa una función de dador de orden del conjunto del cosmos, en Jovellanos esa misma función sigue siendo la fundamental, pero ese orden se traslada del cosmos a todos los estratos de la realidad, porque en el fondo todo es expresión de una realidad unánime, y, en ese sentido, la idea de Dios da sentido también al ser humano y a su historia. Mientras que Hume es un declarado combatiente de la metafísica, Jovellanos no encuentra ningún hiato entre la cadena de sentidos que enlazan a los entes todos y, por otra parte, un sentido global que los unifica a todos y a través del cual, precisamente, adquieren su sentido particular cada uno de los entes.

 

Sin embargo, no sería justo extraer la conclusión de que Hume mantiene una postura totalmente definida frente a otra de Jovellanos tambien totalmente definida, aunque distante de la del escocés. Visto de cerca, comparten muchos presupuestos, hasta incluso pueden hallarse muy próximos en su idea de Dios (sobre todo, si pudieran hablar sin prevenciones y sin miedos). Pero hay algo particular y diferente para cada uno empezando por la propia personalidad, por la función profesional que desempeñan y por la tradición cultural de cada cual.  Hay pequeñas distancias en uno y otro respecto de temáticas diversas, y es considerado en bloque y en el conjunto de las ideas que mantienen como más se advierten las diferencias: la clave está, seguramente, según creemos, en que uno, Hume, representa ya un modelo de sensibilidad estética, religiosa y epistemológica al que se le ha roto la unidad de lo real y queda abocado, aún sin haberlo claramente asumido, hacia un pluralismo ontológico, mucho más composible con el ateísmo del siglo XIX, mientras que el otro, Jovellanos, representa un modelo de sensibilidad estética, religiosa y espistemológica que puede seguir manteniendo la unicidad de lo real, a través de la unión que la idea trascendente de un Dios (principio y fin) puede mantener con el resto del cosmos, considerado éste como un todo, donde lo heterogéneo siempre se halla cubierto por alguna capa de homogeneidad. Se trata de dos distintas posibilidades que se abren después del universo unificado, racional y «autónomo» de Newton, dos posibilidades «estéticas»: o comprendo las cosas más bien bajo la especie de un pluralismo de fondo o más bien las comprendo bajo la articulación de un principio articulador y único. Las dos salidas parecían plausibles, entonces. Ambas posibilidades estéticas son las que se han estado desarrollando en los siglos XIX y XX.

 

IX. De cómo la estética puede absorber a Dios

 

Apuntaré, ahora, en tanto mi inspección deja de ser distante y paso yo mismo a comprometerme con alguna de estas ideas arriba descritas (el último objetivo de leer, ilustrarse y recrearse seguramente es el de mejorar nuestro propio modo de pensar), apuntaré, reitero, que el modelo unitario, monológico o monista (monismo que incluye un dualismo: alma-cuerpo o cielos-tierra o Dios-naturaleza) cada vez entra en más y más problemas y en más y más contradicciones que se le acumulan y que ha de salvar o vadear (multiplicadas desde la teoría de la evolución y desde la desustacialización de lo real que se impone desde los estratos microfísicos y macrofícos de la materia). Mientras tanto y por el contrario, el modelo pluralista y  abierto no necesita de trascendencia y queda de este modo liberado de dar cuenta de un problema sobrevenido y extraño que cada vez obstaculiza más la natural comprensión de la lógica del mundo material.

 

Cuando depender de una idea de un ser trascendente influía directamente en el modo estable de racionalizar el mundo y, con ello, en la misma manera de concebir la bondad humana y los valores de lo bello y lo sublime, aquella idea tenía toda su virtualidad funcional. El siglo XVIII es el tiempo en que comienza a abrirse y a generalizarse de manera práctica la doble posibilidad: un cosmos cerrado regido unitariamente desde una instancia trascendente o un universo abierto regido por sus propias leyes inmanentes. Teóricamente esta alternativa no era nueva, pero ahora se vuelve más palpable y próxima la doble posibilidad, sobre todo cuando el modelo hegemónico (procedente del mundo de las ideas platónico, procedente también del cosmos aristotélico y ptolemaico, y de su motor inmóvil, y procedente, bien se sabe, del Dios creador monoteísta) entra en recesión, porque el conjunto de saberes científicos se pliega mejor al nuevo modelo en alza que al antiguo.  Pero durante el siglo XIX quedaba todavía el problema de que la idea de un ser moral exigía un orden trascendente, porque, de otro modo, si Dios no existe todo está permitido. Sin embargo una nueva eticidad y moralidad ha ido creciendo sin necesidad de afianzarse en las ideas religiosas y esto ha hecho ver que la ética, al igual que la estética y al igual que la lógica pueden funcionar y funcionan de hecho dentro de esquemas exclusivamente inmanentes. E incluso cabe concluir que son los modelos trascendentes los que más problemas artificiosos reproducen al propiciar a un ser humano no enteramente autónomo y al propulsar formas culturales diversas fuertemente dependientes de ideas absorbentes y totalizantes  que son fuente de conflictos humanos que vienen a añadirse a los inevitables simples y puros problemas de subsistencia. Por decirlo con brusquedad: si Dios existiera, todas las culturas que lo comparten ya han tenido el tiempo de unirse y de compartirlo, y, sin embago, no lo han hecho. Luego, a partir de ahí, y en un mundo globalizado, las diferencias religiosas (que ya no son necesarias históricamente como signos de identidad, pues ya hay otros modelos de identidad igualmente potentes) son sobre todo fuente de enfrentamientos.

 

La estabilidad y equilibrio que dio la religión durante mucho tiempo a los problemas éticos, antropológicos y cosmológicos (¿quién ha creado el  mundo?), por no decir a los políticos, psicológicos y morales (un cura me ahorra cien gendarmes), puede ser sustituida cada vez más por una nueva estética, que parte de la inmanencia fenomenológica del ser humano y de la realidad material circundante, y que tiene la capacidad de reconstruir de otra manera todos los valores que durante muchos siglos quedaron encargados a los fines de la religión.

 

Jovellanos y Hume unidos por sus circunstancias históricas, hijos del siglo XVIII, pero  estando muy próximos en tantos temas, apreciamos que están ya algo separados. Uno mira más bien hacia un ángulo de la escena que se abre y el otro hacia un ángulo algo divergente. El español puede todavía experimentar un perfecto encaje entre la idea de trascendencia y sus emociones estéticas y el escocés, a pesar de que mantiene cierta idea de trascendencia, no puede ya encajar las distintas piezas sino en la idea de una naturaleza, pero una naturaleza que cada vez se le descompone más y que cada vez pierde más su unicidad. Perdida la unicidad del sujeto que le daba su alma («No tenemos ninguna noción de que nuestras percepciones inhieran o se encuentren albergadas en una especie de receptáculo unificante, al que llamamos nuestra alma», vid. Tratado, pág. 333) todo lo demás va a ir también rompiéndose. Hasta que con renovados esfuerzos, en los siglos XIX y XX, vuelven a recomponerse, bajo otros modelos fundamentalmente estéticos, aquellas partes que siguen siendo necesarias para sobrevivir con coherencia y con consecuencia.

 

SSC

Gijón, 27 de julio de 2010