Jovellanos y la religión

 

El problema religioso en Jovellanos 

 

 

Discurso de investidura como Patrono

de la fundación Foro Jovellanos

del Principado de Asturias

 

 

Ilustrísima Concejala de Cultura, Dña Mercedes Álvarez; Ilustrísimo Presidente del Foro, D. Jesús Menéndez Peláez; querido amigo Jorge González Nanclares, estimados patronos y amigos de Jovellanos, señoras y señores:

 

Se me acoge hoy públicamente como patrono de la Fundación Foro Jovellanos, en un grupo humano que llega ya a la centena, al lado de otro centenar amplio más que son oficialmente «amigos de Jovellanos». Me sumo convencido al proyecto de honrar la memoria de don Gaspar, difundir  su obra y promover su pensamiento para el beneficio de Asturias y de España, que no ha de ser discordante con el bien de otras naciones. En cuanto a mis méritos, no puedo ocultar que he dedicado cuatro años y medio al estudio de nuestro ilustrado, que son los que me han llevado a ser amigo de Jovellanos, pero en cuanto al honor que se me concede de ser patrono de la Fundación Foro Jovellanos, no me pidan a mí la razón, que no sabría dársela bien, sino a la generosidad de la Junta Rectora y la de la Junta General del Patronato de la Fundación, que son quienes aprobaron mi ingreso. A ellos va todo mi agradecimiento. Yo, al aceptar, sólo quiero pensar en aportar a este Foro la parte que me corresponda, que tengo que suponer que ha de ser bien discreta. Y después de darles las gracias más sinceras y de prepararme a sumar mi pequeño esfuerzo a la de tantas ilustres personalidades, no quiero dar a este honor otro sentido que el que le daba Jovellanos en El delincuente honrado, en boca de don Justo: Bien sé que el verdadero honor es el que resulta del ejercicio de la virtud y del cumplimiento de los propios deberes[1].

 

Introducción. Intentaré ahora trazar un discurso que pueda servir como agradecimiento a la vez que como defensa de mi jovellanismo, en el marco de esta solemne investidura, que no habrá de ser largo, para no cansar, pero que tampoco puede ser excesivamente corto, si pretende profundizar algo, en señal de respeto, ante quienes tanto conocen ya de Jovellanos.

Permítanme empezar con una cita que quiere enmarcar el sentido global de nuestra disertación, en la que Jovellanos se pregunta por el valor que ha de darse a los prohombres del pasado de los que tomamos ejemplo aún en el presente. Dice don Gaspar el 20 de abril de 1797 en el discurso que pronuncia a sus alumnos del Instituto:

 

¿Hasta cuándo ha de durar esta veneración, esta ciega idolatría, por decirlo así, que profesamos a la antigüedad? ¿Por qué no habremos de sacudir esta rancia preocupación, a que tan neciamente esclavizamos nuestra razón y sacrificamos la flor de nuestra vida?

Lo reconozco, lo confieso de buena fe; fuera necedad negar la excelencia de aquellos grandes modelos. No, no hay entre nosotros, no hay todavía en ninguna de las naciones sabias cosa comparable a Homero y Píndaro ni a Horacio y el mantuano [Virgilio]; nada que iguale a Jenofonte y Tito Livio ni a Demóstenes y Cicerón. Pero ¿de dónde viene esta vergonzosa diferencia? ¿Por qué en las obras de los modernos, con más sabiduría, se halla menos genio que en las de los antiguos, y por qué brillan más los que supieron menos? La razón es clara, dice un moderno: porque los antiguos crearon, y nosotros imitamos; porque los antiguos estudiaron en la naturaleza, y nosotros en ellos. ¿Por qué, pues, no seguiremos sus huellas? Y si queremos igualarlos, ¿por qué no estudiaremos como ellos? He aquí en lo que debemos imitarlos[2].

 

¿Por qué volver a Jovellanos? Por muchas razones, porque Gijón se lo debe, Asturias se lo debe y España se lo debe, porque debemos honra a nuestros benefactores aunque sólo sea en cumplimiento del buen sentimiento que señala ser agradecido si se quiere ser bien nacido. Con esto bastaría y quedarían justificados los signos de reconocimiento externo que periódicamente se despliegan, pero es que aún puede volverse a Jovellanos por la razón suprema: no para decir exactamente lo que Jovellanos dijo sino para aprender, en tantas y tantas cosas, como él hizo. Son las maneras, los métodos, el talante, la atalaya racional construida, lo que podemos heredar de nuestro pasado, y, nosotros, como jovellanistas, de Jovellanos. Desde este enfoque vuelvo yo al «asturiano universal» y me planteo por qué vino a ser un problema el tema religioso. 

 

La temática de la religión ha llegado a ser un problema al hablar de Jovellanos porque, por una parte, el tema es en sí mismo controvertido y proclive a irritar sensibilidades pero, por otra parte, porque se han mezclado en los análisis varios planos inconvenientemente. Nosotros nos ocuparemos ahora de componer lo mejor que podamos esos planos, guiados por el criterio de situar el afán de verdad por encima de cualquier otra inclinación. Nuestra argumentación va a elaborarse siguiendo el modelo largo de razonar, por tanto no hay que perder el hilo principal, para lo que prevengo de los cuatro capítulos a seguir: I) una breve panorámica histórica, II) el esbozo de las ideas y creencias de nuestro prócer, III) la articulación de su religiosidad con la dimensión ético-estética y IV) la cuestión del deísmo.

 

Capítulo I. Breve panorámica histórica sobre la controversia del problema religioso en Jovellanos:

 

Si consultamos las distintas tradiciones jovellanistas, encontraremos análisis tensos e ideologizados en exceso. Pasando ahora un poco de puntillas  por los distintos posicionamientos, apuntaremos, a modo de encuadre general, que la religiosidad de Jovellanos no es la misma si la interpreta un liberal de la primera mitad del XIX, un neocatólico en la segunda mitad, si es Somoza quien tercia o si es Caso quien puntualiza, y aún si descendemos más en la escala de los análisis podemos apreciar todavía cómo refluyen las posiciones pasadas y vienen a batirse con las nuevas como cuando, dentro de la vindicación político-religiosa de Jovellanos desde las filas neocatólicas de Nocedal, Gumersindo Laverde y Menéndez Pelayo, salen al paso Franquet y el presbítero Miguel Sánchez que representan las tesis absolutistas de los que incriminaron en su día al gijonés de impío, volteriano y enemigo de la religión.

 

El primer antagonismo político-religioso lo vemos allá, por 1800, entre los absolutistas y los ilustrados, entre los que persiguieron a Jovellanos y los que habían llegado a admitir que las instituciones religiosas no debían situarse en el centro del poder político. Después, los primeros liberales que siguen la estela de don Gaspar recorrerán el camino de la debida separación entre el trono y el altar y sobreentenderán que una cosa son los sentimientos religiosos y otra el lugar que debe ocupar la institución eclesiástica dentro del Estado moderno. Un segundo antagonismo surge cuando Nocedal afirme, en 1858, que Jovellanos es el verdadero fundador del partido conservador o moderado[3], a la vez que denuncia la falsa apropiación que de él hicieron porque nos oponemos a que intenten llevársele a sus filas, aun dado que prueben algún desliz o alguna equivocación propios de la juventud; nos oponemos a que quieran hacer partidario suyo a quien no lo fue nunca, a quien los combatió tenazmente con sus escritos y con sus acciones[4]. Y añade que a partir de la prisión de don Gaspar se quiso dar a entender que era hereje, o ateo, o revolucionario[5], cuando sin embargo había sido educado en las verdades de la santa religión[6], que nunca abandonaría y, además por entonces la impiedad y la falta de toda creencia no habían emponzoñado el corazón de los españoles[7].

 

Sin embargo, la tesis neocatólica no se impondrá como una nueva verdad al fin desvelada, porque no sólo los liberales (ahora progresistas y demócratas) vendrán a oponerse a este argumento que deduce la posición política de la ortodoxia religiosa, sino los propios tradicionalistas más fervorosos se opondrán a esa vindicación, como cuando el presbítero Miguel Sánchez dice: Yo, que había estudiado algo la historia religioso-política de fines del siglo pasado y principios del presente, me convencí muy pronto de que V. [Nocedal], no obstante su sana y excelente intención, sólo por falta de examen, caía en un error parecido al que cometería el que se empeñase en presentar la Minerva de Phidias, el célebre escultor gentil, como una verdadera Concepción de Murillo, el gran pintor cristiano[8].

 

¿Qué media entre la interpretación de Nocedal y la del presbítero Miguel Sánchez?, ¿quién tiene razón de los dos?, ¿quiénes tienen razón en el largo curso de argumentos posteriores, de réplicas y contrarréplicas? Julio Somoza contribuyó en muy buena medida a diferenciar la morfología de lo que era religioso y lo que era político, y José Miguel Caso profundizó con mucho acierto en el esclarecimiento del contexto histórico-filológico del asunto. Nosotros, en esta línea de reconstrucción, intentaremos encajar las piezas, no con afanes ideológico-políticos ni limitados a depurar los «hechos históricos» sino ensayando una determinada filosofía de la historia en la que estos hechos puedan clarificarse aún más. Son necesarias interpretaciones amplias de la historia porque la propia depuración de las «verdades históricas» puede muy bien caer, sin visiones generales, en una mecánica inercial en la que los hechos -anudados siempre a los conceptos- pasan a significar imperceptiblemente, y poco a poco, de una manera «contaminada». La palabra liberal, la palabra democracia, tejen y destejen sentidos muy distintos al correr de los tiempos y más todavía cuando se conjugan con el concepto de religiosidad; un ejemplo de inercia histórica lo vemos en Somoza cuando después de unir la vertiente religiosa de Jovellanos a su talante ético y no al político –en una muy buena intuición del asunto- recrea una personalidad equilibrada, mesurada y centrada, que, al ponerse en contacto con las ideas políticas sin la debida prevención viene a colorearlas de tal modo que Somoza, después de haber quitado la razón a Nocedal y los neocatólicos vendría a dársela al configurar a Jovellanos dentro de una imagen no sólo centrada éticamente sino centrada políticamente y, por tanto, ni en la izquierda ni en la derecha sino en el centro. Estela argumental que va a seguir Caso y con él, prácticamente todos. Nosotros, en esto, somos discordantes, porque una cosa es que una personalidad no sea excéntrica, y aquí podríamos oponer al equilibrado Jovellanos con el excéntrico Rousseau y otra cosa será dentro de qué lógica de ideas ha de entenderse un pensamiento determinado y con él los planteamientos religiosos.

 

Capítulo II. Elementos biográficos que explican su moldeamiento religioso:

 

¿Cuáles son las ideas y la religiosidad de Jovellanos, cuando no olvidamos la perspectiva temporal y el mutar de los tiempos, precisamente porque elegimos un determinado modo de entender grandes tramos históricos? Procedamos con el análisis.

 

Vamos a sostener que Jovellanos fue creyente toda su vida y que mantuvo una piedad religiosa sin quiebra, aunque alejada de la conducta gregaria y bajo un estilo afectivo muy personal; que entre lo que pensaba y sentía y lo que decía y hacía se daba total coherencia en los asuntos nucleares, pero a sabiendas de que no siempre pudo decir todo lo que pensó ni mucho menos pudo exteriorizar y aplicar el conjunto de sus ideas. Aunque bastaron aquellas ocasiones en que se arriesgó para que le sobreviniera la persecución intelectual, la segregación profesional, el destierro (encubierto, no oficial, pero no menos real) y la cárcel.

 

Vamos a defender, asimismo, que la piedad religiosa y el resto de sus concepciones racionales lejos de entrar en contradicción encontraron una articulación donde entrar en conexión en un gozne no chirriante, sin tener que recurrir a ubicar cada problema en departamentos del espíritu incomunicados. Y, finalmente, habremos de decir que, a pesar de su clara piedad y de su coherencia, sus ideas religiosas no encajarán cómodamente ni con la España de su tiempo, ni con el catolicismo decimonónico; habrá de esperarse al Vaticano II, al siglo XX, para que las posturas jovinistas no rozaran con las bisagras religiosas institucionales.

 

La primera cuestión que podemos abordar es la de que «Jovellanos fue creyente toda su vida y mantuvo una piedad religiosa constante». Esto, resulta fácil de conceder hoy si nos situamos en la perspectiva de la circunstancia que le tocó vivir, que estuvo en primer lugar determinada por el hecho de que desde niño sus padres decidieron encaminarle a la carrera de la iglesia; tres de sus hermanos buscarán su salida profesional en la carrera de las armas –serán marinos- y el conjunto de sus hermanas procuraron casarse bien con mayor o menor fortuna. Así que el décimo de los hermanos estudió ya las primeras letras en Gijón bajo ese condicionamiento. Muy joven proseguirá sus estudios en la Universidad de Oviedo, coincidiendo con los últimos años de vida del padre Feijoo, tan afamado ya entonces. A través de una tía abadesa consigue el primer beneficio eclesiástico, su primera beca de estudios diríamos, y, prueba de que a pesar de pertenecer a la nobleza más insigne gijonesa no sobraban en la familia los medios económicos[9] es que no va en primer lugar a una de las más renombradas universidades españolas a completar sus estudios de derecho canónico, sino que se dirige a Ávila, donde el obispo Velarde y Cienfuegos da cobijo a un grupo de «familiares» a quienes protege. Completa los dos derechos (el derecho canónigo y el civil), y se titula en la desacreditada universidad de Burgo de Osma. Entretanto, a Jovellanos que ya ha recibido las primeras órdenes, se le provee de otro beneficio eclesiástico algo más importante que el anterior que le permita proseguir y hacer carrera eclesiástica. Sin duda porque mostró buenas aptitudes y afán de superación, con la dosis conveniente de ambición, el obispo mecenas le consigue una plaza en la Universidad de Alcalá de Henares, después de la de Salamanca, de entre las pocas que sobresalían en aquel sistema de enseñanza del XVIII, es decir, de las menos malas, si seguimos las valoraciones del propio Jovellanos. Allí, después de unos años, vuelve a licenciarse con más prestigio que la vez anterior en los estudios ya realizados y meses después se doctora, fenómeno que tenía que ver más con un desembolso económico que con una ampliación de estudios efectiva[10]. Parece que intenta obtener una de las cátedras universitarias, pero como aparte de méritos ha de entrarse en un sistema de prebendas, sin que sepamos la razón exacta es un hecho que no la consigue. En edad de buscar un empleo, sin medios económicos para emprender intentonas renovadas, y tras consultar las plazas que en el Estado hay habilitadas para su nivel de estudios sabemos que se dirige a Madrid con la idea de reemprender viaje a Galicia y opositar a  una canonjía. En éstas andaba, cuando varía el rumbo de su vida, influido por consejos de su amigo tutor Juan Arias de Saavedra y por su familia los marqueses de Casa-Tremañes, y porque a la vez de los consejos le facilitaron entrar en una terna para poder ser elegido magistrado del reino en alguna de sus vacantes. Jovellanos decide cambiar los afanes del cabildo por la impartición de justicia desde el estrado. No salió nombrado en la primera terna de la primera vacante, aunque sí en la segunda. Pero el hecho de que decidiera la vida civil a la religiosa no nos aparta un ápice de la verdad de su piedad. Queda claro, no obstante, que la profesión de vida religiosa no era la más idónea en el ánimo del de Cimadevilla, en el momento en que le es dado poder escoger. Años más tarde tendrá ocasión de elegir de nuevo, cuando aconseje a su hermana Josefa que no tome los hábitos, de los que se investirá finalmente en las Recoletas Agustinas de Gijón.

 

Pudieran parecer estos datos síntomas de desapego o de falta de piedad. No lo creemos así. Ahora bien, son varios los pliegues y ha de seguirse el curso de cada cosa por sus costuras.

Todos los analistas conceden que durante la prisión de Jovellanos en Mallorca afloró en él una muy patente religiosidad y apego a las formas de la ortodoxia católica. Y, muchos se inclinan, desde el claro contraste entre esta época y las anteriores, a defender que tras una juventud distante y una madurez crítica con la religiosidad habría venido a parar, en la vejez, a reencontrarse con la más transida piedad. Pero sólo son apariencias con pinceladas de verdad. Jovellanos no se vuelve religioso en la prisión, sino que allí puede florecer mejor la piedad y hacerse más visible.

 

¿Qué es lo que pasa en los años de Mallorca? Su vida la había dedicado a la política y al papel de reformador político-moral; sometido a reclusión y desproveído de un juicio justo sólo queda el Jovellanos ético, la persona de a pie, el común de los mortales, y con él el religioso. El afianzamiento de su sentimentalidad religiosa juega un papel importante en el equilibrio de su espíritu, como cauce liberador y medio de alejarse de la depresión. La paráfrasis al salmo Judicame Deus («Júzgame tú, oh Dios») la compone en 1805, a los 61 años, mermada mucho su salud y después de cuatro años de encierro, para pedir a Dios que quiera hacer de juez suyo y de sus enemigos: sácame de las garras del hombre falso y malvado.  Dadas sus creencias, profundizar en su religiosidad y exteriorizarla más, le servía de cauce liberador y le alejaba de la depresión: mi angustia se prolonga más y más cada día; y no viendo término ni salida a tanto padecer, mi alma desfallece, y está cerca de rendirse y ceder al peso de su tribulación. ¿Por qué, pues, Señor, me abandonas? Jovellanos se queja de que siendo inocente está sufriendo un castigo injusto; sólo Dios es el último recurso, en el límite, capaz de restablecer la justicia; la privación de libertad que sufre no se debe a las faltas cometidas contra Dios sino a calumnias de sus perseguidores. Sumido en esta impotencia el prisionero da un grito desgarrado de socorro, como un modo de aferrarse a alguna esperanza y como una búsqueda de fortaleza en la fe que puede dar un sentido superior, más sublime, al sin-sentido de su situación mundana.

 

Capítulo III. Del moldeamiento educativo al engranaje ético-estético religioso:

Dios se hacía más patente, ahora, a través de la personalidad ética de Jovellanos, pero ese Dios siempre estuvo ahí, en su sensibilidad ético-estética que es la que conecta directamente con su concepción racional de la trascendencia. Para Jovellanos, la divinidad se manifestaba en lo que la naturaleza tiene de bello y sublime; todas las facetas estéticas del hombre son expresiones capaces de coincidir con lo más profundo de la religiosidad, porque la religión no se entiende sin sensibilidad estética -las ceremonias piadosas y los ritos sagrados no son más que fórmulas convencionales para canalizar lo que la religión tiene de gregario, formas canónicas que se hacen precisas en su vertiente social-. No hay contradicción entre el Jovellanos mundano y el del Judicame Deus, porque tras la trascendencia del Dios cristiano, encauzado histórica e institucionalmente en la Iglesia católica, la esencial unión de Dios con el hombre venía dada, además de porque era la respuesta racional mejor que cabía encontrar, por el influjo que esta religación tenía con los sentimientos humanos, es decir, en el caso del ilustrado con su capacidad estética y con su eticidad. Y esta perspectiva era la que le permitía, a la vez, ser crítico con los problemas político-moral-religiosos.

Así pues, no hay dos Jovellanos escindidos uno en la época laica y el último regresando desde su vejez a su infancia piadosa. Cuando el señor de Cimadevilla no pudo moverse libremente, cuando reducido a una prisión que habría de durar siete años no pudo proyectar caminos, educar jóvenes asturianos, elevar informes al gobierno…, entonces y sólo entonces al cabo de un año de encierro, perdidas las esperanzas después de sus dos representaciones a Carlos IV fallidas, esboza un Tratado teórico-práctico de enseñanza, y pasando ya cuatro años se hunde en los más negros sentimientos humanos a la vez que se agarra a la única esperanza, que queda convertida en el eje de su sentir, la que se expresa en la paráfrasis al salmo. La época de 1801 a 1804 es la más vacía en producción intelectual y en el caso de la correspondencia el vacío es total, todo lo cual estaba como sabemos más que justificado dadas las estrictas medidas de vigilancia a que fue sometido sobre todo hasta que pasado el tiempo se hizo amigo de sus carceleros y se practicó la vista gorda en lo sucesivo. En el Diario los cuadernos que hoy se conservan dejan también una laguna inmensa entre el 30 de noviembre de 1801 y el 20 de febrero de 1806. En concreto, el año 1803 es un vacío absoluto, sin escrito alguno, carta, referencia… y esta caída que tiene su prolegómeno en 1802 no empieza a remontar hasta 1805 (el año de la paráfrasis al salmo). Estas curvas depresivas por las que pasó su encierro, en parte silenciamiento en parte hundimiento, no le abatirán del todo, porque, Jovellanos, hecho de una fuerte personalidad y de una voracidad intelectual sin límites husmeará en los archivos, leerá códices antiguos y emprenderá una vasta reflexión de carácter estético, precisamente de carácter estético –muy en paralelo con el florecimiento de su sensibilidad religiosa-, como fueron las Memorias histórico-artísticas sobre arquitectura[11], tema que siempre le atrajo pero que ahora se le «imponía» en la escasez de elecciones[12]. ¿Qué se puede hacer cuando se cortan las relaciones que nos implican en el mundo, nos unen a los hombres y nos inmergen en el tráfago de los problemas?: volver al ser ético-estético elemental que somos. Pero la vocación y madera de Jovellanos, siempre que pudo elegir, fue, sin renunciar a sus profundas convicciones, dedicarse a los trajines políticos y a la crítica moral, incluida la crítica religiosa.

Así pues, don Gaspar fue un fiel cristiano; no hay lugar para especular con una sola época de vejez sincera y tampoco para pensar que pudo haber fingido en razón de las circunstancias. La línea recta resulta de unir varios puntos, como cuando a la religiosidad de la prisión mallorquina le unimos el repudio que hace de Jardine («no me gustan ya sus ideas, y menos las religiosas»), su lectura del Kempis y la promesa hecha a Lady Holland en su embarazo de hacer por ella una novena a San Juan Nonato.

 

Para el ilustrado gijonés, es preciso, en materia religiosa, conservar solamente una serie de verdades elementales, adquiridas por evidencia racional y completadas por la revelación que se ha dado como un hecho histórico y que no contradice las verdades del orden natural. Concede la salvaguarda que se debe a las verdades religiosas reveladas en el cristianismo, sin que quepa por su estatuto someterlas a crítica, salvo, como hecho histórico, a la crítica histórica. Cuanto más se estreche el terreno de los dogmas, mejor; según su criterio, bastan la Biblia -los evangelios sobre todo-, los padres de la Iglesia y los  concilios –los primeros, los más importantes- y algo de la doctrina mejor contrastada posterior. Toda especulación metafísica que venga a añadirse a estas verdades reveladas elementales, de las que las fundamentales son alcanzadas por la razón, la historia de las ideas ha demostrado que degeneran en desvaríos y excesos. La razón reconoce la evidencia de un Creador, de donde procede la verdad, la bondad y la belleza, y, en general, el orden, sentido y finalidad del mundo. No hace falta mucho más sino reconocer que estas verdades se transmiten en el seno de las instituciones religiosas, pero que éstas pueden también extraviarse. La «pura religiosidad» no puede ser otra cosa sino la expresión de los más puros sentimientos, por eso conecta directamente con los preceptos éticos fundamentales del corazón humano y por eso se desarrolla merced a la sensibilidad estética que es capaz de contemplar y valorar las maravillas de la Naturaleza, es decir, de conectar con Dios a través de su creación.

 

La capacidad emocional comprende mediante mecanismos estéticos la armonía del mundo, su orden, perfección y finalidad trascendente. El esteticismo ético no es contrario a la razón ni ajeno a ella, sino el complemento y confirmación intuitiva de lo que las razones deductivas alcanzan por otro camino. Ahora bien, mientras que la razón natural se queda en el umbral de la verdad trascendente, y sólo penetra en ella guiado por el dogma revelado, la estética no tiene necesidad de «subir» sino que contempla en el nivel natural, en su misma manifestación, la belleza natural, es decir, el orden, perfección y finalidad. La estética intuitiva corrobora empíricamente lo que la razón especulativa descubre en el límite del mundo material. El sujeto ético reúne en él la doble dimensión racionalista y emotivista, sin que surja en Jovellanos la posibilidad de escisión o dicotomía alguna. «Un sentimiento es un tipo de pensamiento», nos dirá. La razón enlaza en una comprensión conjunta las verdades estéticas con las lógicas analíticas. La infinita cadena de seres naturales no pueden llevar sino a Dios, y la «razón estética» alcanza a ver la evidencia del lenguaje con el que la Naturaleza muestra sus señas de identidad. En la misma naturaleza del mundo está lo sublime, que no puede llevarnos sino a su Creador. La naturaleza se nos presenta como orden, finalidad, perfección y belleza. En Dios, lo mismo da decir verdad, bien que belleza. En el hombre la verdad se da en un encadenamiento de conocimientos que no puede ser ajena a la utilidad (Quid verum, quid utile), el bien procede de dotar de sentido a la vida humana –personal y social–, y la belleza es el modo más directo de aprehender la naturaleza y, tras de ella, conectar con Dios.

 

Capítulo IV. De la religiosidad ético-estética a la frontera del teísmo-deísmo:

 

Contra lo que pudiera sugerir esta acendrada religiosidad, el ilustrado español no conecta con las manifestaciones que se llevan en el momento, las de una religiosidad barroca, donde los signos externos pasan a primer plano, sino que llevando el sentimiento religioso a la intimidad más depurada del ser humano, hace posible que las elementales verdades de la religión no colisionen con los principios prácticos de la política. Desde luego, está en contra de la religión entendida de manera supersticiosa, y dice a estos respectos: Sometiendo de una parte los hombres a vanas y ridículas creencias y a horribles ilusiones y temores, y de otra multiplicando sus leyes morales y rituales y las reglas de su conducta religiosa y civil, degradará a un mismo tiempo el augusto carácter de la Divinidad y la dignidad de la especie humana, robando a sus individuos hasta la escasa porción de felicidad que pudiera gozar en la tierra[13].

 

Y también, recordando que esta envoltura religiosa que gravita siempre sobre el ser humano no se entiende como negación de la felicidad terrena, dirá: Y si esto es así [que del amor a Dios se deriva el amor que el hombre se debe a sí mismo], también serán esencialmente buenos los objetos que apetece este amor: […] Los bienes naturales se pueden reducir a cuatro objetos: la vida, la fama, la hacienda y el placer[14]. Se trata de un misticismo ético-estético que ya no conecta, como el misticismo de levitación, con la huida y negación del mundanal ruido, sino, precisamente, con la racionalización de la felicidad terrena a la que todo hombre puede y debe aspirar.

 

La importancia de la dimensión ético-estética se hace visible cuando apela a la instrucción como medio no sólo de promover la prosperidad de los pueblos sino también como vía de contento interior o felicidad personal, entendida siempre desde la perspectiva estética de lo sublime o de la beatitud inefable del espíritu. Así, dice:

 

Establecido, pues, que el hombre puede perfeccionar su ser por medio de la instrucción, fácil es de inferir que ella sola puede ser el primer instrumento de su felicidad […] Aún es más cierta esta doctrina cuando, elevando a más alto punto la idea de la felicidad se la hiciere consistir en el pleno uso de las facultades del alma humana aplicado al ejercicio de la virtud. Entonces es cuando la instrucción, descubriendo al hombre todas sus relaciones y todas las obligaciones que nacen de ella; entonces cuando, haciéndole amarlas y disponiéndole a cumplirlas, le hacen sentir en la práctica de la virtud aquel estado inefable de paz y de contento interior, que beatifican, por decirlo así, su existencia y constituyen su verdadera felicidad[15].

 

El neomisticismo ético-estético de Jovellanos, que no es evidente en su obra porque no está sistematizado y que hay que rastrearlo aquí y allá, además de que en sus escritos no aparecen tematizados los temas religiosos más allá de líneas sueltas y de ciertas páginas del Tratado teórico-práctico de enseñanza y de la mencionada Paráfrasis al Judicame Deus, ambos escritos durante la prisión y, por tanto, por una parte, fruto de una eticidad no compensada con los elementos político-morales habituales, y, por otra parte, posiblemente revestidos de tonos exagerados, no tanto por la hipocresía a la que obligaría cierta circunstancia sino por una enfatización excesiva en el estilo. Toda la hipocresía de Jovellanos la estimaríamos en no haber dicho todo lo que pensaba, por precaución ante las amenazas de un poder inquisitorial. Pero cuando hubo de hablar, porque lo exigía la verdad y su función social, lo expresaría con toda claridad en el informe que dirige a Carlos IV sobre la Inquisición[16], en 1798, siendo ministro de Gracia y Justicia, donde adopta una postura oficial en la línea del episcopalismo, por tanto crítica al papado, y en consonancia con la reforma eclesiástica que el Sínodo de Pistoia en Italia y las ideas galicanas de Bossuet en Francia habían propugnado y contra las que la Iglesia más tradicionalista reaccionaría enérgicamente. Entre el protestantismo, que se escindía claramente del Papa, y el catolicismo papista supranacionalista, una tercera vía venía siendo ensayada, y en ésta se encontraba Jovellanos al lado de prelados como Antonio Tavira o José Climent y de un nutrido número clandestino de amigos, como la condesa de Montijo o el marqués de Urquijo, movimiento intelectual en España que conocemos como «jansenismo español».

¿Qué pasa con la repercusión social e histórica de las ideas religiosas del prócer asturiano?

En la «época jovinista» –llamemos así a las tres últimas décadas del XVIII y la primera del XIX- las relaciones entre el Estado y la Iglesia no fueron precisamente muy armoniosas. Había un problema de fondo que debía despejarse: Por una parte, el poder económico de la Iglesia dimanaba del modo de posesión de la tierra basado en la amortización (o vinculación indefinida de bienes de forma cerrada y acumulativa, no abierta por tanto al libre intercambio que la economía necesitaba) y este poder se reñía a todas luces con las exigencias de reforma impuestas por la economía política y, por otra parte, la sociedad en España, en su sentido moral, no tenía modelo alguno que pudiera sustituir al que proveía la religión oficial católica y romana. Se trataba, pues, en la óptica de Jovellanos, de salvaguardar lo esencial de la religión y promover, a la vez, serias reformas sociales que se enfrentaban en muchos aspectos a las instituciones religiosas del momento. Procedía defender la verdadera religiosidad pero había que ponerse de parte del Estado y no de la Iglesia romana. En esta tesitura encajan el regalismo de la política en la que participó el ilustrado asturiano, el Informe sobre la ley agraria, y eso que daría en llamarse «jansenismo español»[17]. ¿Era el jansenismo hispano un paso más allá de la raya de la ortodoxia? Depende del ángulo de mira: si para mantener la ortodoxia es preciso defender los intereses temporales de Roma por encima de los de tu propio Estado entonces sí hay ya heterodoxia en Jovellanos y los denominados jansenistas. El lunes 19 de enero de 1801, poco antes de ser encarcelado, anota Don Gaspar en su Diario: Correo: Decreto para admitir la bula «Auctorem fidei»; orden para su observancia. Azotes al partido llamado «jansenista». ¡Ah! ¡Quién se los da, Dios mío! Pero ya sabrá vengarse[18].

 

La postura oficial de la Iglesia en tiempos de Jovellanos era la de Fray Diego José de Cádiz (1743-1801)[19], quien escribiría El soldado católico en guerra de religión, la del padre dominico Francisco de Alvarado (1756-1814), el «filósofo rancio», opuesto fervientemente a los cambios sociales anunciados por los ilustrados, o el padre capuchino, Fray Vélez (Manuel José Anguita Téllez, 1777-1850) que no estaba dispuesto a que el altar ocupara un lugar distante del trono e inferior a él. Era en este punto sobre el que las dos Españas nacientes de entonces empezarían a enfrentarse y seguirían durante los siglos XIX y  XX[20]. (Parece que el XXI habría cerrado ya esta posibilidad en el contexto español, no así en el internacional).

Va quedando patente que el problema religioso en don Gaspar no está en función de una falta de religiosidad o de una religiosidad fingida (aunque sí hay unas ideas que deben disimularse, porque están perseguidas), sino que se trata de una disensión interna entre tendencias religiosas distintas. Menéndez Pelayo había captado muy bien el problema cuando escribió su Historia de los heterodoxos españoles.

 

Sí puede afirmarse que la concepción religiosa de Jovellanos no está anquilosada, no es gregaria, no da importancia a los signos externos y no puede operar en contra de los intereses políticos y de las leyes de un Estado. En este punto nos resulta fértil distinguir entre los sentimientos religiosos y las ideas religiosas. Si los sentimientos podían venir a coincidir con el denominador común más depurado de tantos siglos de cristianismo, las ideas se encontraban en fase de mutación, obligadas por los acontecimientos. Porque ¿cómo coordinó las ideas religiosas con el conjunto de su sistema de ideas científicas, filosóficas, estéticas, éticas, morales y sociales? Ya lo hemos apuntado: encontró la forma de encajar las ideas religiosas en las éticas y estéticas. Pero ¿cómo le afectaron las tensiones políticas que hubo de librar a lo largo de su vida? Nuestra tesis en este punto, es que las ideas religiosas de Jovellanos, ligadas a su sensibilidad ético-estética, caminan en un sentido que va del teísmo al deísmo, es decir, transitan de la idea de un Dios de una religión concreta tomada como la verdadera, el catolicismo, a la de un Ser creador, válido para cualquier religión y por ello mismo distinto ya, porque el ser personal divino que interviene providencialmente se trasmuta en un ente más impersonal, más confundido con la Naturaleza. Al lado de los textos de clara resonancia teísta hay otros de acordes más deístas. Y no es que vayamos una vez más a proponer confusionariamente que hay dos Jovellanos, pero sí que expresó la problemática por la que pasó la España de aquel tiempo de manera paradigmática, y que, en esa medida transitó del teísmo al deísmo a la manera que cabía en un país tan cohesionado religiosamente, como lo habían hecho más atrás los deístas ingleses y a continuación el deísmo de los enciclopedistas franceses para dar respuesta a la contradicción de las guerras de religión y para salir de la intolerancia religiosa que bloqueaba los nuevos caminos que se definían ahora a través de la idea de libertad[21]. Con razón para los ultramontanos de entonces y de los siglos siguientes, decir deísmo suponía comenzar una cadena que llevaba a la impiedad y al ateísmo, por lo que los deístas debían ser perseguidos y anatematizados. Eso fue lo que le sucedió a Jovellanos en su tiempo, que fue perseguido por los defensores de la ortodoxia más férrea. ¿Porque era deísta?: no hay por qué descoyuntar la realidad, porque no llegó a serlo en rigor, pero sí porque buscó dentro de las posibilidades socio-religiosas de la España de entonces una vía de salida a las contradicciones entre la religión y la política. Y esto en España no era todavía deísmo, pero sí fueron los primeros tránsitos que apuntaban hacia ahí. Es decir, que el llamado «jansenismo español» (distante, como se sabe, de las tesis teológicas del jansenismo genuino de Jansenius) ocupa funcionalmente el mismo lugar que el deísmo inglés o francés, países que habían incorporado la reforma protestante y que habían sufrido más sangrantemente los enfrentamientos entre las facciones religiosas.

En noviembre y diciembre de 1799 andaba el promotor del Real Instituto atareado en recabar fondos para el mantenimiento de la institución de enseñanza. El obispo de Lugo (Felipe Peláez Caunedo) le respondía displicentemente negándose a colaborar[22], a lo que Jovino responderá el 16 de diciembre de 1799:

 

Ilustrísimo señor: Por más que yo aprecie el Instituto Asturiano, nunca pudiera extrañar que usted se negase primera y segunda vez a socorrerle, porque estoy harto de ver olvidada la caridad pública de los más obligados a ejercerla. Mas que usted se negase a contestar a sus reverentes oficios, y sobre todo que diese a mi amistosa carta tan despegada respuesta, ni lo esperaba ni lo puedo pasar en silencio.

Aquella carta prueba que yo ignoraba las obligaciones de usted como obispo, cuando le recordaba las que tiene como miembro de la sociedad que le mantiene, y es bien extraño que usted sólo recuerde las primeras para desentenderse de las últimas.

Sin duda que un obispo debe instruir al clero que le ayude en su ministerio pastoral; pero debe también promover la instrucción del pueblo, para quien fue instituido el clero y el episcopado. Debe mejorar los estudios eclesiásticos; pero debe también promover las mejoras de los demás estudios, que usted llama profanos, y que yo llamo útiles, porque en ellos se cifra la abundancia, la seguridad y la prosperidad pública; porque con la ignorancia ellos destierran la miseria, la ociosidad y la corrupción pública, y, en fin, porque ellos mejoran la agricultura, las artes y las profesiones útiles, sin las cuales no se puede sostener el Estado, ni mantenerse los ministros de su Iglesia. Y de aquí es que si los obispos deben aversión a los filósofos que deslumbran y a las malas costumbres que corrompen los pueblos, deben también aprecio a los sabios modestos y protección a la enseñanza provechosa que los ilustra. […]

Me aconseja usted que cuide de gobernar mi casa y tomar estado. El primer consejo viene a tiempo, porque no vivo de diezmos y cobro mi sueldo en vales; el segundo tarde, pues quien de mozo no se atrevió a tomar una novia por su mano, no la recibirá de viejo de la de tal amigo. […]

Sea usted, si quiere, ingrato con su patria y desconocido con sus amigos; pero no caiga otra vez en la tentación de ser desatento con quien pueda tachárselo tan franca y justamente como Jovellanos[23].

 

Así se expresa nuestro prócer cuando no contiene sus ideas y cuando se tocan las fibras sensibles, en este caso la frontera de las obligaciones civiles y religiosas o, si se quiere, las relaciones Iglesia-Estado.

 

Recordemos cómo las ideas religiosas de Jovellanos no coinciden con los modos y hábitos de la liturgia más exotérica, como recuerda en el Diario, el 31 de agosto de 1794:

 

Por la tarde vimos pasar la procesión de rogativa, numerosa, en silencio y bien ordenada; los regidores con coronas y sogas, cosas ridículas, atendida su representación. A mi ver los metió en eso el cura, y a él Machacón. Acuérdome del soneto que hice poner en el «Diario de Madrid» sobre el rosario de los comediantes. Acababa así: «¡Al fin, en esta gente todo es farsa! »[24].

 

La religiosidad de Jovellanos se compone mejor con sus ideas, cuando vemos resonar en él la sensibilidad ético-estética; así leemos en el Diario, el 30 de julio de 1794:

 

Nubes; calma; anuncia calor igual al de ayer. No puedo echar de mi memoria la situación de Santa Catalina en  la noche de ayer. La dudosa y triste luz del cielo; la extensión del mar, descubierta de tiempo en tiempo por medrosos relámpagos que rompían el lejano horizonte; el ruido sordo de las aguas, quebrantadas entre las peñas al pie de la montaña; la soledad, la calma y el silencio de todos los vivientes hacían la situación sublime y magnífica sobre toda ponderación. En medio de ella interrumpió mis meditaciones el ¿Quién vive? de un centinela apostado en el pórtico de la ermita, el cual, oída la respuesta, echó a cantar en el tono patético del país, y esta única voz, de que yo me alejaba poco a poco, contrastaba maravillosamente con el silencio universal. ¡Hombre!, si quieres ser venturoso, contempla la naturaleza y acércate a ella; en ella está la fuente del escaso placer y felicidad que fueron dados a tu ser[25].

 

Pero por si quedara oscura la conexión entre la idea sobre la naturaleza y la de Dios, leamos en lo que dice el 1 de abril de 1799 a sus alumnos, a propósito de inculcarles el valor que tiene el estudio de las ciencias naturales:

 

Pero nacidos para vivir sobre la tierra, ella es la que os presentará los objetos más dignos de vuestra contemplación. ¿Qué nos importaría el conocimiento de los seres superiores, si no fuese por las admirables relaciones que los enlazan con nuestro globo? ¡Oh, cómo resplandece sobre él la beneficencia de Dios! Doquiera que volváis los ojos hallaréis impresa la marca de su omnipotencia y de su bondad[26].

 

Lo que más valoraba nuestro ilustrado liberal del catolicismo era su cristianismo, y no su condición de romano. Fue crítico con las supersticiones, la milagrería, los fanatismos religiosos, con el papel de las congregaciones regulares, con el exceso de frailes y órdenes, con las relaciones Iglesia-Estado, y partidario de una progresiva desamortización de los bienes de la Iglesia, y apuntó a una redefinición entre las relaciones de Roma y la iglesia española. El de Cimadevilla estaba inmerso en una cultura religiosa que reconocía como propia, a la que pertenecía y encontraba coherente pero de la que advertía bastantes enquistamientos político-morales, lo que le convirtió a los ojos de los contemporáneos ultramontanos en un jansenista, en un «afrancesado» o ilustrado sospechoso de heterodoxia, y de ahí a un paso de la sospecha de herejía e incluso de ateísmo. En España no había, podemos afirmarlo, ningún ateo, que pudiera conocerse. Había como mucho alguna postura afín al deísmo; en realidad, la cultura española íntegramente era católica. Ahora bien, como en otros países, dentro de las ideas religiosas operaban enfrentamientos que eran eco del distinto modo de disponer los asuntos civiles con los de la religión. Es Jovellanos, en suma, un reformador también en el terreno religioso, un crítico declarado con los temas fronterizos entre la política y la religión.

 

Final. Acabo, anudando mi argumentación con lo que expresaba en la introducción, en la cita de Jovellanos, sobre el valor que ha de darse a los prohombres del pasado. Planteemos, para terminar, dos reflexiones que van encadenadas, que ya no podrá responder Jovellanos, pero sí nosotros:

 

Primera: ¿Qué lugar ha de ocupar hoy la religiosidad o piedad, viendo que las distintas religiones siguen escindidas y que el proyecto de unión ideal del género humano lo cubren hoy los DDHH?

 

Segunda: Si un Dios, teísta o deísta, era un modo idóneo de explicar racionalmente el mundo infinito, la belleza de la realidad y la inclinación del hombre al bien y a la justicia, ahora, con un hombre proveniente de la evolución animal, que ha cambiado por tanto su engranaje en el cosmos, ¿cabe todavía lúcidamente el encaje que realizó Jovellanos?

Dar aquí una respuesta rápida podría sonar pretenciosa, además de que recorrer las laderas de este problema que se nos plantea hoy requeriría un nuevo detallado análisis. Aunque sin duda, cada uno de ustedes ya habrá esbozado una respuesta, de eso se trata.

He procurado entender el problema de la relación entre la política y la religión en tiempos de Jovellanos no sólo para esclarecer un momento histórico sino como medio de entender y solucionar mejor los problemas del presente que se sitúan en esa misma frontera político-religiosa, y siguiendo su legado aprender más de su método que de la ciega asunción de todas sus ideas, que es de lo que se trata cuando se quiere seguir una estela filosófica. Si lo he conseguido en una pequeña escala, ya es mucho.  

Muchas gracias.

                                              

Silverio Sánchez Corredera

Gijón. 31/03/05

 

 

 



[1] El delincuente honrado, acto IV, escena VI, párrafo de Don Justo, CAES I, pág. 535.

[2] Oración sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias, en Caso, Obras en prosa, Ed. Castalia, Madrid, 1987, pág. 211.

[3] «Discurso Preliminar», BAE I, Pág. XLI.

[4] Ibíd., pág. LIV. La idea de la recuperación política de Jovellanos podemos verla también en la página XLV.

[5] Pág. XXVI

[6] Pág. VI

[7] Pág. VI

[8] Sánchez, Miguel: Examen teológico-crítico, pág. 5. Miguel Sánchez, presbítero, que había recibido en 1865 el envío que el mismo Nocedal le hace de la Vida de Jovellanos, publica en 1881 el Examen teológico-crítico de la obra del excmo. Señor D. Cándido Nocedal titulada «Vida de Jovellanos», furibundo alegato contra sus correligionarios católicos y en defensa de lo que cree una perversa apropiación de quien es un filósofo peligroso. El punto de vista del presbítero arranca del contraste entre la doctrina que mantiene la Iglesia y las posturas de Jovellanos, de donde se deducirá que sus ideas políticas no son lo que pretende Nocedal. La obra se despliega a lo largo de 170 páginas como si fuera una larga carta dirigida a Nocedal reconviniéndole por adscribir a Jovellanos al tradicionalismo y a la verdadera ortodoxia, teniendo en cuenta que fue el mismo prócer neocatólico y carlista quien había enviado un ejemplar al famoso predicador ultramontano. El análisis de Miguel Sánchez, que descarga una batería de argumentos bien elaborados, para mostrar la heterodoxia jovellanista, suele ser despachado por los críticos posteriores como una interpretación extremista poco ponderada. Es verdad que está lleno de conclusiones precipitadas, de una visión claramente prejuzgada desde una actitud ultramontana e incómodamente rígida, pero ¿no representaba el enfoque ideológico de una parte importante del conservadurismo, tradicionalismo y ultramontanismo español frente al liberalismo de la época?

 

[9] La familia poseía una de las tres ferrerías que había entonces en Asturias, pero no era un negocio muy boyante. El cargo de alférez mayor de la villa, dignidad que correspondía de antiguo a la familia, suponía el punto de apoyo profesional; finalmente, las tierras arrendadas les proveían especialmente de productos alimentarios. Mantener una familia de once hijos, dotándoles de carrera, teniendo en cuenta que tanto los libros como el mantenimiento y culminación de los estudios ascendía a unos gastos todavía superiores a lo que hoy supone, si no se contaba con ayudas…

[10] Mariano y José Luis Peset  ilustran estos avatares en medio de un estudio riguroso de la universidad española de los siglos dieciocho y diecinueve: La Universidad española (siglos XVIII y XIX) (1974). Despotismo Ilustrado y Revolución Liberal, y Carlos IV y la Universidad de Salamanca (1983).

[11] Nocedal data las obras que contienen estas Memorias entre 1804 y 1808, Artola prefiere la fecha 1805-1808 y finalmente Caso más documentado, pero sin poder demostrarlo, se inclina por 1804 -e incluso 1802- hasta 1807. Sea como fuere parece que si empezó pronto, al comienzo de su encierro, no fueron sino apuntamientos y notas, y que la redacción y el esfuerzo mayor se realizó entre 1805-1807, muy probablemente la terapia que el propio Jovellanos tomó para no hundirse intelectual, moral y ético-religiosamente. No nos olvidamos de que el gran apoyo que tuvo Jovellanos residió en la compañía continua que le dispensaron sus «sirvientes» y sus propios carceleros -el gobernador, el capitán de la guardia, el confesor y otros-, así como los contactos que mantuvo por correspondencia –a pesar de tenerlo estrictamente prohibido-. Hay que recordar que desde el 13 de marzo de 1801, en que fue apresado, hasta el 8 de marzo de 1802 no se conserva correspondencia alguna.

[12] En la carta 1721 que le escribe a Miguel Juan de Padrinas, para agradecerle el envío de la descripción del templo de Inca, de 6 de mayo de 1808, en Mallorca, le ruega que en adelante dirija estos envíos a Ceán y comenta: ya he dado de mano a esta especie de trabajo, que emprendí sólo para entretenimiento de mi reclusión y en obsequio de usted y de las artes mallorquinas, a que faltaba una historia (CAES, Tomo IV, pág. 511)

[13] Tratado teórico-práctico, BAE, I, pág. 263.

[14] Tratado teórico-práctico, BAE, I, pág. 263.

[15] Introducción a un discurso sobre el estudio de la Economía civil, BAE, V, págs. 17 a y 17 b. Este párrafo figura idéntico en las Reflexiones sobre la Instrucción Pública, en Caso, De ilustración y de Ilustrados, TES. XVIII, Oviedo, 1988, pág. 319 y reproducido anteriormente también en Caso, El pensamiento pedagógico de Jovellanos y su Real Instituto Asturiano, Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, 1980, págs. 39-62.

[16] Todo clama por la reintegración de los obispos en sus derechos perdidos y su jurisdicción usurpada, y más que todo, las circunstancias del día, en que la conservación de la fe va a estar librada sobre su celo y autoridad. A la muerte del Santo Padre, un horrendo cisma amenazará a la Iglesia. Si se verificare, el rebaño de cada nación tendrá que acogerse y reunirse bajo sus pastores, y moverse y apacentarse al sonido de su silbo.

Aun evitado el cisma, existirá la misma necesidad. Los Papas ya no tendrán dominios temporales, y con todo pugnarán por conservar sus cardenales, su curia, sus congregaciones, su autoridad, sus bulas, sus dispensas, y aun pugnarán por extender sus facultades, para sacar más lucro de ellas, porque éste está en la condición y en el orden natural de las cosas humanas.

¿Cuál es, pues, la necesidad de los Estados en tal situación?: […] En una palabra: no buscar fuera nada de lo que, según la religión de Jesucristo, los cánones reconocidos por la Iglesia y antigua y venerable disciplina, se puede hallar dentro, esto es, en los obispos y pastores depositarios de la fe y en V. M., que es el protector nato de la Iglesia… (Representación a Carlos IV sobre lo que era el Tribunal de la Inquisición, BAE, V, pág. 334)

[17] Sobre la autoconcepción que el propio Jovellanos tiene sobre el fenómeno del jansenismo, dice en el Diario, el martes 12 de abril de 1808[17], días después de ser liberado de la prisión y cuando procede a despedirse de sus amistades en la isla:

A casa temprano, a escribir y a la cama, después de una breve tertulia en que nos acompañó el párroco, así como por la mañana a chocolate y toda la correría a los varios  puntos que reconocimos. Habíamos estado por la mañana a dejar un recado en casa del teniente Alcalde; fuimos después a la de ese digno eclesiástico, que es aseada y cómoda, sobre todo, su cuarto y estudio, con una pequeña pero escogida librería, cuyos autores preferidos indicaban bien la razón por qué el vulgo teológico y «morralista» susurra que es «jansenista», cuya tacha sólo quiere decir que estudia en las fuentes teológicas con aquella justa crítica, que por desgracia hace falta todavía para purgar el estudio teológico de las heces que quedan en él de escolásticos y casuistas.

[18] BAE IV, Diario noveno, pág. 36. En línea con esta crítica a los errores de las instituciones de la Iglesia, el 1 de junio de 1796 en carta a su amigo candasín y canónigo magistral de Tarragona, Carlos González de Posada, decía: Guerras hubo siempre; mas hubo tiempos en que no pudo dejar de haberlas […] Y qué, en el tiempo antiguo, en el medio, ahora y en lo futuro, ¿tuvo la guerra, tiene ni tendrá (si Dios no aleja este azote de sobre el género humano) más que una causa? Todos dirán que la ambición, y así es; mas yo pongo sobre ella la ignorancia, aquella ignorancia que fue más antigua que Rómulo, y aun que Licurgo, y que volvió con los godos. Ora fuese su fin la extensión de dominio, ora la del comercio, ora el soñado espíritu de equilibrio, ora el de etiqueta y representación política, ¿no es la ignorancia quien las excitó y encendió? ¿Lo diré todo? Aun las de religión nacieron de este principio, porque ¿quién duda ya que no debe ser defendida «more castrorum»?

[19] Con el célebre predicador de entonces fray Diego José de Cádiz (beatificado en 1894 por León XIII) se cruza Jovellanos el 12 de abril de 1795 en Oviedo, fecha en la que apunta en su diario: Llegada cerca de las ocho a casa de Peñalba. Toda la noche en casa. No se habla sino del padre Cádiz; entre muchos justos elogios, ¡cuántas cosas pueriles y fastidiosas y supersticiosas se oyen! Exhorta vehementemente a la guerra, créese que con influjo del ministerio (CAES, VII, pág. 133)

[20] Por una parte encontramos en el mapa ideológico-religioso a los Vélez, Alvarado, Cádiz, Ceballos, Castro, Inguanzo, es decir, a los tradicionalistas y defensores del absolutismo de los autodenominados «serviles», y por otra a los Villanueva, Llorente, Muñoz Torrero, Oliveros, Espiga, unidos a los Argüelles, Torenos y Flórez Estradas, en este segundo grupo los preclaros defensores del primer liberalismo de las Cortes de Cádiz. Sin duda, Jovellanos se hallaba al lado de estos últimos, dentro de representar una postura personal y propia.

 

[21] Respecto de su distancia con otras posturas filosóficas, de aquellas que la religión católica temía, ya conocemos su posición cuando en el Diario, el 13 de febrero de 1794 escribe:

[…] lectura en Gibbon y en Jardine; el primero es preocupado contra la religión, y se descubre su propósito de seducir; el último sólo la considera bajo vistas políticas: es más humano, más juicioso, menos elocuente (Diario, 13 de febrero de 1794, CAES, VI, pág. 541).

O cuando dice en el Diario, el 25 de junio de 1794:  A Jardine, que no apruebo sus ideas religiosas, ni es posible dejar de reconocer lo que predica la naturaleza y abarca tan agradablemente la razón (Diario, miércoles, 25 de junio de 1794, CAES, VI, pág. 597)

 

[22] Decía así el obispo de Lugo: Mi dueño y amigo: Un obispo debe invertir sus facultades en socorrer las necesidades de sus diocesanos, en el seminario conciliar y otros institutos piadosos que sirvan para sostener nuestra sagrada religión y combatir los filósofos de nuestros días, que renuevan y reúnen todos los errores y horrores de los tiempos pasados, y persiguen cruelmente la Iglesia y potestades legítimas (Carta 1244, lunes, 12 de noviembre de 1799, CAES III, págs. 478-9)

 

[23] Carta 1257, 16 de diciembre de 1799, CAES III, págs. 499-500.

[24] Diario, 31 de agosto de 1794, CAES, VI, págs. 634-635. O también, cuando en el Diario, el 30 de julio de 1792 comenta:

Es increíble la credulidad de este escritor, que recogió cuantas fábulas andan en los cronicones y libros de mala nota. Según él, Santiago aportó a Asturias. Según él, aquí hizo su primera predicación, convirtiendo a San Torcuato, que era natural de Oviedo. Según él, Oviedo existía más de mil años antes de Jesucristo. Según él, estuvieron en Asturias San Pedro y San Pablo. Júzguese de lo demás por aquí. No quiero copiarle, y volverá a poder del señor cura (Diario, 30 de julio de 1792, CAES, VI, pág. 448)

 

[25] Diario, 30 de julio de 1794, CAES, VI, pág. 621. Otro sentimiento de sublimidad, que nos recuerda al Jovellanos orante, cuando de viaje por Pajares, el domingo 17 de noviembre de 1793, exclama:

 Día completamente bueno. ¡qué escenas tan sublimes! ¡Qué montañas tan augustas! Todas se ven como unos enormes trozos derrumbados de las más altas. […]

Una gran lucha se ha advertido en todo este tiempo entre los vientos. El austro, soplando desde Castilla, parece que se esfuerza por doblar los montes; el nordeste, que viene por sobre las montañas bajas del lado, le corta y le aleja, y uno a otro, alternativamente, se vencen y rinden, y traen o el bueno o el mal tiempo, esto es, el sur aguas y en las alturas nieve, y el nordeste hielo, frío y serenidad. Ayer parece que se mezclaron y como que lucharon a brazo partido sobre nosotros. El nordeste redobló sus esfuerzos y jamás nos dejó ver el enemigo; pero las armas de éste llegaban a su territorio y le cubrieron de agua, nieve y oscuridad. Al fin del día quedó por el nordeste el campo y la victoria, que a la noche solemnizó la luna con su esplendor. Aún hoy salió el sol más alegre a aumentar la celebridad, y a esta hora la luna, en toda su plenitud, brilla en obsequio suyo. ¿De dónde viene todo esto sino del mar de Gijón? Lo cierto es que en un sitio tan señalado como éste, donde la naturaleza es tan grande y vigorosa, todo contribuye a aumentar la sublimidad de las escenas. El sol es aquí más brillante, las lluvias más gruesas y abundantes, más penetrantes los hielos, y todo participa de la misma grandeza (Diario, domingo 17 de noviembre de 1793, CAES, VI, pág. 484)

 

[26] Oración sobre el estudio de las ciencias naturales, en Caso, Obras en prosa, Ed. Castalia, Madrid, 1987, pág.229.

 

SSC

Gijón, 31/03/05