PARA UNA TEORÍA DE LA JUSTICIA.

 

V. LA LEY

 

 

Publicado en:

Eikasía, nº 9, marzo 2007:

http://www.revistadefilosofia.com/91.pdf

 

 Capítulo 5

 

     Para avanzar en el tema de la Justicia, hemos de proceder ahora con la Ley. Pero es preciso recordar los peldaños ya recorridos, para que podamos entender desde qué perspectiva y bajo qué acepción ya dada, decimos «Ley». En los cuatro artículos que preceden a éste[1], hemos apuntado la siguiente idea: que la Justicia es una «realidad» compleja que resulta, a su vez, de otras «realidades» también complejas: la Igualdad y la Ley. Estas realidades las concebimos, como puede constatarse, tanto en términos de «devenir» como de «ser», es decir, tanto en sentido funcional como sustantivo, y se rigen según el estatuto ontológico que le es dado a los «objetos» que constituyen el «mundo de los valores». Pero estos valores no son aprióricos en sentido «espiritual» o preoperacional, porque no pueden sino resultar de las operaciones y relaciones humanas, donde se constituyen. De ahí, entre otras razones, que la Justicia no sea sólo el resultado de la Ley y la Igualdad -como si éstas estuvieran llamadas a entreverarse per se- y que sea preciso que se activen procesos de «lucha y defensa de la Justicia» que encuentra su lugar de constitución institucional más en el campo moral que en el estrictamente ético o en el político. De este modo, venimos estableciendo las siguientes correspondencias (véase cuadro inmediato abajo) con la clasificación de los cuatro tipos de totalidades que estamos utilizando como criterio organizador: las totalidades distributivas, atributivas, combinatorias y porfirianas; criterio organizador que no sólo se postula formalmente (artificial o metodológicamente, en exclusiva) sino porque las mismas realidades materiales a las que se refieren se conciben funcionando con esa lógica. Si bien, mientras que la demarcación formal es rígida entendemos las demarcaciones materiales con una dialéctica añadida que desborda (sin negarlo) el mero marco formal, precisamente por tratarse de realidades vivas.

 

 

TEORÍA DE LA JUSTICIA

 

TOTALIDADES

                              

                                                          T   O   D   O   S

              Propiedades del todo:

              DISYUNTIVAS

               Propiedades del todo:

               CONJUNTIVAS

 

Partes

 

  H  O

  M  O

  G  É

  N  E

  A  S

 

 

DISTRIBUTIVAS

 

[ÉTICA]

 

 

Igualdad

 

 

PORFIRIANAS

 

[MORAL PORFIRIANA]

 

Defensa de una ideología encaminada a la Justicia

(DJ)

 

Partes

 

  H  E

  T  E

  R  O

  G  É

  N  E

  A  S

 

COMBINATORIAS

 

[MORAL COMBINATORIA]

 

 

 

Lucha por la Justicia

(LJ)

 

ATRIBUTIVAS

 

[POLÍTICA]

 

 

 

Ley

       

 

 

         En el artículo o capítulo primero de «Para una teoría de la justicia» propusimos la Igualdad, la Ley, y la lucha (LJ) y defensa (DJ) de la Justicia, en tanto criterios determinantes (y no meramente criterios constituyentes o integrantes). En el capítulo segundo hemos procedido a mostrar el lugar ontológico donde estos criterios determinantes tendrían sentido: en la capa pi, π –pneuma o espíritu- (capa que no se entiende nunca desligada de la capa phi, φ, o de la physis), «espíritu» que es hoy comúnmente traducido o asimilado a «cultura» pero que en nuestro caso pretende entender esta realidad como algo material y no como algo «espiritual» o preter-corporal o meta-corporal. En el tercer artículo avanzamos hacia el lugar concreto, dentro de esa capa pi (π), en el que han de ubicarse los conceptos de Igualdad, Ley y Justicia, que hemos esbozado a través de una teoría de los valores (o axioantropología, que se apoya en el «espacio antropológico» postulado por Gustavo Bueno), donde distinguíamos a) el lugar de producción de todo valor (el mundo de los valores o valores del «ser») y b) el lugar de condensación de algunos valores que son susceptibles de construirse como «deber-ser», los cuales pueden progresar a su vez a través de dos tramos: los valores simples (el «deber-ser» del «ser») y los valores completos (el «deber-ser» del «deber-ser»), siempre entendidos como construcciones hechas realidad a través de operaciones materiales y corpóreas y de relaciones reales y sociales. Finalmente, en el capítulo cuarto, entramos a considerar el concepto de Igualdad, que entendíamos en primera instancia en su sentido ético; allí concluíamos que esta Igualdad no se agota, como nos parece obvio, en el campo de las relaciones distributivas sino que es preciso reconocer igualdades de cariz moral e igualdades de características políticas. Ahora bien, no es la Igualdad el componente lógico esencial del campo moral ni menos del político, mientras que sí lo era en las relaciones éticas, en tanto función operativa formal capaz de establecer el maximum de relaciones entre sujetos totalizados en la misma clase.

        

         En próximos capítulos nos tocará abordar qué se entiende por «lucha y defensa de la Justicia» en cuanto criterio operativo del campo moral, en el que distinguimos dos vertientes –nunca separadas sino todo lo contrario-: los fenómenos combinatorios morales [Mc] y los fenómenos porfirianos morales [Mp]. Ahora, tócanos encarar el problema de la Ley.

 

 

II. La ley: norma política

 

II.1. Norma política frente a norma de la ciencia

 

         Partimos de la correspondencia entre los conceptos de ley y de norma. Todo lo que es ley lo es en cuanto que es norma, si bien no todas las normas alcanzan el estatuto de ley. Una ley es una norma a determinada escala. ¿Qué escala?

        

         Hay una escala muy diversa de normas: estéticas, éticas, morales, políticas, económicas, utilitarias, estratégicas, religiosas, &c. Existen también normas de la ciencia o «científicas» en el momento que nos situamos en el espacio gnoseológico, que se compone de los ejes sintáctico, semántico y pragmático y este último de estos tres tramos: autologismos, dialogismos y normas. Las normas de la ciencia son, tal como yo las entiendo, aquellas que tienen la capacidad de completar a un nivel suprasubjetivo el eje pragmático, en cuanto se añaden a las ideas del sujeto gnoseológico qua tale subjetivo (los autologismos) y a las ideas intercambiadas en el seno de la comunidad científica (los dialogismos), qua tale intersubjetivas. El espacio gnoseológico tiene como función primordial delimitar aquello que entra dentro del conocimiento científico –bien a una escala fuerte bien débil, es decir α-operatoria o β-operatoria- y aquellos otros saberes o ignorancias que no entran dentro del conocimiento científico. Este último caso es el que afecta a nuestra «teoría de la justicia», precisamente porque no se operan identidades sintéticas o porque el sujeto operatorio sigue siendo parte determinante y no meramente parte constituyente o integrante en el  tramo esencial (del eje semántico) o en el eje sintáctico (del tramo de las relaciones) del proceso de conocimiento de verdades[2]. La «teoría de la justicia» que aquí venimos desarrollando, no aspira, de este modo, a establecerse como verdadera, en el sentido de una identidad sintética, pero sí pretende establecer un nudo de «cierre práctico» entre los componentes conceptuales suscitados tal que sea capaz de soportar rutas capaces de circunnavegar el mundo de los valores y mostrar la suficiente consistencia o duración (que vendrá dado, en primer lugar, por la capacidad de superar las contradicciones) y el suficiente poder (en términos lógicos, validez) de imponerse a las rutas rivales, es decir, de contener mayor número de implicaturas coherentes o de conclusiones prácticas útiles respecto de las teorías con las que entra en colisión.

 

         De este modo las normas políticas no han de confundirse con las normas con las que opera la ciencia. Las normas de la ciencia son aplicadas por sujetos que parten ya de unas determinadas relaciones, aquellas que contienen identidades sintéticas, y de la coincidencia de estas identidades sintéticas con esencias o realidades que son reconstruidas en tanto verdades, en sentido gnoseológico. Pero las normas que no alcanzan a tener la «fuerza de obligar» propia del conocimiento científico no son, por ello, menos normas, sino que han de ser entendidas, ahora, no en el marco de relaciones esenciales verdaderas sino en el seno de la actividad genérica del ser humano, en tanto su obrar opera necesariamente en multitud de ocasiones bajo la guía de la conducta normada. Esta conducta normada es antes una «cuestión de hecho» que una «relación de ideas», siguiendo a Hume, o, si se prefiere la melodía racionalista, algo que ha de caer en el terreno de las «verdades de hecho» pero no en el de las «verdades de razón», si dejamos opinar a Leibniz. De facto, la conducta normada es una consecuencia de actividades exitosas anteriores, es decir es fruto del éxito y no de que pueda ser demostrada como verdadera. En todo caso, su verdad es su éxito, es decir que se trata de una «verdad» de carácter práctico fenomenológica y no de una verdad esencial teórico-práctica.  

 

         Por tanto, lo que nos interesa resaltar, es que las normas políticas cobran su sentido en cuanto «fuerza de obligar» de carácter práctico efectivo, sin que sea preciso que su fundamento se establezca de modo consistente o verdadero y sin que importe en su finalidad el que entre a entreverarse o no dentro de una estructura de verdades. Si la esencia de las normas de las ciencias está promovida por la búsqueda de la verdad, la esencia de las normas políticas se estructura en torno a la idea de eutaxia o buen orden del Estado. Pero ¿es que las normas no científicas no están interesadas por la verdad? En modo alguno, aunque se trata de dos niveles de verdad distintos: la verdad de las ciencias consigue establecer relaciones entre los términos de una ciencia dada de nivel esencial, mientras que las «verdades no científicas» lo que consiguen son conexiones prácticas más o menos estables y duraderas entre los fenómenos de un determinado marco operativo sin poder estatuirse como verdades esenciales o, si se prefiere, eternas. La verdad de carácter teórico-práctico más parecida a la verdad científica es la «verdad filosófica». Ésta no se mide por la capacidad de transitar de los fenómenos a las esencias de las cosas (por ejemplo, del hecho de la reproducción de los seres vivos al establecimiento del ADN) sino porque transita de los fenómenos teóricos que representan las diversas doctrinas (científicas, religiosas, morales, &c.) a un nivel de ordenamiento «esencial» de segundo género, tal que en el «mundo de las ideas» ese ordenamiento consigue establecer conexiones ideales (symplokés) que pasan a ser irrenunciables (racionalmente) o que demuestran mayor durabilidad y aplicación (por tanto, fecundidad) que otros ordenamientos. Aunque la verdad filosófica puede conseguir verdades esenciales y no sólo fenomenológicas (es decir, aparentes, provisionales, circunstanciales o puramente experienciales), esas verdades esenciales lo son respecto de fenómenos de segundo grado y no respecto de los fenómenos de primer grado de los que se ocupa la ciencia. Los términos de las ciencias están conectados directamente a las cosas (el término H de la química hace referencia directa al hidrógeno realmente existente como cosa fisicalista), mientras que los términos de la filosofía están conectados a los saberes (como la jurisprudencia) o a prácticas de primer grado (como la gobernación) que trata de organizar teóricamente, y, así, hablar de «igualdad», «legal» o «justo» no es hablar de cosas sino de ciertas relaciones de segundo grado que se dan o no se dan entre las cosas.

 

 

II.2 La norma política

 

         La Ley la entendemos como una norma que funciona políticamente[3]. Esta norma queda conformada en la conjunción de un cuádruple componente:

a) Está formulada en sentido prescriptivo (a veces de modo oral y consuetudinariamente, pero la mayor parte de las veces de manera escrita) y dirigida a una clase completa de sujetos (los nacionales, los jubilados, los estudiantes, &c.). Es una norma prescriptiva.        

b) Está contenida en un código que reúne otras normas con las que entra en mayor o menor medida en relación. Es una norma codificada.

c) Contiene una fuerza de obligar efectiva, en tanto funciona y en tanto es coactiva y punitiva si llega el caso (a través de la policía, el ejército, el sistema penal e instituciones diversas o a través de lo que Foucault llamaría las «estrategias de poder» y los «micropoderes»[4]). Es una norma con fuerza de obligar.

d) Se propone ordenar una actividad pública (o privada, cuando ésta tiene influencias colectivas) con vistas a la supervivencia de una sociedad concreta en su conjunto, en tanto que unidad política o en tanto que confederación de unidades políticas. Es una norma que impone un orden político.

 

         Otras normas, las de las ciencias o las de otros tipos de prácticas no estrictamente de escala política [P], como las normas técnicas o prudenciales o piadosas o estéticas (etc.), no contienen alguno de estos cuatro principios compositivos recién señalados. Las diferencias entre estas  normas y las normas políticas vendrán dadas, sobre todo, por carecer aquéllas de la fuerza de obligar coactiva y punitiva y, en algunos casos, además, por carecer de la finalidad de un ordenamiento social global. Las normas políticas tienen su mayor afinidad con las morales, en cuanto éstas carecen de la fuerza coactiva y punitiva directa (cuando la poseen, la toman de su unión con la política; la Inquisición, por ejemplo, era un aparato con objetivos religiosos y morales pero su funcionamiento legal-punitivo era posible gracias a que se trataba a la vez de una institución política).

 

 

II.3 La ley en Platón como paradigma de orden político

        

         El «anillo de Giges», el anillo que te hace invisible del que habla Platón[5] es esgrimido para poner a prueba el valor de la justicia en el contexto político o político-moral y no sólo en el ético-moral, puesto que consistiría en un artilugio (anillo) capaz de proteger al sujeto que lo posee para no ser castigado -o controlado- socialmente (en tanto que para ser castigado por los otros o por la sociedad ha de ser uno descubierto o visible). Giges pasa de ser un pastor a convertirse en el rey de Lidia y fundar una dinastía, gracias al anillo que le hacía invisible a voluntad. ¿Es posible la justicia sin el funcionamiento de las leyes y de verdaderas leyes? Esta es una de las líneas argumentales principales que Platón encara responder en La República:

 

«Supongamos, pues, que existiesen dos sortijas como ésta, una de las cuales la disfrutase el justo y la otra el injusto, no parece probable que hubiese nadie tan firme en sus convicciones que permaneciese en la justicia y que se resistiese a hacer uso de lo ajeno, pudiendo a su antojo apoderarse en el mercado de lo que quisiera o introducirse en las casas de los demás para dar rienda suelta a sus instintos, matar y liberar a capricho, y realizar entre los hombres cosas que sólo un dios sería capaz de cumplir. Al obrar así, en nada diferirían uno de otro, sino que ambos seguirían el mismo camino. Con esto se probaría fehacientemente que nadie es justo por su voluntad, sino por fuerza, de modo que no constituye un bien personal, ya que si uno piensa que está a su alcance el cometer injusticias, realmente las comete. Ello, porque todo hombre estima que, particularmente, esto es para sí mismo, la injusticia le resulta más ventajosa que la justicia, en lo cual estará de acuerdo el que defiende la teoría que ahora expongo. Pues, verdaderamente, si hubiese alguien dotado de tal poder, que se negase en toda ocasión a cometer injusticias y a apoderarse de lo ajeno, parecería a los que le juzgasen un desgraciado y un insensato, aunque reservasen el elogio para sus conversaciones, temiendo ellos mismos ser víctimas de la injusticia. Esto es lo que puede decirse en tal caso.»[6]

 

         De este modo, la justicia no sería posible en el reino de Giges, no tanto porque el injusto acabaría imponiéndose al justo sino porque el hombre justo no tendría ya razones para serlo. Si las acciones quedan impunes, si se pueden despreciar las leyes o las normas que rigen para el conjunto, entonces la justicia deja de ser un valor o, mejor dicho, su valor consiste en la apariencia no en la realidad («no conviene ser justo, sino sólo parecerlo» y «a juicio de los sabios “la apariencia vence a la realidad” y es “señora de la dicha”»). Pero obviamente esta no es la solución que satisface ni a Sócrates ni a Platón. Los hombres necesitan de la ciudad porque no se bastan a sí mismos. Sin embargo, una ciudad regida por la «ley de Giges» se haría inviable, por lo que es preciso defender la validez de las leyes que han de afectar a todos, como medida indispensable para la justicia. Es preciso que la «fuerza de obligar» se mantenga. ¿Cómo?

        

         El orden político no es aislable ni de los valores ético-morales ni de los valores «divinos», esos que enmarcan la naturaleza de las cosas, como su verdad. En razón de esto la injusticia no puede dejar de estar ligada a algún tipo de castigo, sea o no visible la acción punible. Si la lógica interna al campo político (la que propone, por ejemplo, Trasímaco) hace que sea preferible (más ventajosa) la injusticia a la justicia, la lógica que conecta la política con las consecuencias para-políticas que se derivarán pone en evidencia la inconsistencia de la injusticia, por cuanto contendrá secuelas necesariamente negativas. A pesar de las apariencias, la justicia reporta mayores bienes que la injusticia no sólo por «todo lo que de valor nos procuran» sino por su valor en sí mismo como lo es «la vista, el oído, la inteligencia, la salud y todos los demás bienes fecundos por naturaleza, y no ya por la opinión que merecen». El valor en sí mismo de las cosas se entreteje en Platón de modo natural con el valor propio de lo que es «divino»: se trata de encontrar la fundamentación más amplia posible, y ésta es la que Platón concibe partiendo de la contextura cultural de su tiempo. Lo que de un modo lógico está explicando, nos parece, es que cuando los fundamentos de una problemática se extienden más allá de los hechos positivos (ventajas y desventajas de obrar justa o injustamente) y se busca la misma esencia de la cosa es cuando al hombre le cabe ponerse en la perspectiva de los dioses (lo que Espinosa denominó «sub specie aeternitatis»), unas divinidades que en Platón, por la presión que ejerce la razón filosófíca (más geométrica y menos mitológica) sobre la reciente teología, no puede mantenerse en el ámbito de la religión secundaria y ha de apelar a las características propias de una religión terciaria[7] que está en este tiempo despuntando[8]. De ahí que las dos primeras leyes que deciden dejar asentadas Sócrates y sus contertulios, Adimanto y Glaucón, sea que «la divinidad no es causa de todas las cosas, sino tan solo de las buenas» (primera ley) y que «la divinidad es enteramente simple y verdadera tanto en sus palabras como en sus obras. Ni se transforma, ni engaña a los demás, valiéndose de fantasmas, de discursos o de signos, tanto en sueños como en estado de vigilia»[9] (segunda ley). Resuelto el encuadre en que hay que concebir la justicia -en el sentido de que la injusticia sólo cabe ser valorada por sus consecuencias inmediatas mientras que la justicia lo es por sus consecuencias y fundamentos más remotos y generales- queda ahora por establecer que cuando la justicia/injusticia se aplica al hombre individual no se ve muy bien en qué consiste si no se considera a los hombres individuales definidos por las funciones que ocupan en el seno de la sociedad de la que dependen. Se hace preciso, pues, ver claramente qué es la justicia en la ciudad antes que en cada ciudadano particular. Las letras ilegibles, por pequeñas, de lo que la justicia es, aplicada al alma individual, están grabadas en caracteres más gruesos y pueden contemplarse mejor tal como están escritas en la ciudad. Así lo expresa Platón, en términos de tamaño: diminuto e ilegible en el alma humana y más grueso y visible en la ciudad, pero obviamente no está proponiendo más que una comparación con intención didáctica y, si se ve el conjunto de la argumentación que se despliega desde el libro II hasta el VII y, después, volviendo a rebobinar hasta el X, podemos apreciar que lo que está defendiendo es que no podemos definir bien al individuo si no es en el seno de la ciudad y en función de ella.

 

         Según Platón, la justicia tiene que ver con las «relaciones mutuas» que entablan las distintas funciones necesarias para la supervivencia de la ciudad. Pero estas relaciones no se agotan en la pura subsistencia, como si al alimentar a los ciudadanos se tratara de una ciudad de cerdos. Los ciudadanos, si se atiende a sus necesidades particulares y no en sí a las de la ciudad en su conjunto, «necesitan» más que subsistir porque enseguida añaden a la supervivencia el lujo («manjares, bálsamos, perfumes, cortesanas y golosinas que colmen sus antojos»), las artes de la imitación como la de los poetas, rapsodas, actores y danzantes, y los artesanos de todos tipos. Por esta vía de crecimiento la sociedad deja atrás la vida sana ajustada a las necesidades más naturales y se adentra en la voluptuosidad y en las enfermedades que genera una vida regalada. Por tanto, Platón propone que estos excesos han de ser considerados como tumores pero que, como en todo caso, la ciudad tenderá a crecer y deberá defender su territorio e incluso ampliarlo, se hará necesaria una clase de guardianes al lado de la de los productores. Además de los artesanos y comerciantes es preciso en una ciudad que se forme un ejército profesional seleccionando bien por su velocidad, fuerza física, fogosidad y valentía a aquellos que mejor han de servir al oficio de defenderla de los enemigos; guardianes que han de ser modelados y educados según los valores de la ciudad. A todas estas características añadiremos para los guardianes perfectos –distintos de los guardianes auxiliares-, para los gobernantes de la Calípolis, el ser amantes de la sabiduría. Los guardianes son definidos por Platón como los que están entregados al oficio de preservar la ciudad, para lo que además de murallas son precisas las leyes (como ya en su día había expresado Heráclito). Los guardianes perfectos son guardianes de las leyes:

        

«Nuestra reprensión sería menor en el caso de los demás oficios; porque que los zapateros se envilezcan, se dejen corromper y finjan ser lo que en realidad no son, no encierra peligro para la ciudad; pero que los guardianes de las leyes y de la ciudad no lo sean verdaderamente, sino sólo en apariencia, puedes comprender que traería de arriba abajo la ruina completa de la ciudad, ya que esos guardianes son los únicos a quienes compete procurar la felicidad de todos[10]

 

         La ley fundamental que el pensamiento político de Platón defiende es la del establecimiento de la justicia. La felicidad y la libertad quedarán definidas en función de la justicia y no al revés. Desde Platón a nuestros días puede decirse que siguen vigentes los modelos que se abrieron con él en el momento de elegir el objetivo último de la legalidad o el principio de legitimidad: a) la justicia entendida como un ordenamiento del conjunto social, que ha de imponerse sobre las inclinaciones particulares, no porque haya de quedar anulada la felicidad particular sino porque este bien se entienden en función de aquel otro, único capaz de dotar a la ciudad de una ley integradora. b) El ordenamiento del conjunto social que entiende que la justicia consiste en incrementar la felicidad, y, como es el caso, cuando ésta no sea general, en asegurar la felicidad de los que ya la han alcanzado, a la espera de que pueda ampliarse, en el mejor de los casos.  Según el primer modelo tenemos una ciudad integrada que se ve precisada a recortar las formas de felicidad dañinas para el conjunto y a controlar, en consecuencia, las libertades individuales. Es la ley como justicia; y la justicia como ajustamiento, como trabazón de partes. Según el segundo modelo, el que critica y rechaza Platón, tenemos una ciudad que consigue satisfacer los deseos de algunos y que, por el deseo que los demás tienen todavía sin satisfacer, apela a la liberación (libertad-de) y a la felicidad como máximo afán personal y social. Es la ley como libertad y felicidad, y de ahí, derivadamente, la justicia como administración de libertades posibles y de felicidades plausibles. El primer Estado, el de la «justicia como ajustamiento» que defiende Platón, se propone la ley como un ordenamiento, como un orden. El segundo Estado, el de la «justicia administración» se propone la ley como el reequilibrio del inevitable desorden. La tesis platónica ordena la ciudad desde el principio rector de la igualdad formal (todos los ciudadanos son susceptibles de poseer almas –funciones- de oro, plata o hierro-bronce), de carácter ético-moral, a la que le añade la desigualdad real, de carácter político, según la cual cada uno deberá ocuparse de aquello para lo que sirve, en función de que el alma sea de hierro, bronce, oro o plata. La tesis antiplatónica ordena la ciudad directamente en función de las desigualdades reales y pone como objetivo formal el derecho (si es el caso, de todos) a la libertad y a la felicidad.

 

         Para salir de este atolladero procedente de la propuesta dicotómica platónica, en la que parece que hay que elegir entre la opción ético-moral de la libertad y la felicidad (como garantes de la justicia) y, por otra parte, la opción político-moral de la ley (como garante de la justicia), proponemos en esta teoría de la justicia una delimitación lo más precisa posible de los distintos ámbitos que interrelacionan en la vida política, los ámbitos E-P-M, en sus tres vertientes de relación: la estrictamente P en tanto política-gobierno (P-P), la política que ha de coordinarse con las fuerzas morales (P-M) y la política que ha de encajar de algún modo sus principios con los de la ética (P-E).

 

         Sea como fuere, de Platón podemos aprender que hay dos modelos de ordenar políticamente una sociedad -que en realidad son el haz y el envés del único planteado en el mundo antiguo: uno bueno y otro malo- y que, en todo caso, ese orden viene dado a través de las normas principales que se reconocen como leyes. El modelo platónico, que de modo simplificado consiste en la defensa de la justicia como verdadero bien social, frente a cualquier otro modelo que siempre será malo, al defender antes que la justicia otros «bienes», mal llamados así, porque empiezan o acaban siendo modos de depravación social. El modelo platónico, asentado sobre la dicotomía razón/pasión es seguido, con las modulaciones convenientes y puesto al día, por Aristóteles, los estoicos, San Agustín y Santo Tomás. Modelo que volverá a reinterpretarse con Maquiavelo y con Hobbes, al ensayar éstos nuevas formas de composición entre la política (ahora, redefinida, en función del proceso histórico desde el que se reinterpretan los fenómenos) y los elementos ético-morales (asumidos y heredados de la tradición grecolatina y cristiana). Lo que nosotros estamos proponiendo por nuestra parte es una recomposición de la estructura en la que estos componentes se integran entre sí, basándonos en las contribuciones tanto de la filosofía política antigua y medieval como en la de la modernidad. Dejando esto así enfocado avancemos ahora hacia la clarificación del lugar donde la fuerza de obligar se vuelve legítima. Recordemos que para Platón la última fuerza de obligar procedía, no de las leyes sino directamente del gobernante que era sabio. Pero aunque no llegue a abandonar nunca el esquema jerárquico en el que la verdad (el conocimiento) se impone sobre el poder de la ley, en la evolución que va de La República al Político y Las Leyes desiste de encontrar en el género humano una abeja reina capaz de dirigir el enjambre de la polis y propondrá un equilibrio de poderes en el que queda entrelazado el poder que debe dimanar del conjunto (democracia) del poder que ha de templarse a través de los que más saben (aristocracia); y, en todo caso, como columna vertebral del sistema, ahora que no es posible un monarca sabio, la ley como fundamento esencial de todo el sistema. Pero una ley que ha de interpretarse como el punto de equilibrio dentro de un juego de desequilibrios, en lo que tiene de positivo, pero, también, en el lado negativo, como un sistema rígido (el equilibrio y estabilidad que da la letra escrita, las leyes, los grámmata) que ha de ser dinamizado por la realidad del vivir y de las necesidades concretas.

 

         Cornelius Castoriadis ha profundizado en el punto de inflexión del pensamiento platónico que aparece en el Político y ha captado el problema del que hablamos de esta manera:

 

«Así pues, por un lado tenemos esa imposibilidad: el hombre regio parakathémenos [el que se pone a la cabeza] es insostenible. Única solución, los grámmata. Pero, por el otro lado, segunda imposibilidad, esos grámmata están necesariamente y por esencia distantes de la realidad, son incapaces en cuanto tales de administrarla en detalle y de adaptarse a su evolución. Platón fue el primero que nos recordó, nos enseñó, nos desveló ese hecho. En consecuencia, si tenemos leyes, siempre existe la necesidad de colmar la brecha entre la abstracción de la ley y el carácter concreto de lo real. Y este punto es capital, porque a él, como ya indiqué, va a incorporarse toda la teoría de la equidad de Aristóteles en el libro V de la Ética a Nicómaco; y también resultará a continuación en la aequitas romana y luego en toda la teoría de la interpretación jurídica por los siglos de los siglos. Toda esta teoría, y toda la filosofía del derecho, se basan en estos dos parágrafos del Político y sus innumerables implicaciones.»[11]

 

 

II.4 La ley como fuerza de obligar

 

         Concedido, históricamente, que ha de ser la ley quien articule el buen funcionamiento político, resta ahora trabar todas las piezas que en ella intervienen y determinar de dónde procede la fuerza de obligar y quién es capaz de ejercitarla correctamente.

 

         La política funciona en razón de múltiples normas o principios de actuación. Gaspar Melchor de Jovellanos lo ha expresado con mucho acierto:

 

«Porque debe advertirse que el poder ejecutivo no se cifra solamente en la mera función de ejecutar las leyes, sino que se extiende a cuantas son necesarias para dirigir la acción común, esto es, para regir y gobernar la sociedad; y aun por esto tengo yo para mí que su más propia denominación sería la de poder gobernativo, porque es un poder vigilante y activo, que se supone incesantemente ocupado en el gobierno y conservación de la república. Por lo mismo, considerado en su propia y esencial naturaleza, abraza y supone funciones que de ninguna manera convienen al poder legislativo, y que no sin grande inconveniente se pueden reunir con él. Aunque las naciones se gobiernan según sus leyes, más que por ellas, se gobiernan por una continua, incesante serie de órdenes y providencias, que se refieren, no sólo a la ejecución de las mismas leyes y a su habitual observancia, sino a la dirección de la fuerza y a la administración de la renta del estado; a proveer a las ocurrencias eventuales que la conservación del orden y sosiego interior y la comunicación y seguridad exterior exigen; al nombramiento, dirección y conducta de los agentes que sirven al desempeño de sus funciones; y en fin, a la constante vigilancia sobre la conducta pública de los ciudadanos, cuya protección y defensa está confiada a su inmediata acción[12]»

 

         Toda una serie de principios, normas y exigencias de acción impelen al «poder gobernativo», siguiendo a Jovellanos, a ordenar, activar y mantener la sociedad política. Pretender que las leyes recubren todo el campo de la actividad política es ilusorio, porque no todo el poder legítimo –no digamos el ilegítimo- deriva de las leyes, en la misma medida que el poder ejecutivo no es un simple brazo ejecutor de lo que el legislativo y el judicial le señalan; de ahí que, acertadamente, Jovellanos prefiera hablar de poder gobernativo, como una denominación que delimita mejor la labor propia de este poder operativo[13], en tanto que «ejecutar» es más restrictivo que «gobernar». Pero al margen de estas matizaciones de lo que comporta este poder que es el más nuclear de todos, ha de señalarse que la labor del poder ejecutivo o gobernativo necesita promoverse mediante el poder legislativo, ya sea porque ambos poderes recaigan en las mismas personas en los regímenes con «separación de poderes» poco diferenciados, ya sea porque ambos funcionen como dos poderes «independientes» y «separados». A estos dos poderes ha de añadirse el poder judicial, que tiene que ver con el cuidado por que se cumpla lo que está determinado según las leyes (poder determinativo) y que es un poder mediador entre el operativo (ejecutivo) y el estructurativo (legislativo) en tanto poder articulador y vigilante de que se «ejecute lo estructurado o marcado por las leyes», o sea, que cuida de que el legislativo y el ejecutivo no puedan ser poderes inanes o extraños entre sí en lo referente al imperio de la ley. Así es incluso en aquellos regímenes que tienen concentrados en una misma persona (monarca absoluto, emperador o déspota), aunque sólo sea porque cada una de estos tres poderes funciona formalmente con estructura propia y se irradia desde el gobernante centralizador hacia aquellos delegados que han de acometer las funciones legislativas y judiciales. Por decirlo con una fórmula provocativa, el poder judicial tiene como una de sus misiones hacer que el poder ejecutivo y el legislativo no lleguen a ser independientes real o totalmente (así que la independencia de la que hablaba Montesquieu[14] habrá que interpretarla siempre como una independencia relativa). La independencia y separación de poderes es una fórmula moderna que connota y pone de relieve la esencial diferenciación de funciones a ejercer en la capa conjuntiva del poder y que, señalando esto, promueve establecer un equilibrio conjunto entre los tres poderes nucleares de nuevo cuño y diferente al equilibrio del Antiguo Régimen. Lo más importante en el siglo XIX no es que finalmente aflore un poder legislativo «independiente» sino que ese poder cobra una nueva y más amplia representatividad social, y es esa representatividad en la medida en que funciona realmente la que se constituye como mucho más poderosa y menos manipulable por el poder ejecutivo.

 

         La fuerza de obligar de la ley deriva su «fuerza» de la zona donde el ejecutivo, el legislativo y el judicial se vuelven estables (fuertes) al formar entre ellos una intersección (una no independencia o, si se quiere, una «independencia recíproca»), al coincidir en sus funciones, coincidencia que es posible por el «imperio de la ley», es decir, porque el legislativo establece y promueve leyes (textos escritos, grámmata), porque el ejecutivo las ejecuta («textos» inscritos) y porque el judicial vigila, corrige y dictamina («textos» contextuados) sobre el funcionamiento del conjunto. La fuerza de obligar de la ley deriva su capacidad de «obligar» del mejor o peor funcionamiento efectivo de este sistema nuclear del poder. Tanto las leyes se incumplen, tanto el sistema nuclear del poder funciona mal.

 

         Pero como ya Jovellanos lo ha dejado apuntado, en el texto citado de la «Primera nota a los Apéndices» de la Memoria en defensa de la Junta Central, el poder no se agota en lo que las leyes contienen porque es preciso todo un dispositivo de actividades gobernativas que desbordan la mera letra impresa de la ley (con su espíritu incluido). ¿Conforme a qué principio rector debe operar la recta actividad política? La respuesta la obtenemos de los análisis de Gustavo Bueno en el Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas”: el principio rector de toda recta política es la eutaxia.

 

 

III. La eutaxia: norma política de las leyes

 

         Tomamos nosotros a la eutaxiacomo la «norma» de normas, como la norma política suprema de las normas o leyes de la sociedad política. Etimológicamente «eutaxia» significa «buen orden», buen orden del alma o buen orden del estado, en el sentido en que Platón habla de la justicia del alma o de la justicia del estado, como una armonía. En los textos de Aristóteles vemos este concepto de «buen orden» ya asentado. Gustavo Bueno lo toma de Aristóteles y lo articula dentro de su teoría política. Nosotros lo tomamos del creador del materialismo filosófico para integrarlo en la «teoría E-P-M» y en la «teoría de la justicia» que de ella deriva.

 

 

III.1. La eutaxia como concepto relativo de orden y de duración

 

         Retomando los análisis de Gustavo Bueno (con el ánimo de conjugarlos con la aplicación en la que me estoy moviendo), diremos que el concepto de eutaxia se aplica exclusivamente a la sociedad política, a su buen orden. Como ha quedado ya apuntado más arriba, el cuerpo de una sociedad política está configurado por tres capas: la capa conjuntiva, la basal y la cortical. Estas tres capas se corresponderían globalmente, dentro del espacio antropológico, con las relaciones circulares, las radiales y las angulares, respectivamente[15]. El núcleo del cuerpo estará determinado por la capa conjuntiva, el lugar donde el poder se ejerce objetivamente en vistas a la eutaxia[16]; pero sólo desde el formalismo puede pensarse que el poder depende del núcleo; desde el materialismo político ha de concebirse el poder desde la relación de las tres capas. Las relaciones mutuas entre el núcleo y las capas, así como entre las capas entre sí, constituye el campo intraestructural.

 

         Al concepto de eutaxia no le convienen atributos absolutos (justicia, democracia, solidaridad, paz) sino relativos y sincategoremáticos que sólo significan algo asociados a un contenido sobre el cual pueden ejercer funciones operatorias de, por ejemplo, crecimiento, mantenimiento o deterioro según curvas de evolución madurativas y, en el caso de que ese orden fracase, la distaxia correspondiente podrá abocar en la desaparición de esa sociedad política.

 

         El protagonismo de la eutaxia ha de desempeñarlo necesariamente un grupo (o grupos) capaz de organizar el conjunto de la sociedad como sociedad política. Este grupo ha de estar en posesión de alguna prólepsis organizativa objetiva[17].

 

         La eutaxia o distaxia de una sociedad se desarrolla en correspondencia recíproca de las eutaxias o distaxias de otras sociedades políticas, de modo que el orden o el desorden no procede sólo del interior sino además del exterior[18], razón por la cual puede inferirse que si un régimen dura es porque posee eutaxia, posible desde su interior, pero que si no dura, no necesariamente es en razón de su distaxia sino que puede deberse a la influencia dañina exterior de otras sociedades políticas, que tienen su propia eutaxia[19]. En definitiva, la eutaxia es la verdad de la política[20], lo que quiere decir que sin eutaxia no hay verdadera política, que la distaxia es la negación de la política y que, en consecuencia, el objetivo necesario de toda política es la eutaxia u orden duradero en el que una sociedad política sea viable; a partir de un siglo de duración -periodo en el que entra el desarrollo de un programa concreto con capacidad de tener pasado, presente y futuro- cabe hablar de duración eutáxica. No obstante, la duración no es la esencia de la política[21], sino el orden, el buen orden. Sólo las formas rectas de las que hablaba Aristóteles (monarquía, aristocracia y democracia) son eutáxicas, y no las aberrantes (tiranía, oligarquía, demagogia), contra Trasímaco, porque éstas se alejan de la esencia integradora del quehacer verdaderamente político[22].

 

 

III.2. Perspectiva histórica de la eutaxia

 

         El marxismo, el materialismo histórico, habla de infraestructura, pero el materialismo filosófico habla de intraestructura, como estructura interna constitutiva de la sociedad. Mientras que la intraestructura de una sociedad natural es convergente, la de una sociedad política es divergente[23]. La integración de las corrientes divergentes no por integradas quedan aniquiladas, pues su integración es estructural pero en la génesis histórica continúan con virtualidad divergentes[24]. Frente a la «sociedad natural» -prepolítica en la génesis de la historia- la eutaxia tiene que ver con programas complejos, aquellos que son esenciales para la supervivencia de la sociedad[25]. Desde su perspectiva histórica, el curso de las sociedades políticas ha de entenderse a través de la aparición y desarrollo del Estado[26]. Una sociedad natural da paso a una sociedad política cuando al lado de las divergencias colectivas se generan planes y programas capaces de reintegrar la desintegración natural sufrida[27]. El principio mismo de la variación del cuerpo de una sociedad política viene dado en función de la diversidad de capas -la conjuntiva, la basal y la cortical- y por las relaciones entre ellas[28]. El origen y motor de las transformaciones de unos modelos políticos en otros tiene lugar en la capa conjuntiva, pero en la medida que opera por las transformaciones dadas en las otras capas -basal y cortical-, como pudieran ser las transformaciones tecnológicas y las relaciones internacionales[29]. A su vez, los límites temporales de una sociedad política derivan de las estructuras extrapolíticas (sociales, culturales, &c.) de la propia sociedad[30].

 

III.3. La eutaxia como constitución política

 

         La eutaxia supone una «buena constitución política», algo que va más allá de la mera «Constitución» como conjunto de leyes fundamentales, puesto que la Constitución-ley depende del funcionamiento del núcleo de la actividad política en cuanto contiene al ejecutivo, al legislativo y al judicial, en la medida que estos tres poderes confluyen en esa zona de intersección que es la Ley. El reino de las leyes (positivas) es identificable al reino del Derecho, pero no todo en el poder de la política es cuestión de derecho, ya que queda todo aquello que es cuestión de hecho. La «buena constitución política» dependerá del Derecho, sí, pero sin duda también de un cúmulo de hechos: de la buena integración y buen funcionamiento de todo el cuerpo de la sociedad política, es decir del núcleo (legal-gobernativo) pero también de las capas económicas (capa basal) y militares-diplomáticas (capa cortical); y no sólo de estas capas en el funcionamiento del poder que va de arriba abajo sino en el modo cómo las energías sociales que circulan de abajo arriba se entreveran con los poderes de la sociedad, y los retoman, los aceleran, los retardan, los tuercen y, en definitiva, los consienten, los potencian o los contrarrestan. La buena constitución depende de la capacidad que tiene el núcleo de la sociedad política para hacer girar en su torno a todas las diferentes capas del cuerpo de la sociedad[31].

 

         La «buena constitución política» o eutaxia supone un programa de articulación del conjunto de una sociedad orientada al bien general, basado en el ejercicio del poder, que tiene la potencia de ser globalizador pero no totalizador, integrador pero no integral. Globalizador e integrador, es decir, que se ocupa del conjunto pero sin llegar a recorrerlo totalmente, porque la política se interesa por el conjunto global de todo lo que pasa a formar parte integrante de la red de poderes, pero sin agotar el campo social, sin totalizarlo y sin recorrerlo integralmente; su poder no llega a todas partes ni en todo momento[32]. La eutaxia consigue la cohesión (la «constitución»), aunque siempre se le escapan muchas cosas a la política, en el envés de su poder. No todo es política, aun cuando todo se dé dentro de la sociedad política; por eso, la política, no pudiendo ser totalizadora e integral, ha de coordinarse, para sobrevivir y para tomar de allí su energía, con todo el caudal de fuerzas que subyacen en la vida social y que todavía no han sido absorbidas por el poder y que, en muchos casos, no lo serán nunca; fuerzas que nosotros correlacionamos con las energía éticas y con las morales –en su función combinatoria o porfiriana-, como representativas de los modos lógico-materiales de componerse la realidad social, al lado del globalizador e integrador que representa la política; capacidad integradora que no ha de confundirse con un poder político neutral o aséptico[33], porque sus programas están siempre trazados desde alguna parte hegemónica del conjunto social. El poder actúa empujando, sí, pero sobre todo orientando desde la distancia. El poder es la capacidad de influir causalmente en la conducta de los sujetos de su misma especie o de otra especie[34] y, para ello, no se ejerce sólo desde la fuerza física (etológica) sino desde la autoridad o fuerza social que tiene la capacidad de perdurar sin el dispendio de energía zoológica[35]. Un poder puramente etológico no resuelve más que ciertas relaciones que resultan ser cogenéricas entre los animales y el hombre, poder que solo metafóricamente puede interpretarse como político, como cuando se habla de la «política de los chimpancés»[36], y aunque la política pueda recurrir a él incidentalmente, la esencia del poder político es trascendental a la sociedad de personas, transgenérico[37], e inaplicable a la vida social animal. El poder político se diferencia del poder animal porque puede funcionar a distancia, en el espacio y en el tiempo, y, en este sentido, los «fines operis» del político tienen que circular al margen de los componentes psicológicos y etológicos, aunque no por ello tenga que ignorarlos[38]. Lo que despliegan los planes y programas eutáxicos son normas impuestas objetivamente, que tienen la capacidad de someter a los individuos psicológicos bajo normas no arbitrarias[39].

 

 

III.4. Eutaxia y justicia

 

         El «buen orden» político de la eutaxia no se confunde con la «justicia social» aunque entra en dialéctica con ella. Cuando el gobierno se orienta a los intereses particulares la eutaxia degenera en distaxia, y esta degeneración, aunque indirectamente, tiene que ver con la justicia social. Lo que tiene de bueno la eutaxia es su capacidad de mantenerse en el tiempo[40] y no su capacidad de distribuir bienes ético-morales, aunque esto en alguna medida resultará inevitable, porque aunque actúa desde una parte ha de dirigirse hacia el bien común[41], si quiere ser orden de un todo complejo. Pero la relación entre eutaxia y justicia no puede pretender desarrollarse  a favor de esta última, como si al orden político sólo le correspondiera la justicia, la paz o la democracia, porque de ser así, la funcionalidad de la política desaparecería y con ella cualquier sociedad eutáxica[42], razón por la cual se comprende que muchas utopías pretendan retrotraerse a los tiempos prepolíticos, a sociedades primitivas naturales soñando futuros armónicos.

 

         Maquiavelo ha dejado claro que la «razón de Estado» ha de desvincularse, ampliamente, de las leyes morales[43]. Frente a la justicia social cabe hablar de «justicia política» en tanto en las relaciones de la sociedad se introducen igualdades que afectan al funcionamiento de las instituciones (pero no igualdades que recreen relaciones entre individuos concretos) y en tanto que determinadas igualdades afectan a los sujetos abstractos (los votantes en tanto votantes)[44] pero sin comprometerse en igualdades de tipo personal, que exigiría tener en cuenta no sólo su ser numerable (igualdad de los miembros sumandos en el plebiscito) sino además la «igualdad común denominador cualitativo» resultado de las diferencias que constituyen a cada cual. La justicia -política o social- supone la igualdad dentro de una clase[45]. La justicia política aparece en la relación entre los términos de la capa conjuntiva (eje circular) como relación en sus tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), como igualdad entre los términos del poder ejecutivo entre sí, o los del legislativo o judicial[46].

 

         La igualdad política generadora de eutaxia encuentra uno de sus límites de maduración en el modelo de justicia homogéneo de las constituciones democráticas, que son democracias formales[47]. Otro límite madurativo de una eutaxia de la igualdad lo encuentra en el individuo funcionando como término de las relaciones sociales, sin que mediaran las barreras de las clases[48], sin embargo como son los grupos la parte formal primitiva de la sociedad política[49] y no el individuo[50] no sería consumable dicho límite.

 

         A pesar de la tensión entre eutaxia y justicia, no cabe hablar de justicia fuera de la sociedad política[51]; en una sociedad natural cualquiera que podamos considerar en nuestro pasado, el orden convergente que se alcanza no cabe ser denominado justo, porque, pensamos, ese orden no promueve relaciones entre iguales sino que ordena la actividad social para que pueda repetirse indefinidamente. Mientras que en la pervivencia de la sociedad política nunca cesa la navegación en el mar de las divergencias, en la pervivencia de la sociedad natural se transita por el río de la convergencia, pero esta convergencia no es lo mismo que igualdad, no es lo mismo que justicia. No hay un tiempo original imparcial, igualitario, y no deja de ser un desenfoque aunque sea planteado como hipótesis, al modo de Rousseau y de Rawls[52]. La justicia propiamente puede operar, creemos, sólo sobre un fondo de injusticias –no debe confundirse, no obstante injusticias con diferencias, ni tan siquiera con desigualdades, porque no toda igualación es justa (aunque sí es verdad que toda justicia es una manera de igualación)-.

 

         Las partes que ensambla la eutaxia son partes fundamentalmente heterogéneas, como corresponde al carácter atributivo de la política, y, así, se trata de ordenar a los individuos a la vez que a las instituciones y a la vez que a los grupos. La justicia, que es un orden de otro género opera buscando homogeneidades, y, de ese modo, trata de igualar individuos con individuos, instituciones con instituciones, grupos con grupos, &c.[53].

 

 

 

IV. Nexos entre la política y la ético-moralidad (E-M)

 

         Vistas las esenciales distancias entre la política y el mundo de los valores ético-morales, vistas las diferencias entre la eutaxia y la Justicia, ¿cabe pensar algún puente estable que una ambas riveras?

 

         La «cosa política» lo que busca es poner a salvo el barco, aunque en ese intento perezcan algunos marineros, los valores éticos sitúan en lo más alto la preservación de la vida de los sujetos y para guiarse en ese esfuerzo miden los problemas y las tensiones entre unos y otros con la regla de la igualdad. En un territorio que no es ni como el primero ni exactamente como el segundo, los sujetos se encuentran agrupados, asociados, metidos en empresas colectivas de distinto signo, luchando cada cual por lo suyo, por lo «nuestro» frente a lo vuestro. Y todo esto es inevitable, porque los que pretenden sustraerse a los bandos, a las patrias o al interés por el otro, en realidad no llegan a conseguirlo nunca; pueden llegar a taparse los ojos.

 

         La eutaxia [P] y la Justicia del campo extrapolítico se rigen según normas diferentes que no son reductibles la una a la otra. La Justicia se predica de contextos éticos en tanto en ellos refluyen relaciones de igualdad con capacidad de institucionalizarse. La Justicia se predica, fundamentalmente, de contextos morales, en tanto que lógica normativa de ajustamiento entre las partes contendientes, cuyas normas debe conjugarlas con los valores éticos, por una parte, y con las leyes políticas, por otra. ¿Es extraña per se la política a la Justicia?, es decir: ¿puede la eutaxia fraguarse a través de leyes injustas? La eutaxia puede ir, y va de hecho muchas veces, en contra de determinadas líneas justas (quebrándolas, reteniéndolas), porque la fenomenología eutáxica recorre sentidos contrarios a la fenomenología de la Justicia; pero el sentido global de la eutaxia no puede repelerse con el sentido general de la Justicia; eutaxia y Justicia coinciden esencialmente en sus estructuras de sentido general aunque diverjan en muchos de sus recorridos esenciales. La eutaxia podrá validar cualquier medio si se consigue el fin, pero el fin ha de ser bueno (o, al menos, no ser malo) no sólo en sentido político sino también en sentido ético-moral. La eutaxia no se concibe si no se persigue el «bien común», y aunque este «bien» posee características distintas a las del «bien» ético-moral, ambas coinciden en que esos bienes han de ser «comunes»; de modo que como entre las partes componentes de la política, de la moral y de la ética figuran los individuos, esa «comunidad» o intersección de conjuntos a la que obligan los sujetos corpóreos prolépticos es la que exige que sean conjugables, del modo que sea, los distintos bienes e-p-m que entran en las relaciones circulares. La ética está impelida a lo común, la moral está dirigida a lo común y la política se debe a lo común, éste es el lugar donde a pesar de todas las divergencias no tienen más remedio que coincidir. Lo que haya que distribuir, lo que haya que ajustar al conjunto o a los conjuntos y lo que haya que legislar y gobernar para todos podrán ser componentes malos o buenos, por tanto, aquello en lo que coincidirán esencialmente la ética, la moral y la política será en aquellos componentes buenos que puedan compartir en sus planes éticos, en sus proyectos morales y en sus programas políticos. Y este ajustamiento es, justamente, aquello en lo que consiste la Justicia, en el sentido de nivel o cota alcanzada de justicias (justicias materiales en un momento dado) en una sociedad política concreta dentro de la curva de resolución de valores, resultado, a su vez, de la dialéctica de las tres curvas e-p-m (las que en función de su lógica propia tienen su particular desarrollo, aunque nunca aislado).

 

         El objetivo común en el que coincide el triplete e-p-m es en los bienes referidos al sujeto corpóreo proléptico. En tanto este sujeto es parte formal primitiva (constituyente) de la ética y también parte formal (no primitiva) de la moral y de la política, la estructura formal en la que coincida el triplete vendrá dada por criterios éticos, en cuanto son éstos los más elementales. Pero como lo formal no «es», realmente, sin una materia correspondiente (tan material es un individuo como una reunión piadosa de fieles como un batallón de soldados alineados para el ataque), las coincidencias no podrán quedar reducidas al ámbito de los fines basados en el individuo, porque nos moveríamos a una escala constituyente de la sociedad pero no integrante de una sociedad y menos a una escala determinante de lo bueno para la sociedad. Lo social no se agota en los individuos distributivos ni en su suma numérica (agua para una población de un millón de habitantes), es más que eso; porque cuando, por ejemplo, se prohíben los partidos políticos, no se está destruyendo a ningún individuo por ello, pero sí se están imposibilitando determinadas relaciones y la promoción de las ideas que un grupo representa. Tan material es el individuo que ha de beber agua como el grupo que ha de coordinarse para determinadas acciones (una de ellas, por ejemplo, conseguir agua potable pero también localizar el lugar idóneo donde ha de ponerse una antena que ha de suministrar señales a todo un territorio). Así pues, no hay que pensar que lo único material es el sujeto de carne y hueso y que todo lo demás son formalismos que han de ser puestos a su servicio; quienes sólo ven sujetos de carne y hueso, adolecen de un nominalismo -defensor de lo singular- que confunde lo real (de las relaciones sociales) con el sujeto orgánico biológico, porque se mueve siempre primando, seguramente, la lógica distributiva sobre la atributiva. Los grupos morales y los grupos de poder político no son meras estructuras formales, son realidades materiales que hacen posible que determinados elementos se den o no se den en el curso de las relaciones humanas.

 

         De este modo, los criterios mínimos constituyentes (los elementos más simples que nunca han de faltar) han de tender a preservar los bienes éticos, pero los «criterios conjugados» e-p-m no sólo constituyentes, sino integrantes y determinantes del bien social (la Justicia) vendrán dados por la consecución efectiva de bienes (conocida generalmente ex post facto) que contengan un tramo eutáxico que funcione necesaria o muy probablemente con un tramo normativo moral justo, que a su vez funcionen dentro de la dialéctica de la igualdad, que en su foco más primitivo dimana de la ética. La eutaxia de la política [P] vertebra toda la vida social y le da unidad, pero ni la vida social se agota en ser eutaxia ni ésta lo recubre todo. Las relaciones sociales de los animales racionales ordenados bajo algún tipo de eutaxia se entrelazan de muy distintas formas, pero una de ellas de carácter estructural avanza, se teje y desteje, bajo el criterio de la Igualdad, fundando relaciones éticas a la escala de los cuerpos y relaciones morales a la escala de los grupos.

 

         La Justicia es, pues, un «bien social general» resultado de una confluencia de tramos eutáxicos [P] y tramos de igualdad [P-M]. Estas confluencias se dan en el curso de los múltiples procesos puestos en marcha de carácter político, ético y moral, de un modo inercial, por el propio dinamismo que arranca desde una escala meta-intencional, supra-psicológica, de carácter objetivo más que subjetivo, por la fuerza de los «fines operis» más que de los «fines operantis». Ahora bien, estos dinamismos atributivos no dejan de estar continuamente operados por sujetos prolépticos distributivos que actúan desde alguna institución (ya sea política, ética o moral) o por sujetos «homo machina» distributivos (ya sean pre-éticos, pre-morales o políticos). Pero, además, la Justicia como «bien social general» debe su existencia funcional no sólo a determinadas consecuencias de la eutaxia transformada en bienes particulares distribuidos e igualadores, a través de contenidos de «bien común», sino que debe su existencia a todos aquellos planes éticos y proyectos morales que sirven de energía para que funcione la eutaxia, para que funcione en un grado mayor que otro dado y para que funcione con unos contenidos optimizados de componentes ético-morales. Así pues, no hay Justicia sin actos personales de fortaleza y generosidad, no hay Justicia sin grupos que multipliquen y unifiquen los esfuerzos dispersos y no hay Justicia si en el Estado eutáxico no hay un funcionamiento de las leyes que cumpla con la función globalizante del Derecho (la tendencia de las leyes a aprehender a todos bajo su poder), y todo ello, a su vez, filtrado bajo el criterio de la Igualdad, lo que hace que se extienda o se mantenga el campo de los valores éticos, el campo de la justicia social y la isonomía o igualdad efectiva de todos ante las leyes. Ahora bien, estos objetivos igualitarios chocan con cuatro límites:

 

         1) El límite básico con el que topa por «abajo». Choca con la no igualdad de los sujetos humanos en cuanto que son máquinas distintas[54].

        

         2) El límite que viene dado por las diferencias interpersonales imborrables. Los objetivos igualitarios chocan con la no igualdad «absoluta» de los sujetos humanos en cuanto diferentes como personas (en la medida que ser persona es un «hacerse» y un valer, un valer mayor o menor personal, que está en función del «hacer» –el hacer del facere y del agere- en el contexto de una sociedad política), lo que induce a un continuo replanteamiento de la justa distribución (de bienes, desde los económicos hasta los de prestigio) que ha de hacerse no sólo cuantitativamente («a todos lo mismo») sino también cualitativamente («a cada cual según la potencia de que es capaz»).

        

         3) El límite que viene dado por las dificultades en la conexión entre los ámbitos éticos, de un lado, y, de otro, los políticos y morales, debido a lógicas distintas subyacentes. El tercer límite con el que chocan los objetivos igualitarios viene dado porque no todo lo que ha de ser distribuido alcanza la escala de las personas unipersonales (en su nivel ético) sino que muchos bienes sociales están dirigidos a los grupos, bien a los grupos personales (morales) o a los grupos institucionales (políticos). (No queremos decir que los grupos morales no sean instituciones[55] o que los grupos políticos no estén compuestos de personas, sino que los grupos morales no pueden sustraerse nunca de los objetivos referidos a personas y que los grupos políticos pueden funcionar, y funcionan de hecho, como instituciones «objetivas» liberadas en un alto grado del componente subjetivo personal). Esta distribución de bienes (de carácter distributivo respecto de las instituciones grupales pero de carácter atributivo respecto de las personas) no puede ser igualitaria en el sentido ético, pero se abre paso a través de otro plano de Igualdad en los niveles morales y políticos. ¿Cuál es el criterio que hace, en el nivel atributivo –atributivo puro o atributivo-porfiriano o atributivo-combinatorio-, que pueda hablarse de Igualdad moral o política? El criterio no es ya la Igualdad entre los seres humanos, de modo directo, pero sí lo es a distancia, en la medida que tanto más moral o tanto más eutáxico será un objetivo cuantos más nexos consiga establecer con los valores éticos, sin olvidar que ese objetivo no se agota en su ser ético. Procederá seguir hablando de Igualdad lo mismo para los fenómenos éticos que para los morales y políticos en la medida que los componentes «primitivos» éticos transitan los tres ámbitos, de modo directo (inter-corpóreo) o a distancia (metacorpóreo), en los procesos que van de abajo arriba, desde la sociedad civil al Estado institución, pasando por los grupos morales. Y en los procesos que van de arriba abajo, los procesos marcados por el poder, cabe también hablar de Igualdad e-p-m por cuanto una eutaxia que no enlaza de alguna manera con la justicia social deja de ser eutaxia y porque una justicia social no puede ser tal si no afecta positivamente al mantenimiento y desarrollo de los valores éticos.

 

         4) El límite cumbre con el que topa por «arriba». El cuarto límite con el que chocan los objetivos igualitarios lo encontramos en las mismas estructuras morales y, sobre todo, políticas en cuanto lo que buscan no son las igualdades sino las desigualdades. En la medida que la moral de los grupos va unida a valores éticos completos se tensiona según un vector universalizador -y en esa medida también con componentes igualadores-, pero en cuanto la moral de los grupos representa la defensa de unos intereses e ideales frente a otros no puede, por definición, buscar la Igualdad (que funciona universalizadoramente) sino los partidismos (que funcionan posicionalmente). La moral se mueve bajo la combinación de dos criterios, el de la supervivencia de los grupos (criterio partidista, posicional) y el de la justicia social en tanto la supervivencia se canaliza a través de planes igualadores; cuando la moral no opera bajo su criterio completo -igualador- sino sólo bajo su criterio simple de supervivencia del grupo, entonces, en esa medida, los fenómenos morales son un límite para la Igualdad. Esto mismo se recrudece al máximo cuando nos situamos a la escala de los fenómenos políticos: la administración de los asuntos públicos pretende que funcione el conjunto del sistema social y en tanto opera con el conjunto debe poner entre paréntesis la lógica de las igualdades entre las personas; además, la posesión del poder desde donde se hace posible operar para el conjunto es, por definición, posicional y partidista, lo mismo que la lucha por la posesión del poder. En suma, la eutaxia de una sociedad política ha de transitar recorridos que no tienen en cuenta la justicia social ni las igualdades éticas, si bien, como hemos visto, en su sentido más global no puede sino tender puentes de conexión con la Justicia y con los valores éticos. En definitiva, resaltaremos en este cuarto límite, que la moral (en cuanto una moral única es imposible) no está interesada en todo sus objetivos por la Igualdad; y que la política (en cuanto supone un poder frente a otros, tanto internos al Estado como externos) no está interesada en la Igualdad.

 

 

V. Dialéctica de los estados y dialéctica internacional en torno a la eutaxia y la Justicia

                                                          

         La política (P) contiene funciones que resultan extrañas a los objetivos éticos y morales; ahora bien, una política no puede ser eutáxica de espaldas a los valores ético-morales; debe componerse con ellos, la diferencia vendrá dado por el modelo de composición y por el número de conexiones establecidas.

 

         La acción política puede neutralizar, contrarrestar y negar los valores ético-morales en su conjunto, pero no una política eutáxica. Aunque una política eutáxica puede contradecirse, y de hecho se contradice, con valores ético-morales parciales, no puede negar su sentido general. Los programas políticos pueden no funcionar paralelos a los planes y proyectos ético-morales, pero el sentido general, el foco de atracción formal y límite de las operaciones trabadas en el ámbito político y en el ético-moral no puede dejar de ser homologable. No todo lo que es eutáxico es justo, ni todo lo que es justo es eutáxico, pero la eutaxia en su conjunto no puede ser injusta, del mismo modo que la Justicia en su conjunto no puede ser distáxica ni permanecer al margen de la eutaxia. La política deja de ser recta política si no contribuye en algún grado a la justicia, si no tiende puentes suficientes o si va contra el sentido general de la Justicia. La política sólo es recta política, política en sentido verdadero si es eutáxica. Y no puede ser eutáxica si niega el sentido general de la Justicia. Aunque la política y la ético-moralidad entran en una dialéctica que incluye contradicciones, el resultado general de sus operaciones no puede destruirse mutuamente. Pueden estar en desacuerdo en los medios y en los fines intermedios, pero buscan el mismo fin global, en tanto la eutaxia y la Justicia interseccionan en un territorio que no es casual sino necesario y en cuanto no pueden negar la función atributiva global que constituye cada territorio. Pero esta correlación tiene un límite, porque pone en conexión la eutaxia de un Estado con la Justicia propia de un Estado concreto, pero no con la Justicia en sentido internacional.

 

         A la dialéctica interna de un Estado concreto hay que añadir la dialéctica de sus relaciones con los estados o naciones del entorno o del mundo globalizado. Las relaciones entre la «inter-eutaxia» (la que puede concebirse y desarrollarse dentro de organismos internacionales con verdadera efectividad política) y la «Justicia internacional» están llamadas a recorrer un camino similar al que en el interior de cada Estado guardan entres sí la Justicia y la eutaxia. El primer espejismo que hay que superar es creer que ambas estrategias puedan llegar a ser superponibles (por las mismas razones que las aplicadas para un Estado concreto, a las que hay que añadir las nuevas dificultades: cada Estado podrá caminar hacia un horizonte de Justicia internacional pero siempre desde su propia eutaxia, que entrará en contradicción, posicional y necesariamente, con otras eutaxias). La dialéctica que se proponga un mundo más justo, que es posible en la medida en que han surgido grupos en el interior de los estados, que han saltado en parte las barreras de los estados –por su carácter moral completo, y, en consecuencia, por su carácter ético-moral- y que han introducido medidas políticas en el interior de los estados tendentes a una «Justicia universal», que no pude ser otra cosa que la transitividad universalizadora de los valores éticos que un momento histórico tiene homologados y, por otra parte, la multiplicación de los puntos de contacto de los diversos círculos morales con vistas a su mutuo conocimiento y, en el límite, un conjunto de reglas políticas de juego limpio en el seno de organismos internacionales con capacidad de controlar esas reglas. A este último aspecto no llegamos sólo por la fuerza de los movimientos morales internacionales sino también por las exigencias que el propio equilibrio internacional de carácter cortical es capaz de generar. Nos referimos a las exigencias que marca la capa cortical –la defensa y la diplomacia- de cada uno de los estados dentro de un conjunto de países hegemónicos con capacidad de conformar políticas internacionales; póngase, por ejemplo, la Convención de Ginebra -o reglamentación para el estado de guerra y de la guerra internacional- continuamente transgredida pero de la que no se puede afirmar, probablemente, que su función sea despreciable. Los organismos internacionales podrán ser canalizadores nuevos –añadidos a las instituciones de ámbito estatal- de la dialéctica de las relaciones internacionales pero siempre serán lugares de encuentro donde se manifiesten los verdaderos potenciales políticos que radican en el seno de los estados y, en concreto de unos pocos (entre los aproximadamente doscientos del globo). Lo que cabe esperar es que la franja de los países poderosos se vaya ensanchando en virtud de su fuerza efectiva y que distintas áreas de intereses geo-económicos[56] comunes consigan articular relaciones inter-eutáxicas estables. Desde ahí y desde dialécticas similares podrá pensarse en desarrollar eso que puede denominarse «Justicia internacional». Pero esa línea evolutiva plausible deberá enfrentarse al continuo conflicto de intereses económicos -de carácter local, en tanto irradiados desde las distintas capas basales de los diferentes estados- y a los enfrentamientos que pueden consolidarse entre las distintas áreas geo-económicas en cuanto estas áreas puedan quedar amalgamadas en círculos culturales cerrados y mutuamente exclusivos. La dialéctica de las relaciones internacionales pasa por la dialéctica de los estados y de sus economías. Esto, a su vez, no depende sólo de las relaciones interestatales dos a dos, sino cada vez más, de organismos internacionales estables. ¿En qué momento el centro de gravedad podrá pasar de las decisiones tomadas en los estados fuertes a las decisiones tomadas en el seno de los mismos organismos internacionales? Dependerá, como es obvio, de que los nexos de los países coaligados vaya acompañada de unas relaciones inter-eutáxicas estables. El tema es si esta correspondencia entre coaliciones internacionales y relaciones inter-eutáxicas estables va a gestarse según el modelo de «gravitación fuerte económico-cultural» o débil, es decir, si determinados focos económico-culturales van a resultar unidos, unos frente a otros en disputa mutua y si uno de ellos o una coalición podrá imponer un orden inter-eutáxico internacional viable para el conjunto o si, en otro sentido, los diferentes focos económico-culturales van a mantenerse entre sí bajo nexos mixtos de unión y desunión: unión económica y desunión cultural, en unos casos, y unión cultural y desunión económica, en otros casos, sin que cuaje una o varias uniones económico-culturales estables, de modo que se imponga un tipo de relación difusa entre los estados («gravitación débil económico-cultural») dirigida fundamentalmente por los múltiples nexos económicos internacionales, dinámicos, perecederos y mudables. Los países siempre se relacionarán siguiendo la directriz de la gravitación fuerte, pero el tema reside en si la «gravitación fuerte» va a ser sólo de carácter económico (mínimo común denominador necesario en las relaciones internacionales), que entonces equivaldrá a una gravitación débil económico-cultural o si será posible una gravitación fuerte en sentido no sólo económico sino también cultural. Y en este último caso, bajo qué modelo cultural, que equivale a decir: bajo qué modelo moral capaz de imponerse a otros modelos morales con planes de justicia de radio más universalizador.

 

 

VI. La Ley en el contexto de la eutaxia, la Igualdad y la Justicia

 

         La Ley, la eutaxia, la Igualdad y la Justicia tienen en común el ser normas prolépticas que incluyen un ortograma de largo recorrido. La eutaxia es la norma más global de la política. La Igualdad es la norma más global de las relaciones éticas, que no puede dejar de irradiarse a las relaciones morales y políticas. Las leyes son la norma de las relaciones políticas entre los ciudadanos y, además, las leyes tienen la capacidad de asegurar y consolidar las relaciones positivas político-morales y en un sentido más estable las ético-político-morales. La Ley, en tanto no sólo contiene el Derecho político (derecho positivo) sino que representa un conjunto de valores ético-morales (que nosotros no queremos llamar «derecho natural», por cuanto no estamos en la capa de la physis sino en la de la cultura) pone el punto de conexión necesario, con capacidad de funcionar de arriba abajo, entre la política y las esferas éticas y morales.

 

         Si la eutaxia es la norma de las leyes y ellas son una condición indispensable de la Justicia, ésta, a su vez, es la norma más global con capacidad de dirigir la dialéctica entre las distintas eutaxias (se entiende la «norma de derecho», porque la «norma» de hecho vendrá dada por los criterios de las relaciones económicas efectivas). Pero esta dialéctica, empeñada en definitiva en la universalización de los valores éticos, se ve necesitada, al nivel correspondiente, de nuevas leyes, si bien éstas, para que ejerzan como tales y no de meros «ideales legítimos» han de contener además del formato prescriptivo y codificado, la capacidad de ordenar una actividad pública internacional y la fuerza de obligar, sin la cual la ley no queda cerrada como tal.

 

         Las leyes son un producto político y cultural nacido para ordenar el interior de los estados y para consolidar como necesaria la unión entre la política y la ético-moralidad, pero el problema es que partiendo de la inercia cultural de irradiación de los valores de la Igualdad, en el momento actual, todavía no está resuelto si la legislación de radio internacional tendrá la capacidad de generar un puente de conexión estable y duradero entre los valores éticos universalizables y unas relaciones inter-eutáxicas estables.

 

         Los países distáxicos tendrán que tomar, prioritariamente, la senda de la eutaxia. Los países con un índice de legislación no suficientemente justa deberán profundizar por la senda de la democracia (como modelo de estructura formal igualitaria). Los países eutáxicos y con un nivel de democracia formal suficientemente saneada, deberán enfrentarse al problema de las relaciones inter-eutáxicas, para lo que tendrán que diseñar programas de actuación de política internacional y elegir entre establecer coaliciones estratégicas potentes y fiables con algún nivel de fuerza de obligar o, de otro lado, aplicar una política más indefinida oscilante entre la apelación a los principios éticos universales y el cuidado de la propia eutaxia particular. En este último caso, la posibilidad de unirse a todos a la vez y proporcionalmente ha de ir, si lo que impone el orden es la lógica de los estados, muy ligado más al hecho de querer que de poder.

 

         Esta es la tesis con la que queremos concluir este quinto capítulo sobre la Justicia: la Ley es una condición necesaria pero no suficiente de la Justicia. El imperio de la Ley no se superpone al de la Justicia, porque éste es enteramente dinámico mientras que aquél se ocupa de ir afianzando estáticamente lo que ya está conseguido en el terreno de los valores políticos (los valores eutáxicos) y de los valores ético-morales (las igualdades). La Justicia no es concebible ni posible sin leyes (políticas), porque la Justicia requiere la articulación de múltiples vertientes en las que se ven confrontados los individuos, los colectivos, las ideologías, las asociaciones y los poderes dentro de cada Estado y en la relación mutua entre los estados. Sin una unión mínima entre las partes de un todo social complejo no es posible la generalización de las igualdades. La ley aporta esa unión mínima indispensable. Las leyes unen de arriba abajo bajo un orden determinado a los individuos y los grupos dentro de los estados; y unen lateralmente a los diversos estados; y unen de abajo arriba fijando las reglas del juego básicas de las relaciones de los individuos con los individuos y con los grupos y con los poderes del Estado, en una dialéctica en la que también la Ley se ve desbordada por las dinámicas sociales por cuanto el curso de la novedad no se detiene nunca y, además, porque la justicia es un objetivo sin término, un objetivo imposible pero necesario; ¿paradójico?, paradójico por lo que tiene de fin concluyente pero no paradójico por lo que tiene de sentido lógico a recorrer, de igual modo que quien camina teniendo en cuenta el norte no se pierde aunque no sea su objetivo alcanzar el polo como un Amudsen.

 

                                                                                  

 

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[1] Vid. «Para una teoría de la Justicia, I, II, III y IV», Eikasia. Revista de Filosofía, nº 1, noviembre de 2005 (PTJ-I); nº 3, marzo de 2006 (PTJ-II); nº 4, mayo de 2006 (PTJ-III) y nº 7, noviembre de 2006 (PTJ-IV). En el artículo anterior remitimos por error al nº 2 en lugar de al nº 3 al referirnos a  «Para una teoría de la Justicia, II» (PTJ-II); lo sentimos.

Dejamos aquí constancia, también, de que en «Para una teoría de la Justicia, III. El mundo de los valores» (nº 4 de Eikasia. Revista de Filosofía), en el cuadro de la página 14 se han originado involuntariamente en la maquetación un signo de interrogación (?) en lugar de una flecha aclaratoria señalando el sentido de la relación (→,←, ↓) -de la que se puede, en realidad, prescindir-

 

[2] Recuérdese que, según la teoría del cierre categorial desarrollada por Gustavo Bueno, el eje sintáctico está compuesto de términos, operaciones y relaciones; que el eje semántico está constituido por el tramo de las realidades fisicalistas, fenomenológicas y esenciales; y que el eje pragmático se compone, como hemos dicho, de los autologismos, los dialogismos y las normas.

[3] Ley, por supuesto, puede entenderse también como «ley de Kepler», «ley divina» o como «tengo mi propia ley», pero para ello, la ley en sentido político lo señalamos nosotros en mayúscula (Ley), en correspondencia con la mayúscula P, de política, como una de las partes del triplete E-P-M, dentro de la teoría ético-político-moral en la que nos movemos.

 

[4] Recuérdese, fundamentalmente, FOUCAULT, Michel: Vigilar y castigar [1975], y también: Nacimiento de la clínica [1963], Historia de la locura en la época clásica [1964] e Historia de la sexualidad [1976, 1984 y s.], pero además, como marco de comprensión de la teoría del poder foucaultiana, en su perspectiva histórica y epistemológica: Las palabras y las cosas [1966] y La arqueología del saber [1969].

[5] PLATÓN: La República, II, 359 y s.

[6] Ibíd., II, 360.

[7] Sobre los conceptos de «religión secundaria» y «religión terciaria» vid. BUENO, G.: El animal divino. Ensayo de una filosofía materialista de la religión. Oviedo, Pentalfa, 1996.

[8] Ha resultado a veces enigmático, a veces chocante y a veces una medida excesiva y extrema que Platón haya querido controlar y censurar a los poetas en su ciudad ideal. Creemos que una de las claves que ayudarían a entender en qué sentido Platón tiene clara la necesidad de un control político sobre el poder de los poetas se comprendería si lo entendemos coordinado con el esfuerzo por superar y abandonar en la educación y en las costumbres ciertos rasgos de la religión secundaria, arbitrarios y antropomorfos, aquellos en que los dioses aparecen revestidos de vicios, pasiones e inclinados a la mentira; en lugar de estas características Platón propone para la divinidad caracteres excelsos como la de ser buenos por esencia y enemigos de lo falso, virtudes que se dan, pensamos, en el tránsito que se opera hacia una teología racional propia de una religión terciaria. El libro II de La República (376-383) –el tema prosigue también en el libro III y en muchos otros lugares de los diálogos platónicos- es una clara argumentación, nos parece, a favor de esta tesis, como puede verse en algunos fragmentos seleccionados: «En primer lugar hemos de vigilar a los que inventan las fábulas, aceptándoles tan solo las que se estimen convenientes […] Me refiero a todas aquellas fábulas que nos presentan a los dioses y a los héroes no como realmente son […] ¿no es una falsedad, y de las mayores, la que sin recato alguno narra los actos que Hesíodo atribuye a Urano y cómo cronos tomó venganza de él? […] Se impondrá a los poetas la obligación de que sus relatos sean adecuados a [la ciudad]». Dada la importancia educativa y cognoscitiva que Platón da a las alegorías que pueden extraerse de la religión, su censura sobre los poetas puede verse fundamentalmente como una lucha contra el engaño; a día de hoy, sería parangonable, mutatis mutandis, con la condena que ha de hacerse de las supersticiones, pseudociencias y mágicas religiosidades.

[9] Los fragmentos que venimos citando corresponden al libro II de La República.

[10] La república, libro IV, 420.

[11] CASTORIADIS, Cornelius: Sobre el Político de Platón [1999]. Editorial Trotta, Madrid , 2004, pág. 179.

[12] JOVELLANOS, Gaspar Melchor de: «Notas a los Apéndices», en Memoria en defensa de la Junta Central. Tomo II. Apéndices. Edición de la Junta General del Principado, 1992, págs. 222-223.

[13] Gustavo Bueno distingue en el Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas” tres ramas del poder: d) operativo, e) estructurativo y f) determinativo, que se cruzan con las tres capas del poder: a) conjuntiva, b) basal y c) cortical, dando lugar a los nueve modos de poder. En la capa conjuntiva -o aquella en la que se encuentra el núcleo del cuerpo de la sociedad política- (núcleo mínimo a partir del cual puede hablarse ya de sociedad política constituida, frente a la simple sociedad natural que no contiene este núcleo) encontramos los poderes a-d) ejecutivo (operativo), a-e) legislativo (estructurativo) y a-f) judicial (determinativo). En la capa basal (o económica) localizamos los poderes: b-d) gestor (operativo), b-e) planificador (estructurativo) y b-f) redistribuidor (determinativo). Y en la capa cortical (o de defensa y relación con el exterior) hallamos los tres poderes restantes: c-d) militar (operativo), c-e) federativo (estructurativo)  y c-f) diplomático (determinativo). Vid. cuadro en pág. 324.

[14] MONTESQUIEU: Del espíritu de las leyes, [1750], Altaya, Barcelona, 1993.

[15] Vid. BUENO, Gustavo: Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas” [en adelante PEP], cuadro de la pág. 324 y explicaciones adyacentes. En lo sucesivo, dentro del apartado de la eutaxia, citaremos esta obra de Gustavo Bueno con citas no literales, aunque en la mayor parte de los casos muy literales. Pedimos disculpas si en el rastreo conceptual atribuimos al autor matices impropios. Procuraremos indicar (en primera persona o en un plural tenue), siempre que nos parezca oportuno, sobre los matices y derivaciones propias que nosotros extraemos pero que no estamos seguros de encajar a la perfección en la obra de la que se extraen.  El objeto final de esta reelaboración, como puede constatarse, es aplicarla a nuestra teoría de la justicia.

[16] Vid. PEP, pág. 181.

[17] Vid. PEP, pág. 179.

[18] Ibíd., págs. 206-207.

[19] Ibíd., págs. 180 y 189.

[20] Ibíd., pág. 289.

[21] Ibíd., pág.  203.

[22] PEP, pág. 191.

[23] Ibíd., vid. passim.

[24] Ibíd., págs. 220 y 221.

[25] Ibíd., vid. parte II, cap. I, § 4 y págs. 60 y 61.

[26] Ibíd., págs. 233, 235 y 236.

[27] Ibíd., pág. 172-173.

[28] Ibíd., pág. 229.

[29] Ibíd., pág. 218.

[30] Ibíd., pág. 206.

[31] PEP, pág. 180.

[32] Ibíd., vid. pág. 203.

[33] PEP, pág. 182.

[34] Ibíd., págs. 185 y 186.

[35] Ibíd., pág. 185.

[36] WAAL, Frans de: La política de los chimpancés, Alianza, 1993.

[37] PEP, pág. 188.

[38] Ibíd., pág. 277.

[39] Ibíd., págs. 189 y 190.

[40] PEP, pág. 182.

[41] Ibíd., pág. 191.

[42] Ibíd., pág. 206.

[43] Ibíd., pág. 227.

[44] Ibíd., pág. 219.

[45] Ibíd., pág. 217.

[46] Ibíd., pág. 217.

[47] Ibíd., págs. 218-219.

[48] PEP, pág. 218.

[49] Ibíd., págs. 53 y 54.

[50] Ibíd., pág. 363.

[51] Ibíd., pág. 217.

[52] Ibíd., pág. 214.

[53] Ibíd., vid. págs. 210-211.

[54] Aclaramos en otro lugar el concepto de «homo machina».

[55] Para el concepto de institución, vid. Gustavo Bueno: «Ensayo de una teoría antropológica de las instituciones», El Basilisco, Segunda época, nº 37, julio-Diciembre 2005, págs. 3-52.

[56] Podemos tomar como paradigma de las relaciones geo-económicas las que se dieron en el seno de los países comunistas y en los países capitalistas respectivamente, que aunque ahora rotas, no se han recompuesto en una figura económica internacional uniforme, porque lo que la actual «globalización» económica hace es llegar, potencialmente, a todas partes, pero no, hasta el momento, unificar el mercado bajo un mismo y único modelo. Sigue habiendo zonas con relaciones económicas regidas por reglas propias y exclusivas.

[57]  Se trata de referencias bibliográficas acumuladas, es decir, resultado de este capítulo y de los cuatro anteriores.

 

SSC

1 de enero de 2007

 

Publicado en:

Eikasía, nº 9, marzo 2007:

http://www.revistadefilosofia.com/91.pdf