Escritos literarios 31     La tercera vía. La vía mística

 

 

LA TERCERA VÍA. LA MÍSTICA.

 

José Díez Faixat recorre hasta el final la vía mística

 

                                              

                                                            

La filosofía de occidente viene debatiéndose entre dos esquemas: la trascendencia y la inmanencia. La trascendencia de este mundo en otra realidad: Dios; y, sin irse tan lejos, la exclusiva afirmación de lo que hay: de la realidad inmanente sin supuestos metafísicos.

 

La mística ensaya una tercera vía. Los místicos occidentales (EckhartMolinos…)  han indagado una modulación entre las dos posturas filosóficas básicas, pero para ser absorbidos a fin de cuentas por la línea de fuga de la trascendencia. Hemos de conceder que los místicos occidentales y los orientales tienen mucho en común, pero en el pensamiento oriental y, en concreto, en religiones como el brahmanismo, el budismo o el taoísmo se ha sido más sensible a una tendencia mística, que se ha resuelto en muchas ocasiones sin trascendencia personal, pero sin renunciar a algún tipo de «salvación» transpersonal, de fuerte carácter inmanente y panteísta: quedar salvado no en un Dios personal sino absorbido en el todo-divino.

 

En España, José Díez Faixat ha elaborado recientemente una síntesis entre occidente y oriente, tratando de fundir la ciencia occidental con la mística oriental. En su último libro,«Siendo nada, soy todo» (Dilema, 2007) nos desvela los pliegues holográficos del sentir místico, sin renunciar a algunos fundamentales principios de la ciencia: la matematización de lo real y la teoría evolutiva. En las primeras treinta y nueve páginas nos sintetiza su hipótesis de los ritmos del devenir y del ciclo «atemporal» cósmico, partiendo de lo que en otra obra anterior, «Entre la evolución y la eternidad» (Kairós, 1996) había estudiado de modo detallado y específico.

 

He de apuntar entre paréntesis, puesto que estoy jugando con la contraposición oriente/occidente, que toda ciencia, en cuanto tal, deja de ser occidental para pasar a ser civilizatoria, esto es, universal. Y que en cuanto la mística demuestre asentarse en alguna estructura óntica más allá de la pura ficción psicológica, también pasará a ser universal: el tipo humano místico, dentro de sus variantes, demuestra ser muy similar, al margen del círculo cultural al que pertenezca. Incluso para un materialista pluralista, que se mueve en la inmanencia racionalista, la vía mística puede estar expresando una «verdadera realidad», aquélla que resulta de la conjunción de la búsqueda del equilibrio personal con lo que la realidad ambiente tiene de armónico con ese sujeto místico. Y como es verdad que hay procesos armónicos entre el sujeto y el resto envolvente, resulta ser un verdadero místico. Ahora bien, la severa reserva de quien no es místico (aunque valore a su modo esa vía de equilibrio interior) le viene de comprobar que también hay disarmonías, y que, entonces, hay que vivir al sol y a la sombra, en el amor y en la guerra. El místico elegirá el sol y el amor, y aun estos dos fundiéndolos en uno, siendo la sombra y la guerra fenómenos que pueden ser negados desde una «existencia depurada». Pero esta «pureza de vida» vuelve a hacerse inviable para el materialista porque la misma pluralidad de sujetos, la misma sociedad, es un principio irrebatible de disarmonía o, si se quiere, dialéctico, no enteramente armónico.

 

El problema que tiene planteado la vía mística, a mi modo de ver, es que cumpliendo bien con los tramos psicológicos y éticos ha de sentirse desbordada por los problemas de la sociología, de la moral y de la política. Pero, justamente, estas tesis que yo defiendo, son las que mi amigo Jose me ha tratado de rebatir en nuestros paseos por el muro gijonés (la amistad no tiene por qué depender siempre de la ideología).

 

Hace años leí con mucha aplicación «Entre la evolución y la eternidad», sin dejar de sentir una ambivalencia agridulce: aunque rechazaba la tesis metafísica global (puesto que se situaba en un «Todo» que yo no podía admitir sino como un pseudoconcepto: nadie sabe, según creo, lo que dice con esa palabra referida a «la totalidad de lo real»), no por ello dejaba de revisar aquella construcción de ideas que Jose arquitectónicamente trababa en su interior. El Universo vibra, según esa hipótesis, al compás de los mismos ritmos de la armonía musical (Kepler y los pitagóricos asentirían gustosos), según una cadencia matemática que venía a ser confirmada por los compases evolutivos de la paleontología, de la antropología, de la historia, de la embriología y de la psicología. Al margen de que pensara que aquello también tenía sus falsaciones, no dejaba de reparar en el perfecto modelo matemático funcionando con precisión dentro de aquel esquema.

 

En el adiós de la conversación entre el materialista y el místico, Jose tenía que concluir: «Silverio no acaba de admitir que el Todo no se deduce pero que sí se ve, sí se vivencia». Y así ando, con ceguera mística. Desde la amistad, lo que sí me atrevo a defender es que José Díez Faixat ha recorrido hasta el final esa vía mística, dentro de una coherencia de vida personal, dedicada a la indagación interior del intra-universo o, si se prefiere, a aquello que constitutivamente nos hace ser uni-verso.

 

 

El alma corpórea del místico

 

Quien se lanza por la vía mística sabe muy bien que no puede prescindir del cuerpo. Lo anonada casi por momentos, pero ahí está impenitente siempre volviéndonos a su ser.

Mi amigo Jose madruga todos los días sin dejar sitio a la molicie, pero la meditación diaria no puede suplir la frugal comida, la búsqueda de la paz con todo y con todos no evita que haya a veces de irritarse contra las fuerzas caprichosas o destructivas o reactivas o violentas. El equilibrio de un cuerpo sano le lleva a los imperturbables paseos,  al encuentro de las olas cantábricas, salpicados en verano del gentío foráneo. Su mente ha de modelarse, como las demás, con la lectura de los libros. Arquitecto, que no practica, no por ello se ha negado a intentar dar solidez a sus ideas.

 

No es tanto, entonces, la vida mística, un problema centrado en la descorporeización, sino en un modo distinto de entender las relaciones del cuerpo con el entorno.

 

Los hedonistas buscan sumar el máximo de placeres, el místico trata de trascenderlos en la búsqueda de un éxtasis superior, sin negar ningún chacra. Contra la disipación, el autocontrol. Contra el exceso, la mesura. Contra el afán acumulativo, el desapego de la riqueza. Contra el vértigo en la prisa, la tranquilidad de no estar perdiéndose nada. En lugar de las obsesiones neurotizantes, la cadencia regular de una vida apacible. En lugar del afán de recorrer el mundo, la tranquilidad de saber que este sitio es todos los sitios. En lugar de la multitud, la soledad. En lugar del ruido exterior, el remanso interior. En lugar de tanto discurso, más contemplación. En lugar de tanta sociedad, más yo-cósmico-comunitario. El «carpe diem» horaciano ha sido trascendido. Esta es la opción. Pero mejor lo ha contado él en sus libros. A mí me queda el problema de cómo discutir con un amigo que tiene un código semántico distinto al mío.

 

 

SSC

21 de febrero de 2008

 

 

Publicado en: «La tercera vía: la mística». La Nueva España, Suplemento Cultura nº 794, págs. 1, 4 y 5  Oviedo, jueves, 21 de febrero de 2008.        Versión similar publicada en «Eikasía. Revista de Filosofía».

 

Etiquetas: José Díez Faixat, Mística, brahmanismo, budismo, taoísmo, filosofía oriental, filosofía occidental, Eckhart, Molinos, Kepler